Domingo, 12 de abril de 2015 | Hoy
Basado en el Decamerón de Boccaccio, Mario Vargas Llosa concibió una pieza dramática que hace poco también se llevó a escena en España con el escritor en el papel de Ugolino. En Los cuentos de la peste, la erudición y el afán de transportar al espectador y lector mediante una trama de ficción imaginaria se unen en un esfuerzo por recrear el espíritu de una obra que en su tiempo supo romper convenciones y postular una revolucionaria concepción de lo femenino, del deseo y el placer.
Por María Eugenia Villalonga
En 1348 la peste negra arrasó, según se cree, con un tercio de la población europea. En el mismo año, en la progresista ciudad de Florencia, una de las más castigadas, Giovanni Boccaccio escribía una obra anómala en el contexto de su proyecto literario, El Decamerón, que lo convirtió en poco tiempo y para siempre en uno de los clásicos más leídos y versionados de la literatura.
Casi siete siglos más tarde, Mario Vargas Llosa lo redescubre y construye un texto dramático, según cuenta en el prólogo, a partir de la intuición que de muy joven tuvo de la naturaleza teatral de este texto, en que se narra en forma artificiosa, y hoy diríamos sensacionalista, el hecho histórico que le dio origen: los estragos de la peste bubónica y cómo un grupo de jóvenes aristócratas decide abandonar la ciudad para instalarse en el Valle de las Damas, un castillo rodeado de la más exquisita naturaleza a contarse, en forma ritualizada, cuentos de temática amorosa, con la orden dada a sus sirvientes de que “pasara lo que pasara se abstuvieran de contar nada de lo que sucediese lejos de allí, a menos que aquello que dijesen fuera agradable y divertido”, pasando, como mediante un sortilegio, del relato de lo macabro al relato de lo placentero. Y es en este punto donde Vargas Llosa encuentra en Boccaccio su propia idea de lo que constituye la razón de ser de toda ficción: la fuga de la realidad hacia un territorio hecho de palabras, sueños e imaginación.
Para su mirada modernizadora, Boccaccio descubrió, gracias a la traumática experiencia de la peste –brutal recordatorio de la propia finitud– el cuerpo y sus placeres, que lo llevaron a bajar de las alturas donde reinaba junto a Dante y Petrarca, a las calles, en las que la vida de todos pasa a ser protagonista sin especulaciones estéticas. Lo cierto es que Boccaccio fue un escritor fronterizo, que se nutrió tanto de la tradición medieval como renacentista. Perteneciente al ámbito mercantil y al de los estudios literarios, a los que dedicó gran parte de su vida como traductor y editor de textos clásicos griegos, al mundo cristiano y al pagano, tanto secular como erudito; festivo, burlón y a la vez solemne, su libro más famoso porta las marcas que esta posición bipolar produjo en su escritura.
Y fueron el mercado y la casa familiar los espacios de recepción de este texto, del cual su autor renegó dos décadas después de publicado, cuando la madurez lo hizo avergonzarse de una obra por la que efectivamente fue mal juzgado. Es que una de las fuentes clásicas en las que se basó, El arte de amar (un texto “maldito” por el que se cree que su autor, Ovidio, sufrió diez años de exilio) fue leído como un manual cortesano, una suerte de guía clásica del touch and go destinado a los que desearan gozar del amor mitigando el sufrimiento que sus flechas provocan, sabiendo que no está dirigido a los esposos, unidos por imperativo de la ley, sino a los amantes, unidos bajo la ley del dios alado.
Y los valores que el texto de Boccaccio sostenía –la Fortuna, el Amor y el Ingenio, es decir, los dioses que parecían regir el mundo protocapitalista que le tocó vivir– no exaltaban precisamente las virtudes civiles, sino que apelaban a aquel lector u oyente dispuesto a entregarse al placer de la ficción, entendida como entretenimiento culto para un público distinguido. Es el mundo de la poesía, de la belleza, de lo femenino como ideal de la cortesía, en oposición al mundo masculino, del trabajo, de los negocios y lo utilitario, que el humanista italiano despreciaba desde su concepción del arte poética como un fin en sí mismo.
Si busca una función, será la de compadecer a los afligidos, y convierte a su texto en una suerte de remedio ovidiano contra el Amor tirano, del que las mujeres, sostiene, son sus víctimas principales. Los ejemplos enseñarán y los relatos entretendrán a las féminas encerradas en sus habitaciones (el espacio junto con el confesionario, donde se desarrollan las acciones), imposibilitadas de transitar los espacios públicos, por lo tanto de trabajar, comerciar o estudiar.
Tomó, de la extensa y variada tradición de lo que se llamó “amor cortés”, una de sus formas, el amor grotesco, con el que parodió a la dama del dolce stil nuovo, como Laura, como Beatrice, distantes en su perfección. Por el contrario, la avidez por el goce es lo que une a estos cuerpos a través de lo que los mantiene vivos: la reproducción y la digestión. Las barrigas redondas y las caras rubicundas de los frailes libertinos (tanto como los maridos cornudos) exhiben el otro lado del amor puro y sublimado.
En un mundo donde la cercanía de la muerte rompe todos los tabúes, la elocuencia, el arte de mentir con eficacia, será el valor insignia. El Decamerón, supremo monumento al hedonismo, así lo entiende y será la mirada en un punto anacrónica de Vargas Llosa la que insistirá una y otra vez en lo que estos relatos tienen de ilícito y brutal. En todo caso, nos recuerda, los excesos transcurren sólo en las narraciones y no entre sus personajes, como en aquellos cuentos donde curas y monjas se solazan apelando a una interpretación más que personal de la doctrina cristiana.
Las escenas basadas en los relatos boccaccianos tienen en Sherezade y en la tradición oral su claro antecedente: pensadas como antídoto contra la muerte, apelan al poder de rapto que los buenos narradores, como el flautista de Hamelin, tienen sobre sus oyentes. Porque de lo que se trata, insiste Vargas Llosa, es de emprender la fuga de la realidad, alejarse cada vez más de ella, y en ese camino, sus personajes irán perdiendo su identidad, mutando en diferentes vidas y asumiendo distintos grados de ficcionalización hasta convertirse en seres irreales para los cuales todo está permitido.
Los cinco personajes (el duque Ugolino, la condesa de Santa Croce –creación de aquél–, el propio Boccaccio y Filomena y Pánfilo –los únicos procedentes del Decamerón–) encarnan y relatan esta versión libre de una obra erudita en el trabajo con las fuentes pero pensada como divertimento para sobrevivientes.
Las distintas parejas que aparecerán en estos cuentos de la peste, algunas salidas de los relatos con que la Antigüedad clásica consolidó nuestra subjetividad –como el mito de Narciso, que aparece en la pareja homosexual devenida en pareja incestuosa de hermanos–; otras, de los relatos eróticos orientales; otras más del Infierno, donde Dante ubicaba a las pecadoras, y algunas de los relatos ejemplares medievales, hablan de un mundo que se percibía efímero y en el que ningún valor hasta el momento sagrado lograba tenerse en pie.
Quizá no alcance con leer Los cuentos de la peste para animarse a atravesar una obra tan clásica como distante de nuestro horizonte de lectura, pero lo que sí provoca es, al igual que a su autor, el deseo de ir a verla representada sobre las tablas.
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