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Domingo, 28 de junio de 2015

DESPUÉS DE HORA

Desprendido de su ciclo Una danza para la música del tiempo, la publicación en castellano de Hombres del ocaso, del británico Anthony Powell, permite acceder a las bondades de un estilo sobrio y ajustado a la materia narrativa, a los personajes retratados –unos bohemios que naufragan entre el arte, el alcohol y la existencia misma– y a una época de entreguerras que simboliza acabadamente la transición hacia la máxima incertidumbre.

 Por Mara Laporte

Lo que sigue es una escena de sexo: “Lenta, pero muy deliberadamente, el siniestro edificio de la seducción, chirriante e incongruente, surgió como un vasto mecanismo de Heath Robinson controlado a dúo y tristemente torpe bajo el horizonte del convencionalismo. Obedeciendo a una suerte de agresiva destreza, sus emociones mutuamente adaptadas se sincronizaron hasta que el inevitable anti-clímax estuvo al alcance de la mano. Más tarde cenaron en un restaurante muy cerca del departamento”. Permítase la extensa cita como botón de muestra del tono con el que Anthony Powell elige para narrar las más viscerales de las pasiones. Y valga también como ejemplo esta escena –probablemente una de las descripciones del acto sexual más ascéticas y elegantes de la historia de la literatura– del entero tono de Hombres del ocaso, novela que data de 1931 y que por primera vez acaba de ser publicada en español.

Considerado por muchos como uno de los mejores escritores británicos del siglo XX, integrante junto a George Orwell y Graham Greene de una brillante generación de escritores ingleses, Anthony Powell fue prácticamente un desconocido en nuestra lengua, sobre todo en comparación con aquellos colegas mencionados. Pero sí es un autor de culto adorado por la crítica y admirado por sus colegas, que está empezando a obtener hoy, a quince años de su muerte, un reconocimiento más allá del mundo angloparlante.

Cronista satírico de su época, En Hombres del ocaso, Anthony Powell se confirma como un agudo observador de la sociedad occidental contemporánea. Ambientada en la Inglaterra de los años ’30, la trama de esta novela conforma una de esas historias en las que aparentemente nada pasa y, sin embargo, todo sucede. Eran los años de entreguerras, Europa vivía su crisis existencial y un puñado de afternoon men, eufemismo inglés que define a los borrachos postoficina, se dedica a hacer poco y nada en el tiempo que les queda entre una resaca y la siguiente. “Nos sentamos aquí mientras podríamos estar haciendo grandes cosas”, comenta en algún momento uno de ellos, y en su observación no hace más que definir la esencia espiritual del grupo entero. Siguiendo los avatares de William Atwater, el lacónico joven que trabaja en un museo arqueológico tan abúlico como inexplicable, la historia se desliza hacia los sinsabores vitales de sus amigos de desventuras. Y en este grupo de artistas apesadumbrados hay de todo: el pintor de poco talento e inclinaciones autodestructivas al que abandonó su esposa, la chica rara que lee a Bertrand Russell para no sentirse inútil, el redactor de una revista espiritista que aspira a aventuras terrenales, el editor que sólo desea irse de fiesta y beber hasta perder la conciencia, la hermosísima joven amiga de todos e inmune a los sentimientos ajenos, el pintor vanguardista bien agraciado en permanente casting de posibles esposas, su solícita novia, la única candidata que parece haberse quedado fuera del casting de antemano, o la impredecible muchacha de quien Atwater se enamora. El viento los ha amontonado en Londres y Powell nos conduce en torno a ellos por una ruta de bares, fiestas, galerías de arte, salas de boxeo, lugares de trabajo o casas de verano en la campiña sólo para mostrarnos con sutileza y sarcasmo las insatisfacción de una generación de bon vivants más dotados para el ocio que para el arte: “Algunos de los mejores de nosotros somos poco ambiciosos”, reflexiona alguno en una de las tantas sobremesas de la historia. Y si en etiquetar a cada uno de estos personajes con un par de pinceladas Anthony Powell es un verdadero maestro (“Era calvo pero parecía llevarlo bien”, sintetiza al presentar al editor). como creador de atmósferas se desenvuelve con una sutileza admirable. Los espacios se huelen, las tensiones se sienten en el aire, los claroscuros emocionales se perciben como a través de una persiana. Y de este modo el autor nos conduce, a través de las tres partes en que se divide la historia a ser testigos de las bondades y mezquindades del comportamiento humano, encarnadas no tanto en las aventuras como en los gestos de este grupo de artistas desorientados que no parece ver más allá de sus preocupaciones mundanas. Porque si el pretexto de que nada sucede y todo se disuelve en más de lo mismo con doble de hielo, les vale en un principio, cuando finalmente la vida o la muerte les estalla en la cara sin previo aviso, tampoco sabrán estar a la altura de las circunstancias.

En ocasiones, leer algún libro representa la excusa perfecta para aproximarse a su autor. Este es uno de esos casos. Hablar de Anthony Powell es hablar de un personaje peculiar merecedor sin duda de un mayor reconocimiento en nuestra lengua. No sólo por tratarse de un escritor trascendental en la literatura británica del siglo pasado, por su talento en el manejo de la elipsis y los climas y sus elegantes dotes de satirista, sino porque es su propia vida la que lo convirtió en un privilegiado testigo del siglo. Aristócrata, educado en las elitistas Eton y Oxford, casado con la hermana del conde y ministro laborista Lord Longford y distinguido por sus tareas de inteligencia en la Segunda Guerra Mundial, fue desde su linaje un tory clásico apegado a las tradiciones, aunque consciente de vivir una época de profundas transformaciones sociales. Y si en Hombres del ocaso, su primera novela, retrata como nadie a la sociedad burguesa británica de su época, es en la Danza para la música del tiempo, extensa aventura literaria de doce tomos publicada entre 1950 y 1975 (publicada en castellano, en sus primeros volúmenes, sólo en España, algunos han llegado hasta aquí) donde Powell desnuda de manera deslumbrante el completo entramado de clases de la vida inglesa. Dos mil cuatrocientas páginas conforman esta ambiciosa obra en la que, de nuevo, en apariencia nada empieza y nada acaba, no hay picos ni descensos de trama, no hay teorías filosóficas ni arrebatos de furia y, sin embargo, la sociedad entera queda retratada.

Algún crítico le ha reclamado a Powell cierto exceso de asepsia, cierta falta de sangre, de riesgo y fuego poético. Pero ésta es precisamente su impronta, su logro estilístico, su postura artística y probablemente existencial. Porque quien dedica 25 años a escribir una única y colosal obra que debe dividirse en doce volúmenes para poder abarcarse, no sólo está asumiendo un riesgo artístico, sino que está borrando los límites entre la obra y la vida.

Lo que hay en Hombres del ocaso, como en la obra entera de Powell, no es más que la complejidad de la vida y el tiempo. La sensación de que no pasa nada para luego, al cerrar el libro, descubrir que todo ha estado sucediendo.

Hombres del ocaso
Anthony Powell
Fiordo
264 páginas

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