LA LITERATURA FANTáSTICA ARGENTINA EN EL SIGLO XIX
Existe una tendencia a creer que la literatura fantástica argentina comenzó con Borges –tal vez con Lugones–. O, en todo caso, que la tradición anterior al siglo XX es escasa. Poco a poco, la larga producción de género en el país se va develando. Y ahora el imprescindible libro de Carlos Abraham, La literatura fantástica argentina en el siglo XIX, historiza un período de la literatura nacional que no ocupa tanto espacio en la crítica académica, funciona como contra-canon y también se encarga de recuperar a autores, muchos ignotos o totalmente olvidados, cuyas obras son por demás interesantes y originales: desde los más conocidos como Eduardo L. Holmberg y Juana Manuela Gorriti hasta anónimos jesuitas cordobeses que, desde su monasterio, escribían sobre fantasmas y el mago Merlín.
› Por Fernando Bogado
El famoso prólogo de Jorge Luis Borges a La invención de Morel, el primer libro que Adolfo Bioy Casares reconoce como propio –tuvo varios anteriores pero, borgeanamente, se encargó de que pocos recuerden su existencia o inclusive los encuentren-, determina dos líneas posibles para pensar la literatura. Por un lado, tendríamos la literatura de corte realista, que transforma lo cotidiano en algo digno de asombro y que se demora demasiado tiempo en acciones irrelevantes que no deberían ocupar tanto espacio en las hojas de un libro. Por el otro, Borges ubica la literatura de argumento imaginado, creativa, que sorprende por la proposición de aventuras que deslumbran la imaginación y que realmente transforman en algo interesante lo que estamos leyendo. La oposición es clara: Borges, nombre en donde se resume toda la tradición literaria argentina, para bien o para mal, nos guste o no, trata de oponerse a esa práctica tan rusa y francesa (según sus propias palabras) de convertir lo mundano en algo digno de interés, cuando en realidad lo que realmente vale la pena es inventar historias que sorprendan por sus giros ingeniosos, sus argumentos fuertes y sus planteos que rayan con la filosofía. Ese prólogo resume muy bien no sólo la posición literaria de Borges, sino también el conflicto que subsiste al interior de la literatura argentina, la cual se debate siempre entre cierto impulso por lo fantástico y cierto deber moral del realismo, como si le costara encontrar puntos de articulación de estas dos propuestas (aparecen pocos ejemplos que hayan podido hacer convivir los dos mundos en cierta peligrosa armonía: en el siglo XX, tal vez Arlt, tal vez Marechal, tal vez Laiseca).
Pero claro, también llama la atención que Borges no pueda sostenerse, en esa argumentación, en ejemplos locales: todas las referencias son al mundo cultural anglosajón, con Stevenson, Swift, Wells, y pocos nombres que remiten a las letras locales (Lugones y Dabove). Y es que tanto Borges como nosotros desconocemos, o mejor, desconocíamos hasta el momento, la larga producción fantástica que, por lo menos durante el siglo XIX, tuvo lugar en nuestro país. El imprescindible libro de Carlos Abraham, La literatura fantástica argentina en el siglo XIX, no sólo historiza un período de la literatura nacional que no ocupa tanto espacio en los proyectos historiográficos o en la crítica académica, sino que también se encarga de recuperar a autores ignotos cuyas obras son por demás interesantes y originales, palabra que tantos problemas trae a la hora de hablar de un planteo literario. Así, el libro se propone partir de tres tipos de discurso que encara con solvencia: por un lado, el interés por realizar una historia de la literatura de lo que siempre pareció marginal. Por el otro, establecer un marco teórico que no sólo se apoye en ciertas afirmaciones teóricas destacables (como el clásico de Tzvetan Todorov, Introducción a la literatura fantástica; o el trabajo de Ana María Barrenechea, “Ensayo de una tipología de la literatura fantástica”, de 1972), sino también articular todas esas afirmaciones y hacer una síntesis que aporta lo suyo. Y, finalmente, realizar una suerte de pequeñas biografías de escritores poco conocidos o totalmente ignorados que recupere esas obras producidas (y desconocidas).
