Dom 11.05.2003
libros

Belleza y Felicidad

Por María Moreno

La adopte o reniegue de esta palabra que, no por ser meramente operativa, ha irradiado menos expansivamente desde el feminismo angloamericano, Julia Kristeva le ha puesto un género al genio, esa antigualla conceptual que ahora fue preciso redefinir como aquello capaz de lograr –aunque la condición femenina no esté “madura”– que una mujer se pueda abrir camino más allá de la situación.
Colette, la vida, la locura, las palabras es el tercer tomo de la trilogía El genio femenino publicada en su totalidad por Paidós. Los otros fueron dedicados por Julia Kristeva a Hanna Arendt y Melanie Klein. Y si Colette es abordada a menudo con las herramientas psicoanalíticas de esta última, las de Arendt, enmarcadas en la filosofía política, serán casi dejadas de lado para leer los textos de esta borgoñona poco inspirada por “lo social” y que sólo pensó la Segunda Guerra en términos de nostalgia gastronómica e ingenuas colaboraciones en revistas que apoyaban la ocupación. La ambigüedad, cuando no el desinterés, de Colette por la conciencia política es sin duda, sospecha Kristeva, uno de los motivos por las que muchos críticos atentos piensan esa obra inmensa como las confesiones menores aunque audaces de una bisexual demasiado abocada a darse a leer en ósmosis con su vida, las intrascendentes causeries belle époque de impecable estilo, sólo que desperdiciado en describir los avatares del alma femenina.

La anti-nietszche

A pesar de los variados rescates de la crítica feminista, el mito de Colette opaca su obra: ella es el “negro” del periodista libertino Willy, quien habría metido mano y cobijado bajo el propio apellido ficticio su autobiografía infantil (las Claudinas), la amante exhibicionista de la marquesa de Belbeuf, la modesta introductora de la naturaleza como protagonista de la lengua francesa, la creadora de un personaje literario inolvidable, su madre, a la que atribuye la divisa “mira” que la invitó a la percepción imaginativa antes de la escritura del mundo. El otro impedimento para que “Colette” sea Colette, con la mayúscula de Proust, sería su ética de la felicidad. En el signo de los grandes interrogantes trágicos formulados por autores como Sartre, Benjamin o Heidegger –lee Kristeva– es Colette y no Nietzsche la que cultiva una gaya ciencia. Y esto la excluye de una de las condiciones para ingresar en los beneficios de constituir una excepción femenina: el suicidio precedido por la locura (a lo Virginia Woolf o Alejandra Pizarnik).
En ese sentido se debe agradecer a Ana Amado y Nora Domínguez, directoras de la colección Género y Cultura de editorial Paidós el pase de Colette al castellano a través de la bendición laica de Julia Kristeva para que la crítica literaria pueda renunciar por excepción a nombrar una marca genial a través del lugar común crítico: “dimensión trágica”. Cabría sospechar también que a la devaluación de Colette contribuyó el hecho de que fuera madre en un siglo donde las autoras toleradas por el parnaso patriarcal no lo fueron: el sentido común asocia genio femenino y esterilidad.
Kristeva descubre e invita a leer en Colette una escritura soberana que muestra su libertad nunca más allá de la sexualidad sino a través de ella, que comprende la descarga fálica no limitada a su carácter pulsional sino en una suerte de irradiación sin límites imaginativos y que aparta a la autora del Otro con mayúscula para dirigirla hacia un júbilo de vivir-escribir “en un orgasmo singular con la carne del mundo”. A partir de ahí, apartándose de la convención psicoanalítica, Kristeva puede hablar de transustanciación y no de sublimación. La dicotomía entre abstracto y concreto, sentido y materia, ser y existencia se disolverían en la experiencia y en la reflexión de Colette. Es que ella es capaz de arrastrar la metáfora con la cosa, permitiendo leer más cerca de nuestra carne: “Cuando repito esta palabra (escarcha) centelleante, me parece que muerdo una bola de nieve crujiente, una hermosa manzana de invierno moldeada por mis propias manos”, escribe. Si dan ganas de beber agua helada, sugiere Kristeva.
Esta Colette contagiosa hace utilizar a Kristeva, “la extranjera” –esa que Barthes a su modo promocionó como candidata a “genio” al decir que siempre destruía la última de sus presunciones, tal vez la más consoladora y de la que se podía estar orgulloso, para derrocar la autoridad de la ciencia monológica–, el lenguaje de Bilitis:

