Con Mi nombre es Jamaica, el escritor granadino José Manuel Fajardo culmina una trilogía sobre la transculturación y las identidades más profundas de los seres humanos, aquellas que hacen a la inserción en las tradiciones y también a la genealogía familiar. Una novela erudita y compleja, que no abandona el terreno del debate y tampoco el alegato.
› Por María Rosa Lojo
La voz de los vencidos como un torrente de agua subterránea que atraviesa la Historia recorre las novelas del periodista y novelista granadino José Manuel Fajardo. Sin duda, lo hace en la trilogía El converso y Carta del fin del mundo, que se cierra, ahora, con Mi nombre es Jamaica (Premio Alberto Benveniste 2011). Aunque forma parte de la llamada “trilogía sefaradí”, cabe aclarar que no habla solo de este colectivo etnocultural. Por el contrario, el judeo español (y el judío en general) se vuelven en ella una metáfora de todas las víctimas. También, de los vencidos y las víctimas de hoy. Un niño palestino asesinado por el ejército israelí es, en ese sentido, otro judío; incluso lo son, desde la marginalidad del excluido, los jóvenes árabes que incendian coches en los arrabales de Europa. Al menos, esa es la opinión del conflictuado héroe: el historiador Santiago Boroní, viejo amigo (y luego amante) de su colega Dana Serfati, francesa de origen sefardí, con la que mantiene una tensa relación de fraternidad, pasión y debate intelectual, que logra sostener con eficacia la unidad del relato. “Pero tú hablas de los judíos como si fuéramos una metáfora y no lo somos”, apunta Serfati, “somos personas de carne y hueso, muchas veces víctimas del odio, pero también capaces de odiar y de oprimir a otros seres humanos”.
El juego entre lo real y lo metafórico es por cierto uno de los logros de esta novela experta en paradojas, donde los contrarios se tocan y los tiempos y las culturas en apariencia más alejados dialogan dramáticamente entre sí. ¿Quién es en verdad Santiago Boroní? ¿Un iluminado, o un loco que cree ser la reencarnación de “Jamaica”, extraño personaje que tal vez ha entrado en su delirio a partir de un manuscrito casi secreto del siglo XVII? La muerte del único hijo varón (símbolo cargado de resonancias, si lo hay) en un accidente trágico, precipita al erudito español en una fractura psicológica. Y por esa grieta se cuela (borgeanamente) la revelación que le asigna otra identidad, en otro tiempo.
Pero a la vez, ese presunto extravío nos dirige al corazón del presente. Las identidades visibles esconden criptoidentidades. Los perseguidos han tenido que metamorfosearse para sobrevivir. Son como los trozos de un gran cuerpo disperso en la humanidad, lo mismo que el cuerpo de Ahmed, el niño palestino, cuyos órganos, donados por su familia, siguen viviendo en sus receptores. O como en el mito del Inkarrí, los miembros del “último Inca, ajusticiado y despedazado por los españoles, cuyo renacimiento corporal marcaría el retorno de la civilización vencida”. Desde que se transfigura súbitamente en “Jamaica”, durante un rezo en Safed, en la sinagoga del cabalista Isaac Luria, Santiago Boroní no dejará de rastrear las huellas de la Verdad (Emet) oculta en su propia vida y en la historia humana.
Todo se conecta con todo en esta novela y así los judíos conversos españoles aparecen entrelazados con el pueblo inca y sus descendientes mestizos en la Relación de la Guerra del Bagua, un manuscrito que Dana ha investigado años atrás y que podría ser la fuente de la nueva (o vieja) personalidad de Boroní (Quijote acaso trastornado por la saturación de literatura histórica), aunque éste repetidamente afirme desconocerlo. En tal relato, Diego Atauchi narra la resistencia de los indígenas acuartelados en la selva, el encuentro con su padre, Domingo Mendieta (un converso vergonzante de quien recibe una mezuzá), y, finalmente, la aparición del misterioso “Jamaica”. No un héroe sino un sobreviviente. O más bien, un héroe de la supervivencia.
Tripulante de un galeón, ha sido capturado y esclavizado por los portugueses, hasta que logra fugarse y adentrarse a su vez en la espesura de la Amazonia. Este antiguo esclavo con la lengua amputada, transculturado por un tiempo como indio aracá, es quien termina convirtiéndose en el líder de la guerra del Bagua contra los conquistadores. Mediante la escritura, Jamaica, que ha nacido en Ceilán, llega a contar su extraordinaria vida (no inverosímil si se la compara con figuras como la de Alvar Núñez Cabeza de Vaca). Peregrino del mundo, tránsfuga de las culturas, “Ulises apátrida”, Jamaica (que ha recibido casualmente este apodo de un marino inglés), es la negación misma de la identidad como enclave racial y/o nacional/nacionalista. Antes bien, encarna la defensa de lo identitario como proceso autoconstructivo y la reivindicación, ante todo, de la vida humana como ejercicio supremo de la libertad. Cuando Santiago Boroní se autoproclama como “Jamaica”, no lo hace, pues, en nombre de una raza o un pueblo o una cultura determinados, sino desde el derecho de todos a ser lo que se es y lo que se elige ser, desde la voluntad de cortar la interminable cadena de víctimas y chivos expiatorios de la Historia.
Mi nombre es Jamaica resulta una novela viajera y erudita, una gran aventura por el tiempo y el espacio, los libros y los infolios, los históricos y también los felices apócrifos (como la Relación de la Guerra del Bagua, pieza literaria central). Tiene mucho de debate y alegato, encarnado en situaciones extremas y personajes de intensa vitalidad. Instalada en el símbolo, sabe apelar a la razón de la locura y restaurar los hilos individuales y colectivos de la filiación universal.
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