“La idea de poner por encima el modelo realista al fantástico tiene sus orígenes en lo que podríamos denominar la ‘ideología ortodoxa’ de la crítica literaria de origen español, entre cuyos cultores están Marcelino Menéndez y Pelayo o a Ramón Menéndez Pidal”, agrega Abraham con respecto a la invisibilidad de la producción fantástica del 1800. “Menéndez y Pelayo, por ejemplo, sostenía que la literatura hispánica era esencialmente realista, despojada de elementos fantásticos. Sin embargo, se trataba de una mera doxa originada en la comparación del estilo concreto y terrenal de la épica española con los elementos mágicos y seres maravillosos de la épica alemana o inglesa. Para estos críticos tan marcados por el tardío romanticismo nacionalista español -y que tanto marcaron, a su vez, a nuestro Ricardo Rojas-, la épica era la expresión más auténtica de la nacionalidad, y por lo tanto servía como indicación de la índole de un pueblo. Debe tenerse en cuenta, también, su particular contexto de enunciación, signado por la hegemonía de la novela realista (Stendhal, Balzac, Flaubert, Tolstoi, Dostoievsky). Críticos posteriores, como Adolfo Prieto y David Viñas, partían de una posición ‘adorniana’ que consideraba a la literatura de masas como escapista y poco válida estéticamente. También deben recordarse las estéticas de izquierda que, en especial entre los años 1945 y 1970, propugnaban una literatura “comprometida políticamente”. A todo esto hay que sumarle una cuestión mucho más material: la escasez misma de algunos textos conspiró contra su descubrimiento. Para darte una idea, sólo existe un único ejemplar de la utopía Aureópolis, en la biblioteca del Jockey Club de Buenos Aires, que para colmo carece de tapas. Y el único ejemplar conocido de El laboratorio infernal (1886) es el que poseo en mi biblioteca particular”.
Literaturas de lo insólito. Ese es el nombre que elige Abraham a la hora de poder establecer un concepto que le permita hablar de todas las producciones literarias del recorte elegido que se opongan al afán realista de partir de “lo normal”, o sea, lo que es considerado “normal” por una sociedad determinada en un momento determinado. Esta breve cuota de relativismo le permite proponer ideas sin caer en absolutismos, algo que habla muy bien del acercamiento crítico y estrictamente filológico que tiene hacia su objeto. En las “Literaturas de lo insólito” se pueden contar: la ciencia ficción, la literatura de lo extraño, el fantástico y el género maravilloso. Si bien cada uno de estos géneros tiene su historia particular, la manera en la cual se articulan en nuestro territorio, combinándose u oponiéndose, permite recuperar algunas obras como antecedentes del período recortado y, sobre todo, como las primeras manifestaciones de algo que, desde la perspectiva del autor, alcanzó su cenit en el siglo XIX recién en el último tercio, considerando como obra pivote el libro Sueños y realidades (1865), de Juana Manuela Gorriti. “Los primeros textos que estudio datan de 1756”, específica Abraham cuando tiene que establecer los inicios de su trabajo pero, también, los antecedentes más evidentes de lo que después tomará una forma un poco más concreta: el fantástico. “Son manuscritos de jesuitas cordobeses, actualmente archivados en la biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Se trata de textos que participaban en certámenes literarios organizados dentro de la orden. En ‘El primer trazo de una mala noche’, de autor anónimo, un monje recibe la visita de espectros que lo hacen descender al infierno para que contemple todo lo que ahí sucede. En ‘Sueño poético’, el mago Merlín lleva al protagonista a recorrer planetas del sistema solar. Visitan el cielo de los poetas, donde habitan, entre otros, Homero, Virgilio y Dante. En un rasgo humorístico, los viajeros ven que un arcángel con una espada llameante expulsa a esos grandes poetas. Cuando el jesuita pregunta a Merlín el motivo, éste responde que es ‘para dar lugar a poetas más grandes aún’. ¿Y cuáles son? La irónica respuesta es: ¡Los jesuitas cordobeses!”.
Es interesante notar que la mayor parte de los textos fantásticos o proto-fantásticos tenían una clara intención política, un llamado a la intervención de la palabra escrita sobre el proscenio de la acción ciudadana. No hay que irse muy lejos para entender este comportamiento: incluso obras tan contemporáneas como 1984 de George Orwell o Un mundo feliz de Aldous Huxley tienen un fuerte componente de crítica del contexto a la hora de encarar su proyecto distópico. “Había mucha crítica y sátira política, no sólo en los primeros años del 1800, sino a lo largo de todo el período. El cuento fantástico ‘Delirio’, publicado en 1816, un mes antes de la declaración de independencia, es una crítica a los gobernantes del momento. Los textos del Padre Castañeda, aparecidos a lo largo de la década de 1820, apuntaban a Rivadavia y denunciaban de manera fantástica, en sueños inverosímiles, las prácticas ateístas y republicanas de sus enemigos. Los relatos fantásticos y terroríficos del tucumano Benjamín Posse que se publicaban en el diario La Tribuna incluían críticas a las gestiones de Sarmiento y Avellaneda. La anónima utopía Aureópolis hizo lo propio con Mitre. En el siglo XXX de Eduardo de Ezcurra expone los perjuicios de la explotación bursátil, culpable de la crisis que se vivía en ese momento. Además se abordaban cuestiones tan variadas como el darwinismo, el feminismo, el espiritismo, las críticas a la religión oficial, o la posibilidad de un futuro signado por el anarquismo o el socialismo”.