“¿Hacía falta ser extranjera como soy para dejarse fascinar por su hechizo, que, por lo tanto, no sería únicamente francés sino, quizás, vaya a saber, universal? Alfabeto por alfabeto, recuerdo los 24 de mayo de mi infancia, día de fiesta del alfabeto cirílico. Cargada de rosas y peonías, embriagada por su belleza dilatada y sus fragancias que me enturbiaban la vista hasta hacerme perder mis propios contornos, enarbolaba yo, en cada desfile, una letra diferente del alfabeto eslavo. Yo era un trozo entre otros, inserta en una ‘regla que lo cura todo’ –hasta del comunismo– y, sin embargo, me hallaba también diseminada en medio de todos esos cuerpos jóvenes desnudados por la primavera, entrelazada en las voces ofrecidas a los cánticos antiguos, en la seda de camisas y cabellos y en ese viento ocre que, en Bizancio o en lo que queda de ella, se espesa en un obstinado perfume de flores. Impreso en mí el alfabeto, alrededor de mí todo era alfabeto y, sin embargo, no había ni todo ni alfabeto: sólo memoria alborozada, un llamado a escribir que no correspondía a ninguna literatura, una especie de vida aparte, ‘refrescante y rosa’, como habría dicho Marcel Proust”.

La escritura femenina

Si Kristeva resucita su infancia en Colette para relatar la estampa primera de una vocación que más tarde se traducirá en un interés especial por la materialidad del lenguaje, es también para recibir la transmisión de una voluntad de felicidad que la hace llamar a su objeto de estudio “hermana solar” de la histérica freudiana, esa que se confesaba ante un hombre que había inscripto en la carne la tragedia y la vigilancia.
Kristeva, con desenvuelta honradez –es decir a la manera de una confesión de haber sido seducida–, dice que leer los textos de Colette dificultan la interpretación porque generan una amnesia de la que sólo queda la sensación de que lo leído ha sido vivido.
Aunque esta declaración parezca proponer una crítica prudente, Kristeva suele sucumbir a la banalidad psicoanalítica para advertir la similitud entre el nombre de “Sido”, madre y personaje de Colette, y de “Sidi”, su segundo marido, o para capturar en la calificación de “incestuosa” la relación de aquélla con el hijo menor del tal Sidi, en donde interpreta una venganza contra su madre a causa de su preferencia por su hijo mayor varón, de su primer marido, al que sustituye en el papel de paidófilo.
Kristeva hace una lectura genial para determinar el genio, pero suele caer en este tipo de “suturas” ancladas en la relación “causa-efecto” propias del psicoanálisis aplicado. En otras cae en lo que cualquier analista: dar por reales los relatos del “paciente”, incluso uno de los más mistificados por los biógrafos, el de la últimas palabras. Colette, avala Kristeva, habría dicho antes de morir el 3 de agosto de 1954 “mira”, la divisa de Sido, la madre, a quien Kristeva llama “decretal” porque le ha dicho a su hija que el mundo se observa pero no se irrumpe en él mediante el tacto (y Colette le desobedecerá: el tacto sería aquel sentido que ella privilegiará por sobre todos).
En cambio, con gran agudeza, Kristeva decide creer en esa insistencia de Colette en afirmar que no le gusta escribir y en lugar de declarar:”¡Denegación de la escritura!”, la toma al pie de la letra porque comprende que para la autora la experiencia literaria es un elemento más en la experiencia del Ser. Colette hace algo más que escribir, trabaja más allá de la retórica y sus imágenes que “son la realización misma del cambio que se está operando”. También Yourcenar decía sin asomo de coquetería que bien podría no haber sido escritora, su Ser y su Ser intérprete de la antigüedad le preocupaban más que la existencia secreta de un manuscrito dormido o los efectos mundanos de la publicación. En Virgina Woolf tampoco hay loas a la escritura sino que ésta consistía en una prórroga renovada e inevitable mediante la que logró, hasta cierto punto, oponer una voz múltiple y dominada a las que le llegaban a través de la locura.
“Escribir: los zarcillos de la vid” es el mejor capítulo de Colette, la locura, las palabras, y en él Kristeva se lanza a un eufórico trabajo de crítica literaria para afirmar que las alegorías y las metáforas de Colette son metamorfosis porque capturan el objeto que nombran, en oposición a las surrealistas que desafían las limitaciones de la lengua y de las identidades en lugar de jugar entre la oposición y la analogía bajo el impacto de la paradoja coletteana.
Que Kristeva encuentre casi una alegoría en los sulfuros de Lalique que Colette coleccionaba y que hacen pervivir al objeto intacto –una flor, una fuente, un mandala–, sustraído a la decadencia o a la pérdida por medio de la cristalización posterior al fuego, es decir transustanciado, parece ser el fruto de una epifanía. Como también es brillante la interpretación sobre la iconografía de Colette y de su interés por la imagen, que cultivó en su tarea teatral y desembocó en una visión profética del poder casi totalitario de lo visual, al aventurarse como guionista de cine.

