FRANCISCO MOULIA
A pesar pero también a partir de su título, la novela de Francisco Moulia se relaciona de manera ficcional y desaforada con las búsquedas de la autoayuda y los caminos de la superación personal.
› Por Andrés Tejada Gómez
Un lector desprevenido tal vez pueda trastabillar en un atisbo de confusión ante el texto de Francisco Moulia, en principio debido a la elección del título de su reciente novela. Podríamos afirmar que es una treta lúdica –que se debe leer con distancia irónica– que parece hundirse en las resonancias del poblado universo de los libros de autoayuda. Adjuntar el texto de Moulia en un anaquel en compañía de El camino total de Salvador Benesdra –con un esquema argumentativo denso–, o con los manuales de budismo zen esbozados por Suzuki o Watts, que pululan en el mercado de usados, o con La montaña de los siete círculos de Thomas Merton, es desmoronarse en un desacierto hiperbólico. Una pifiada mayúscula que podría ser tomada como síntoma de desdén o facilismo ramplón. El colmo del dislate, o la irresponsabilidad, sería establecer improbables series con los bestseller del género mencionado. Por el contrario, el texto respira en una estirpe que con malicia recurre a diagramar trampas. Pretender un paliativo para el desasosiego o la depresión en Tácticas de superación personal sería un equívoco como considerar a La literatura nazi en América de Roberto Bolaño, un estudio crítico sobre poetas y narradores, incondicionales al Tercer Reich.
El libro de Moulia asume desde el arranque la estructura de un diario íntimo o, mejor dicho, de una desconcertante experiencia de escritura que busca sobrellevar la impuesta soledad del narrador, en un pueblo de las sierras de córdoba, tras haber ayudado –bajo el signo del amor y la misericordia– a su bisabuela –la Bisa– a poner punto final al calvario de soportar una enfermedad que le provoca un suplicio aberrante. Un total de 89 días son expuestos con una minuciosa y sorprendente trama de giros inesperados. El primer capítulo se expande con la potencia de un choque a alta velocidad en una autopista desenfrenada, ya que el narrador arroja a la Bisa al vacío desde un séptimo piso, aduciendo que su acto se funda en la brutal bondad de un cariño que escapa a la comprensión morosa del resto de los mortales. A partir de ahí el narrador se ocupará de tomar nota de sus insólitos e insolentes días en un pueblo que, en principio, se desayuna con la certeza de que lo apacible es una polaroid borrosa pero evidente, de un escenario cruel por repetitivo. Sin embargo, poco a poco, irán surgiendo enigmas, hechos delirantes, planes secretos, cruces inconcebibles e historias que tendrán como base el desconcierto, la venganza y la redención.
A través de un relato que apuesta por una primera persona desafectada, donde el narrador va exponiendo el rumbo descarrilado que ha tomado su existencia. Descubrimos avatares incorrectos que se narran con un estilo minimalista, munido de una atinada dosis de sarcasmo que se combinan con capas de humor ácido. Durante tres meses de invierno, José se quedará a vivir en la casa de su tía Luisa –que no es su tía aunque así sea la costumbre de evocarla–, donde cuidará de una perra –la Cuca– y establecerá un vínculo excéntrico con el señor Iván, su vecino, que se cruza hasta su terreno para golpear un nogal aduciendo que su intención es derrumbarlo a puñetazos. Ese encuentro fortuito será una veloz máquina de derrochar intrigas absurdas que nos cautivan. Receloso y austero, silencioso y moroso, como la oculta sombra de un depresivo, el señor Iván despierta en José la atolondrada figura de la curiosidad. José descubrirá que su vecino también redacta un diario, donde lo expuesto se forja en los bordes de lo inverosímil. Un experimento científico que persigue la intención de conquistar el inexplicable don de la inmortalidad. En el texto del señor Iván hay detalles pormenorizados de las pruebas con su hermanaamante y con él mismo, para abrazar su meta. José no le brinda credibilidad al relato mientras tolera empecinado el sinsentido de sus días que se dilapidan, leyendo el único libro que hay en la casa: Ser uno. Una ensalada de banales consejos geniales que conforman un texto de autoayuda desbordado. Cada tanto una cita extraída de las instrucciones que apuesta a mermar la desazón, funciona como una preciosa piedra de engaños, que nos guiña un ojo con picardía: “Todos somos buenos comenzando cosas”, tal como le sucede al narrador, reiniciando su vida. O: “De certezas no se compone la vida”, que bien podría ser el lema de José, el señor Iván y el resto de los personajes de esta novela que se lee de un tirón sofocante.
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