Domingo, 7 de junio de 2015 | Hoy
El auge de la revisión de la historia argentina y latinoamericana es uno de los hitos de estos años, algo que resulta tan novedoso como tradicional en su clásica pelea con la historiografía liberal. En este marco, Andresito, de Pablo Camogli, retoma el desafío de situar en su contexto un personaje tan atractivo como enigmático por la falta de documentación acerca de este líder guaraní que desde Misiones llevó adelante el ideario artiguista.
Por Sergio Kiernan
Entre las cosas más difíciles de explicar en este siglo XXI están las guerras por la historia argentina. Que algo llamado revisionismo haya tenido que pelear ideológicamente con algo llamado mitrismo, por citar apenas un “enemigo”, es tan arcano como la pasión enorme que se ponía en el tema. La historia era un campo de batalla ideológico, un griterío entre cipayos y nacionales, un asunto perfectamente actual. Por algo la revista Todo es Historia era un bestseller y su lema era “La historia es la política del pasado, la política es la historia del futuro”.
La razón de esta distancia del campo de batalla es, por supuesto, el ambiguo y peculiar triunfo de los nacionales, que no lograron instalar completamente su relato pero desarmaron el tradicional hasta la quiebra. Hoy, San Martín es menos Santo de la Espada que líder popular y que fuera indio o medio indio, como lo insultaban en vida, le agrega muchos puntos. Nadie duda que los caudillos fueron, vagamente, el lado del bien, pero pocos pueden detallar el cambio. Algunos próceres siguen más o menos intactos –Brown, Belgrano– mientras otros como Pueyrredón hasta podrían perder sus avenidas. Sólo Sarmiento, demasiado complejo para encasillar, sigue despertando discusiones.
Lo que no ocurrió fue que surgiera una nueva Historia Oficial, un canon en reemplazo del anterior, lo que seguramente sería esperar demasiado y sería un deseo peligroso. Con lo que nos hemos quedado en una ambigüedad donde la onomástica manda, con algún monumento a Rosas, alguna avenida Scalabrini Ortiz, algún billete recordando la Vuelta de Obligado. Hasta Menem, difícilmente definible como un nacional, insistió en conmemorar al Restaurador con un monumento a la antigua, de bronce y a caballo, y se apropió de su coprovinciano Quiroga como logotipo.
Con lo que el libro de Pablo Camogli sobre el significado de Andrés Guacurarí Artigas es, pese a sus muchos problemas, una bienvenida vuelta a un debate que parecía ya seco. No es casual y debe ser destacado que este libro llega desde Misiones y tiene en el centro a un líder guaraní, lo que puede ser un indicador de tendencias futuras. Tampoco es casual que se defina, desde la tapa, como la “Historia de un pueblo en armas”. Los tres temas son centrales a este ensayo que no intenta tanto ser biografía como interpretación política de un período de nuestra historia.
Misiones es una provincia de las viejas de un territorio colonial y luego patrio que era mucho más chico que el del mapa de hoy, con todo el bosque del Chaco, la Patagonia y casi toda Mendoza y Buenos Aires como territorio indio, o “espacio indígena”, como lo llama Camogli. Por cuestiones políticas y económicas que el libro explica claro y corto, nuestro litoral estaba mucho más conectado con la Banda Oriental que con la capital virreinal, eje que daría una fuerte base a José de Artigas y resultaría en la Liga de los Pueblos Libres. Este escenario se significa con otro elemento enorme, el guaraní, que Camogli cuenta con pasión. Misiones, como su nombre lo indica, fue la escena geográfica del experimento político y cultural de los jesuitas, con lo que fue tanto un laboratorio social de relación entre indios, españoles y criollos, y un magneto para el vecino portugués, esclavista y fóbico a toda idea de igualdad entre las razas. No es casualidad que el libro arranque con la historia de la Guerra Guaraní, el vasto ataque portugués a esta esfera más egalitaria que ocasionó añares de dolor, esclavitud y destrucción, y también fue la primera experiencia política de los guaraníes.
Con la revolución, Andresito surge como líder de su pueblo y provincia, claramente afiliado al artiguismo y su ideal de soberanía popular. Aquí es donde todo relato biográfico comienza a hacer agua, porque ni siquiera se sabe cuándo nació el personaje –las fechas son casi adivinanzas, con diferencias de décadas– o cuándo y cómo conoció al líder uruguayo. Abriendo el paraguas y salvando la completa falta de documentación sobre los mismos guaraníes, Camogli afirma que la falta de papeles no significa una falta de historia. Pese a que suena a una discusión anacrónica con los filósofos alemanes, el punto es real, pero no ayuda demasiado, como saben todos y cada uno de los historiadores africanos, atrapados en ese problema.
Andresito le hizo la guerra más que nada a las fuerzas locales contrarias a la revolución, a un Paraguay expansionista y a los portugueses, siempre en coordinación y como parte de la Liga artiguista. Fue gobernador de su provincia, el primero de sangre y cultura indígenas, y por un breve período también de Corrientes, que tomó por las armas. Estos años son de triunfos para los marginales, los indios despreciados y explotados, los esclavos y los mulatos libres, que por primera vez ejercen algún poder político bajo el ideal de igualdad y felicidad común. Lo que incluye hasta una incipiente reforma agraria y una durísima reacción de la elite local blanca. Es el tipo de ideario que crea ejércitos populares.
Pero los portugueses ganaron, con una campaña de exterminio como pocas veces se vio en este maltratado continente. Capturado, Andresito pasa años de cárcel de las duras –mazmorras cariocas dignas de Montecristo– con tratamientos que incluyen la tortura y el hambre. Finalmente, muere una muerte sórdida en territorio extranjero, sin que se sepan, otra vez, demasiados detalles.
La herencia de estos años, y no sólo en Misiones, entra casi en la historia alternativa, la de pensar qué hubiera pasado si hubieran ganado los que perdieron. Esto va desde mirar mapas con nostalgia y soñar con una federación que incluyera el Uruguay y todo el sur brasileño, perdido definitivamente en estos años, hasta pensar un país más democrático e igualitario que el que heredamos. Un problema de esta postura es no pensar en por qué se perdió, excepto para señalar la perversión de los ganadores y el poder imperialista de turno, y en sobrevaluar las ideas y la práctica política del derrotado. En este libro, es lo que ocurre con el concepto artiguista de soberanía de los pueblos, que literalmente significaba un federalismo de pueblos y ciudades, de cabildos, caciques y caudillos locales. El concepto evidentemente no funcionó: hasta durante la guerra con el portugués, como señala honestamente Camogli, muchas comunidades guaraníes fueron reticentes o neutrales, esperando ver quién ganaba u honrando pactos particulares con Río. Además de la perfidia porteña y la constante guerra portuguesa, algo más falló.
Con lo que ni este libro que subraya temas como el racismo, tan ninguneado en nuestra historiografía, y pone en el centro una parte de nuestra historia poco recordada, alcanza para convencer sobre la teoría del pueblo en armas. Es un asunto que lo excede, porque los números no cierran –ni apelando a los éxodos para seguir al líder– como para hablar de un pueblo entero. Este viejo problema del revisionismo todavía no tuvo su síntesis, con lo que parece que sigue siendo imposible escribir sobre los nacionales sin comparar, justificar, apreciar y medir con el reflejo de los malévolos liberales.
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