Políticas del yo

Kristeva insiste en tomar literalmente –¡una analista que no va más allá de lo manifiesto– el antifeminismo de Colette inspirado por sus declaraciones antisufragistas y en aras de su propio proyecto de leer su mensaje como una invitación a la transformación de la subjetividad misma, “del riesgoso equilibrio que la construye entre sentido y sensación, entre ley y pasión, entre pureza e impureza”. Aunque consiente, y tal vez se identifica, al concluir que esas declaraciones que cuestionan el feminismo de masas se realizan en realidad desde otro feminismo “solar” que sospecha en el proyecto de la emancipación femenina un futuro atravesado por el sufrimiento, ya sea en calidad de “proletarias sobreexplotadas o en superwomen depresivas”.
También entiende literalmente la declaración de Colette de haberse formado entre Balzac y Proust. ¿Por qué no Fourier? ¿Es pura casualidad que para responder a crónicas injuriosas sobre el cuarteto que ella forma con su primer marido, la amante de éste y su propia amante femenina utilice el término “falansterio”?
El encierro crítico en los avatares del complejo de Edipo hacen que Kristeva interprete la obra de Colette incurriendo en graves omisiones (aunque probablemente deliberadas). Y por eso sólo puede reconocer como origen del espíritu pagano que destilan los escritos de la autora que analiza su infancia transcurrida en un hogar ateo, en contacto con los excesos nunca prohibidos de la naturaleza. Pero Colette, a pesar de que en su libro capital Lo puro y lo impuro, un precoz ensayo autobiográfico sobre los disidentes sexuales, trate con ironía a la comunidad lesbiana francesa, ella no sólo formaba parte de ella sino que no dejó de abrevar en los principios sistemáticos de su cultura.
Entre Proust y Balzac está Miss Nathalie Barney, una norteamericana inmensamente rica que en su casa de la calle Jacob estableció, a principios de siglo, una suerte de escuela laica que –como diría Colette– “excluía determinadas noches el principio masculino” para hacer participar a las mujeres de París de una suerte de formación mutua que se expresaba en textos y cuadros vivos. En ese espacio donde, a través de veladas mixtas se convivía con las grandes del modernismo, feministas no siempre lesbianas intentaban la traducción de Safo para rescatar su obra por sobre su leyenda e intentar darse una genealogía poética al mismo tiempo que proponer una imagen política del lesbianismo que se opusiera a la establecida por autores como Baudelaire y Lois.
Si Colette, que fue una fiel asistente de esas veladas, se burla en Lo puro y lo impuro de las lesbianas que imitan la vestimenta y los andares del macho, no es porque se sitúa en un más allá del lesbianismo en descrédito de toda identidad sexual, como insinúa Kristeva, sino porque apoya la posición de Miss Barney, quien no creía que el travestismo fuera una estrategia para diferenciar a las sáficas asociadas a la amistad romántica según estereotipos dominantes del siglo anterior, y lo interpretaba como desprecio a la condición femenina. Lo pagano de Colette viene de esa Academia de las damas en la que se participaba vistiendo túnicas, leyendo a Safo y uniendo estética y libertad sexual en una performance de regreso a Mitilene.

