A su reconocida y multifacética dimensión como artista, la publicación de El asalto al cielo agrega un perfil ensayístico, teórico y militante a la obra de Roberto Jacoby: un minucioso seguimiento de la experiencia de la Comuna de París para dotar de un curso de acción a las masas después de los acontecimientos de la década del ’70.
› Por Andrés Tejada Gómez
Roberto Jacoby es un artista de renombre. Una reconocida trayectoria en el campo intelectual lo avala. Sus bordes de producción son múltiples: transitan desde la escritura del manifiesto “Un arte de los medios de comunicación”, atravesando la performance “darkroom”, o transmutándose en letrista de Virus. Se ha tornado célebre a raíz de su intención por desmaterializar la práctica artística, arrojándola a espacios desconcertantes para el statu quo de la imaginación hegemónica. Su destreza estética apuesta a la radicalidad rupturista. La clave con la que se lo suele señalar dentro del sistema-arte es previsible: conceptual. Pero su fuga incesante transciende los rótulos asignados por la crítica. Emblema central de los debates sobre las posvanguardias, supernova en la constelación de los años ’70, filoso interlocutor de los vínculos entre arte y política. Sus proyectos son mojón reconocible en el horizonte de la cultura. A su vez, ha insistido en promover nuevas formas de sensibilidad entre arte y vida. Su punzante astucia lo ha guiado a concebir inquietantes formas de comunidad que se conocen como Proyecto Venus, Revista Ramona y Centro de Investigaciones Artísticas. En un viaje a Nueva York en 1967, junto a Oscar Masotta, realizó un happening: “Mao y Perón, un solo corazón”. Las especulaciones que abordan la práctica política han estado vigentes en su periplo artístico-político desde el grado cero de sus preocupaciones. Seguramente no desde la perspectiva del militante que se forjó en los ’70. Tal vez ahí radica la curiosidad que sugiere un texto que asume la intención de colarse en una tradición que se empecina en ser incierta.
El asalto al cielo es un texto que encandila por su propuesta de trocarse en un manual de praxis política revolucionaria, surge del estudio de la Comuna de París en 1871 y de las repercusiones teóricas que desplegó en la Revolución Rusa. Su manifestación pretende evadirse de las mezquinas o tibias representaciones con las que se diagramaba la realidad político social durante el arranque de la democracia. Su tono carece de la culpa y el mesianismo que habían ostentado los textos políticos del período. Luego de la derrota en el plano militar de las organizaciones armadas de los ’70, Jacoby advierte que estaba ausente una lúcida trama teórica que pudiera encauzar de manera precisa a las masas en la adquisición de la conciencia sobre su fuerza en la lucha por la emancipación. Su obra textual es un análisis de “las acciones históricas de las clases desposeídas (que) comienzan a hacerse inteligibles por medio de la teoría de la lucha de clases”. El anhelo argumentativo de su hipótesis es medular ya que pretende concebir “una epistemología de la lucha de clases”. ¿Será plausible semejante entelequia? Jacoby deposita su empeño intelectual para convencernos de que no sólo es posible; resulta imprescindible. Ya que si asumimos el presente como un tiempo de ambulantes reivindicaciones revolucionarias, su intención se nos manifestará anacrónica. Pero tal vez no sea pertinente nuestra confundida impresión. Su propuesta no debe aturdirse con la exhortación a una esperanza restauradora; la esperanza es la atadura a la sumisión.
En cierta medida, el texto parece elaborado por un principio de sentencias que adquieren el giro de un apotegma: “que se consiga pensar de otro modo indica el inicio de otra época”, “se hace más de lo que se sabe y menos de lo necesario para triunfar”, “la guerra civil es un fenómeno inevitable en el proceso revolucionario”. Apreciaciones que golpean como un latigazo pero sin aminorarle mérito al análisis político-social de su programa. El asalto al cielo es la intención de causar una materia para la acción política de sublevación, teniendo en cuenta los tropiezos del pasado.
La Comuna de París duró desde el 18 de marzo al 28 de mayo de 1871. Se engendró como un movimiento insurreccional que intentó instaurar un proyecto popular autogestionado que acaparó la simpatía del anarquismo y el comunismo. Los seguidores de Blanqui, Marx, Engels y Bakunin se encontraban atentos. Por eso, a raíz de la derrota francesa por parte de Prusia se desata en París una revuelta emancipadora. La Guardia Nacional constituida por sectores provenientes de la clase obrera se acopla a la causa, las fábricas abandonadas fueron ocupadas por sus trabajadores y por medio de cooperativas volvieron a funcionar. Sin embargo, la Comuna fue vencida gracias al pacto entre la burguesía francesa y prusiana. Cuarenta años más tarde, los desaciertos de la gesta fueron motivo de reflexiones para Lenin. Así como la victoria de Prusia a Francia supuso un empuje para la revuelta, de los acontecimientos de 1904-05 se desprendía una indicación positiva, que se comprendió de manera inmediata: la derrota de Rusia contra Japón provocó el arrojo revolucionario de las masas y la desorientación de la clase dirigente. No quedaba más que aguardar una guerra de proporciones más desastrosas para encauzar una revolución. Llegó en octubre de 1917.
Los conceptos de Marx y Engels, Lenin y Clausewitz tienen una robusta gravitación en el pensamiento de Jacoby. Sumado al impacto de las teorías sobre las funciones del poder esbozadas por Foucault; su lectura no emula sino que resulta altamente productiva. Dos ensayos podrían dialogar con la obra-proclama que se reseña. Los asaltantes del cielo, de Horacio González, donde su texto, “La comuna de París” es una detallada crónica sumaria de los hechos históricos. Con la otra intervención nos topamos en Las cuestiones, de Nicolás Casullo. En su exposición escrituraria se disecciona desde dispares miradas los restos de la noción de revolución. El título tiene un pulso resignado: “La revolución como pasado”. Contrastar los puntos de vista de los autores citados con el de Jacoby es un ejercicio vinculado a la reflexión política. Sería una batalla de apreciaciones y una confrontación de experiencias formativas.
El estudio de Jacoby procura erigirse como una red de tesis acordando ampararse en una metodología científica, fusionada con una táctica y estrategia política, para edificar una doctrina que sea herramienta en el despojo al poder de su esencia alienante. Mirando en retrospectiva su obra se puede encontrar la operación estética política –o política estética– trazada por Jacoby a la notoria foto del Che Guevara, donde se lee la mordaz consiga: “Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en una pared”. Nunca deberíamos renunciar a nuestro territorio de violencia libertaria. Es acuciante para irrumpir en el cielo por sorpresa madurada.
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