La Primera Guerra Mundial marcó el inicio de una nueva era en la concepción de la violencia en los campos de batalla, cuando la tecnología arrolló un concepto “romántico” de la lucha entre los hombres y los pueblos. Poco antes de ser galardonado con el Premio Nobel, el francés Romain Rolland lanzó una serie de textos pacifistas que ahora se recopilan en un volumen bajo el título del más famoso de sus manifiestos, Más allá de la contienda. Combinando su perfil de intelectual influyente en la opinión pública, hombre fuerte a la manera de Zola, con un saber panorámico acerca de las tendencias literarias de su tiempo, Romain Rolland se adelantó al clima que terminó por imponerse en los tramos finales de la contienda.
› Por Damián Huergo
Estamos en 1914. Según el historiador Eric Hobsbawm, el año que nace el siglo XX con el bautismo de fuego de la Primera Guerra Mundial. El progreso, la piedra angular del humanismo moderno, empieza a rotar y proyecta, sobre los campos –y océanos– de batalla, sus luces más sombrías. La tecnoguerra se impone sobre el militarismo romántico y guerrero del cuerpo a cuerpo. El desarrollo del capitalismo industrial sorprende con formas inéditas de destrucción masiva. En la era del reloj y del cálculo no se pueden contar los muertos: “No existen como individuos, sino tan sólo como un protoplasma homogéneo con vestigios de hierros y botones”, tal como dice el personaje Hank en Un yanqui en la corte del Rey Arturo, la maravillosa y premonitoria novela de Mark Twain. En los ámbitos de la cultura, los outsiders no están en el centro del canon, como sucedió en el resto del siglo luego de la entrada triunfal de las vanguardias. Tampoco Adorno había escrito su máxima sobre el holocausto y la poesía. Por el contrario, el arte, la literatura, la poesía, la ciencia, son los totem del humanismo internacional. Escritores, artistas, intelectuales, políticos, sabios, no titubean en reconocerse en público como parte de una élite parlante, un coro autorizado de voces que se pronuncia en nombre de todos los dolientes. Garantes del “espíritu humano”, se autodenominan reproduciendo un slogan démodé en la aristocracia intelectual. En ese contexto, el escritor francés Romain Rolland escribe el manifiesto pacifista Más allá de la contienda un año antes de que le entreguen el Premio Nobel de Literatura. Se edita por primera vez en el Journal de Genève, un diario liberal y humanista creado en Ginebra, la tierra santa del moralismo eurooccidental.
Un siglo más tarde de la urgencia de su publicación, tras un trabajo conjunto entre las editoriales Nordicalibros y Capitan Swing, el texto vuelve a entrar en circulación. Lo acompaña un prólogo de su amigo Stefan Zweig –quien llama a Rolland “la conciencia moral de Europa”– y más de una decena de artículos de índole pacifista y comprometida, escritos durante el mismo período belicoso. Como si fuese una pieza arqueológica, el libro nos ayuda a reconstruir, en parte, una era. A la vez, sirve de excusa para volver e interrogar la escritura de Romain Rolland, uno de los clásicos menos leídos en estos tiempos marcados por los atentados a Charlie Hebdo, la masacre a los estudiantes en Kenia y por las Torres Gemelas que –en el asustado inconsciente occidental– no paran de caer.
En la historia universal de la literatura, son pocos los autores que se vuelven sinónimo de una de sus frases. Sin dudas, el sintagma “J’Accuse” de Emile Zola debe ser uno de los más significativos al respecto. La expresión “Más allá de la contienda”, de Romain Rolland, por su injerencia al momento de ser pronunciada y por las continuas recuperaciones en otras etapas históricas, también. Ambos fueron prototipos del escritor moderno, del “hombre fuerte y público” que construye una obra –de ficción y ensayística– sin dejar de mirar el aquí y ahora de su tiempo y espacio. Dentro de esa serie de autores europeos, Romain Rolland (quien basó una de sus primeras obras, Los lobos, en el caso Dreyfus) vendría a ser una especie de enlace secular entre la voz de Emile Zola en el siglo XIX y las acciones –escritos, conferencias, protestas, etc.– de Bertrand Russell y Jean Paul Sartre durante el incendio mundial de mediados del siglo XX.
Como buen francés, Romain Rolland se reconoce hijo de la revolución de 1789. Toda guerra tiene, en su concepción, como fin interrumpir el cauce necesario del hombre hacia la libertad, la paz y la democracia. “Nunca he podido distinguir la causa francesa de la causa de la Humanidad”, escribe con vestigios del darwinismo imperante en su época. Rolland, tropezando con una falacia a priori bienintencionada, se refiere a la identidad francesa como si fuese la vara moral y paternalista de la humanidad, siempre lista para aleccionar y aspirar al bien común de todos –los que coinciden con ella, claro–. En la misma línea, en la carta abierta que le escribe al Nobel alemán Gerhart Hauptmann, dice: “A diferencia de vosotros, yo no veo la guerra como una fatalidad. Un francés no cree en la fatalidad. La fatalidad es la excusa de las almas sin voluntad. La guerra es el fruto de la debilidad de los pueblos y de su estupidez. Sólo podemos compadecerlos, no estar resentidos contra ellos”.