La invención del sexo

Como en otros de sus textos, Kristeva relee la concepción freudiana de la fase preedípica, a la que llama “Edipo Prima” como una fuerza que tanto el artista varón como las mujeres “geniales” serían capaces de tamizar en su obra madura. “El tercer milenio será el de las oportunidades individuales, o no será nada”, aventura esta mujer de origen marxista que renegó de su fascinación por China y llegó a argumentar las posibilidades libertarias del capitalismo norteamericano. Para eso, cada sujeto debería “inventar en su intimidad un sexo específico”. Descreída del feminismo de masas, que llevaría en su interior un germen totalitario al no oponerse a las ambiciones totalizadores de los movimientos libertarios y, al mismo tiempo, distanciándose de las vertientes teóricas que interpretan la creación artística en clave parricida, Kristeva es capaz de definir la feminidad como aquello que margina el orden simbólico machista tanto en hombres como en mujeres y que el autor subversivo (¿genial?) es a la vez su propio padre, madre y él mismo. En las páginas finales de Colette, la vida, la locura, las palabras, al ubicar del lado del hombre los “palacios obsesivos del pensamiento puro”, “la abstracción superyoica”, “el dominio del cálculo lógico “y “la temporalidad fálica del deseo hasta la muerte”, y del lado de la mujer, “esas regiones poéticas del pensamiento donde el sentido hunde sus raíces en lo sensible, representaciones de las palabras se alteran con las representaciones de las cosas y donde las ideas dan su lugar a las pulsiones”, esta antifeminista, ¿no está haciendo una declaración feminista radical? ¿El genio sería femenino?
Aunque (y nunca se ha analizado lo suficiente esta “declinación” diferente de la feminidad en los hombres y de la virilidad en las mujeres) siempre aclare –la eterna coartada– que “del lado de” no significa que no existan pases de un lado a otro de cuerpos no correlativos en sus orígenes biológicos.

Y siempre, la lengua

Una causerie de Colette, aquí citada, ha sufrido diversos avatares de traducción. “Me darás la voluptuosidad, inclinada sobre mí, los ojos plenos de ansiedad maternal, tú que buscas en tu amiga apasionada al hijo que no has tenido.” Se trata de Noche. En una versión de Plaza & Janés, la censura ha sustituido la “a” de “inclinada” por la “o” de “inclinado”. En Colette, la vida, la locura, las palabras, la traductora Acira Bixio ha sustituido “hija” por “hijo”. Más allá de los debates sobre la justeza de esta operación, habría que reconocerla como una auténtica creación, dada la influencia de una Melanie Klein revisada a lo largo de toda la trilogía de Kristeva.
En elegía politizada, “la extranjera” deja como siempre la inquietud de por qué una revolución en el lenguaje no parece revolucionar nada más, o sobre cómo homologar en una marginalidad subversiva a los rebeldes, los psicoanalistas, los vanguardistas y las mujeres, como a veces lo ha hecho.
No es de menor interés en este libro que su autora difunda gran variedad de párrafos de la obra de Colette, repitiendo el gesto con que Sido invitaba a su hija a representar el mundo, al señalar: “Mira”.

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