Domingo, 22 de febrero de 2015 | Hoy
La poeta inglesa Sophie Hannah, también autora de novelas policiales, escribió una nueva aventura protagonizada por Poirot y autorizada por los herederos de Agatha Christie.
Por Claudio Zeiger
Hércules Poirot, de origen belga, se refugió en Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial. Se convirtió en detective durante los años veinte, y siguió su carrera con destellos internacionales en París, el Nilo y hasta en el Orient Express. Fue un personaje orgulloso de su inteligencia –a la que llamaba “células grises”–, infinitamente más humano que Sherlock Holmes, que parece una máquina pero sufre por dentro. Poirot no. Podía parecer un poco grotesco, con sus muletillas guturales en francés y su porte nada atlético, un hombrecito astuto con algo de antihéroe. Gozó de fama cinematográfica, sobre todo por las interpretaciones de Albert Finney y Peter Ustinov. Así, llegó al final en la novela Telón, junto al final de Agatha Christie –fallecida en 1976–. Y ahora vuelve como vivito y coleando en un curioso ejercicio novelístico autorizado por los herederos de Christie, Los crímenes del monograma, de Sophie Hannah.
Hannah es una poeta inglesa que además se dedicó a escribir sus propios policiales con bastante éxito, incluso adaptados a la televisión. Admiradora de Christie, quiso llevar adelante una aventura de Poirot en Londres en la década del veinte imitando, continuando, la estructura clásica de Agatha, con sus diálogos y puestas bien teatrales, una verdadera dramaturgia que tuvo su expresión más acabada en Diez indiecitos. Para acentuar este seguimiento del modelo, Hannah creó un narrador de apellido Catchpool, que es un detective de Scotland Yard con las típicas características del ladero de Poirot, el capitán Hastings: de pensamiento más rústico, suele pasar por alto los detalles y las pistas más imperceptibles donde suele detenerse el ojo del detective de las células grises.
Los crímenes del monograma parte de asesinatos bien vistosos, ceremoniales, con todos los protocolos de la muerte: dos mujeres y un hombre son envenenados en tres habitaciones de un hotel muy lujoso. Sus cuerpos aparecen tan rígidos como prolijamente dispuestos en el suelo, acomodados con los brazos bien extendidos, y con un gemelo entre los dientes. Pero los motivos y la genealogía de los crímenes nos transportan a un pueblo muy chico de la campiña inglesa donde en verdad transcurren los capítulos más interesantes del libro. Poirot y el joven policía de Scotland Yard hablan hasta el infinito acerca del caso, siempre con la dinámica habitual: Poirot va reparando en los microdetalles que invariablemente pasa por alto el rudo investigador de Scotland Yard. Así y todo, cuando llegamos al plot de la intriga, hay que admitir que tiene cuerpo y solidez, en la tradición de las mejores novelas de Agatha Christie.
Quizás el mérito mayor de la novela de Hannah –seguir a pie juntillas el modelo de policial y el retrato del detective (es innegable que estamos ante un Poirot genuino)– habría merecido a la vez una mayor dedicación a la reconstrucción de época: es llamativo que amaga con dos fechas importantes (la trama transcurre en 1929, año del crack financiero mundial, y en el pasado otro año clave es 1913, vísperas de la Primera Guerra Mundial) y sin embargo no hay un solo vestigio de realidad histórica que logre colarse en la férrea abstracción de unos crímenes –casi– perfectos.
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