La atención por el archivo es, sin dudas, una característica determinante a la hora de pensar cualquier trabajo crítico que tenga cierta seriedad; cierto grado de querer alcanzar lo impensable, también. Y no tiene que ver con esta manía medio de “carpetazo” que algunas veces tiene la crítica: buscar textos para poder rebatir a una figura histórica por lo que dijo o hizo en determinado momento (cosa que la divulgación historiográfica hace siempre que puede). En el caso de Carlos Abraham, tuvo mucho que ver el interés por recuperar una obra del olvido, una obra que soñó con máquinas y seres fantásticos y que fue víctima del polvo, del paso de un tiempo que le fue ajeno y de cierta falta de costumbre en lo que se refiere a mantener algunas obras del patrimonio histórico nacional, muchas veces, diseminadas en bibliotecas privadas. Dice Abraham: “Comencé esta investigación en 1999, cuando descubrí la utopía futurista En el siglo XXX de Eduardo de Ezcurra. Busqué datos sobre la obra y el autor, pero no figuraba en ninguna historia de la literatura argentina. ¿Cómo podía ser que un texto tan apasionante estuviese olvidado? Entonces me puse a investigar sobre el autor y sobre el fantástico de ese período de un modo sistemático. Busqué en librerías anticuarias, recorrí bibliotecas de todo el país, y leí página por página todas las colecciones de periódicos y de revistas literarias argentinas del siglo XIX conservadas en hemerotecas, ya que solían albergar cuentos fantásticos y de ciencia ficción. Por ejemplo, leí La Nación desde 1870 a 1900, El Nacional entre 1852 y 1893 (años de aparición y cierre), El Telégrafo Mercantil, etcétera. De esta forma, pude rescatar una enorme cantidad de textos ignotos”.
La literatura fantástica argentina en el siglo XIX es un libro que se propone oponer, en última instancia, un canon frente a otro. Moviéndonos del imperio realista, que ha concentrado sus tintas en la manera en que leemos no sólo el siglo XIX, sino toda la literatura nacional, ya no tendríamos que encontrar las claves de la lectura del “genio argentino” en la gauchesca, como forma de representación del ser nacional (Rojas y Lugones mediante); ni en los ensayos que buscan resolver enigmas impuestos por los propios autores (todo Sarmiento, no sólo Facundo entra en la lista); ni en el ciclo realista de finales del período (con el siempre difícil de clasificar Cambaceres) sino en Viaje maravilloso del señor Nic Nac (1875) u Horacio Kalibang o Los autómatas (1878), ambos de Eduardo L. Holmberg. O, continua Abraham, en otros “insólitos” autores como “Casimiro Prieto Valdés, autor de Las mujeres en el año 1900 (1878), donde imagina una Argentina futura donde se han invertido los roles y las mujeres trabajan, votan y tienen duelos entre ellas a punta de espada, mientras que los hombres han asumido las tareas femeninas. O Justo López de Gomara, autor de Locuras humanas (1886), un volumen de cuentos donde se especula sobre la vida artificial, la habitabilidad de los mundos microscópicos, o sobre cabezas mantenidas con vida estando separadas del cuerpo”.
“Borges desconocía el fantástico argentino temprano. Sus principales influencias son extranjeras”, cierra el diálogo Abraham, en algún sentido, tendiendo el puente entre lo que el siglo XX dejaría como literatura, resumido en ese prólogo que mencionamos al comienzo, y lo que creemos que se leía (y releía) en el siglo XIX. “El único caso nacional que influyó en su obra fue Las fuerzas extrañas (1906) de Leopoldo Lugones, que ya es del siglo XX. La existencia de una gran producción tanto en el siglo XIX como en el siglo XX prueba que la Argentina fue una tierra predestinada para el fantástico, debido a la variedad de caminos que abre a la imaginación, a su libertad expresiva, a su riqueza temática y a su potencial subversivo. En ese sentido, Holmberg, Gorriti, Candelón, Torres y Quiroga, Ezcurra, Sioen, Alcántara, Domínguez y tantos otros no deben ser encasillados con el rótulo de subliteratura o de literatura marginal. Son los primeros pasos de un género que en el siglo XX tendría un enorme peso en nuestras letras, hasta el punto de convertirse en el centro del canon, y que llegaría a los esplendores de Lugones, Cortázar, Bioy Casares y, por supuesto, el propio Borges”.
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