Sin embargo, Rolland trata de no anclarse en discursos nacionalistas. Con sabiduría pacifista ligada a su corpus experimental y formativo –que incluyó al cristianismo humanista, al socialismo internacionalista y al espíritu unificador de los filósofos de la India– reclama que el amor a la propia patria no debe manifestarse en el odio hacia los otros, ni mucho menos en la masacre a las otras patrias. Con fe cristiana, en la mayoría de los artículos –también publicados en prensa masiva– alienta a los lectores a rastrear lo que tienen de igual con aquellos que están del otro lado de las trincheras, a “buscar el bien común”, a leer lo que ocurre más allá de la contienda.
Uno de los puntos de armonía que Rolland encuentra entre los diferentes bandos son los jóvenes. A su entender idealizador, ellos son manipulados por los Estados Imperialistas que exponen sus virtudes en guerras ajenas. En estos artículos, al igual que en su obra –en especial en la saga de diez volúmenes Jean-Christophe– la juventud es el sujeto histórico a ponderar. Rolland celebra tanto a los que pelean con el fusil en la mano como a aquellos que actúan con intervenciones intelectuales. Al arranque del libro, les dice con su estilo efervescente: “¡Oh, heroica juventud del mundo, con qué pródiga alegría viertes tu sangre en la tierra hambrienta! ¡Cuántas cosechas de sacrificios desnudos bajo el sol de este espléndido verano!.. Todos vosotros, jóvenes hermanos enemigos... ¡qué queridos me resultáis, ahora que vais a morir! ¡De qué modo compensáis nuestro escepticismo, la gozosa apatía en que nos hemos criado, protegiendo con vuestros miasmas nuestra fe, vuestra fe que triunfa a vuestro lado en los campo de batalla!”.
En el medio de su discurso de paz, saturado en ciertos pasajes por una prosa grandilocuente e idealista, el autor francés apuntala una batalla singular. El blanco son aquellos intelectuales, en especial de origen alemán, que fogonean nacionalismos, crímenes, abusos y, sobre todo, que utilizan demagógicamente su inteligencia para justificar la destrucción. En “Inter arma caritas”, Rolland escribe: “La guerra me parece odiosa, pero más odiosos son los que la cantan sin participar en ella”.
El libro contiene dos artículos fundamentales, “Los ídolos” y “Literatura de guerra”, que complementan la artillería de Rolland contra los intelectuales. En el primero le apunta a Thomas Mann y a su protonazismo, explícito en odas a la fuerza y a la violencia. Rolland discute la idea de la Kultur que desarrolla Mann y que –según el francés– da lugar a la concepción de “una organización espiritual del mundo que no excluye el salvajismo sangriento”. En el tono del texto se percibe un dolor íntimo, de clase, de círculo compartido. Como si el autor francés acusara a Mann de haber traicionado a la elite intelectual europea, de haber contribuido a la devaluación del escritor en la modernidad.
Sin embargo, en “Literatura de Guerra”, Rolland busca la salvación de la elite intelectual –otra vez– en la juventud. Luego de un repaso por varias revistas literarias, se centra en el caso del alemán Wilhelm Herzog. Entre sus virtudes, Rolland le asigna que –desde su revista Die Aktion– “mira y juzga las cosas de esta época con ojos trágicos y espíritu indomable”. A la vez, destaca –y celebra– que “ataca sin reparos a Thomas Mann, dejando en ridículo sus sofismas”. En su nombre, como en el de los franceses Peguy, León Bloy y Jean Jaurès, Rolland extrapola los valores de paz y libertad que debe tener el hombre nuevo. Un hombre nuevo que, sin hacerlo explícito, lo confecciona a su imagen y semejanza.
La Primera Guerra Mundial –entre otras cosas– se destacó de las guerras anteriores por haber generado millones de fotos fijas. En esos años, la industria de la producción de imágenes del siglo XX lograba instalarse definitivamente. Como dice el investigador Bruce Franklin, “las imágenes más influyentes de la Primera Guerra Mundial, aunque aparentemente realistas, no mostraban la realidad sino una fantasía”. La idea de los gobiernos censores era mantener el espíritu romántico del combate que la tecnoguerra estaba extinguiendo. Por lo tanto, las imágenes que se difundían debían “ser heroicas”. Las excelentes fotografías que incluye la reciente edición de Más allá de la contienda muestran el lado oscuro de esa fantasía. Sables atravesando cuerpos jóvenes. Soldados fusilados de rodillas y con vendas en los ojos. Humo negro sobre campamentos militares. Hombres frágiles en la batalla. Trincheras mortuorias como agujeros olvidados del mundo. Imágenes que no son utilizadas para ilustrar las palabras de Rolland. Por el contrario, en un extraño contrapunto, complementan y potencian sus manifiestos pacifistas. Acompañan su pedido, muestran las marcas de la violencia y el hambre, ponen en primer plano a los soldados sin importar la insignia de sus ejércitos. Imágenes que acompañan el grito terriblemente contemporáneo de Rolland, que dejan en claro que lo sucedido en las contiendas nunca empieza ni termina en los campos donde se desarrollan.
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