TOMáS DOWNEY
En los cuentos de Acá el tiempo es otra cosa (primer premio del Fondo Nacional de las Artes en 2013), Tomás Downey se mueve con sobriedad y precisión entre lo sobrenatural y lo fantástico, al borde casi del terror y la magia, pero logrando que hasta las cosas reales queden teñidas de extrañeza.
› Por Federico Reggiani
Un caballo que crece en una maceta o una madre que se convierte en polvo al morir pueden ser tan perturbadores y extraños como la novia sensual de un hermano, el accidentado nacimiento de un amor entre escritores o las preocupaciones maternas por el rendimiento escolar. Ese es el efecto conjunto que producen los dieciocho cuentos reunidos en Acá el tiempo es otra cosa, el libro con que Tomás Downey ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes en 2013.
La pertenencia de un texto a un género es en buena medida un efecto de vecindad. Los equívocos, quizás beneficiosos, que hicieron de Mario Levrero –la mención no es casual al hablar de este libro– un autor de ciencia ficción, surgieron de las estrategias de su dedicado editor, que lo incorporó un poco a la fuerza a revistas y colecciones en que también circulaban extraterrestres y naves espaciales. Del mismo modo, esta colección invita a pensar que estamos leyendo cuentos fantásticos por más que lo sobrenatural o la insinuación de lo sobrenatural no aparezcan en buena parte del libro. Mariana Enriquez, que fue jurado en el premio, junto con José María Brindisi y Guillermo Saccomanno, propone en la nota de contratapa el “cuento raro”: “una especie inquietante que esconde una vaga amenaza, que deja al lector entre el asombro y la molestia”. La caracterización es justa: éste es uno de esos libros que dejan al cerrarlos una sensación incómoda, no importa si producida por lo extraño o por lo cotidiano.
Así, resulta tan inquietante la nube de humedad y moho del primer relato (“La nube”) o el terrible niño autista que parece convocar al Mal (“Los ojos de Miguel”) como las aparentemente amables y sexies parejas de “La quinta” o la indiferencia sexual del viajero sordomudo en “Mirko”. Los cuentos fantásticos contaminan a los cuentos que podríamos llamar, con la multiplicación de comillas que se acostumbra, “realistas”. Del mismo modo, la falta de sorpresa de los personajes y del narrador ante la irrupción de los elementos fantásticos hace que todo quede en el mismo plano: los cuentos construyen con habilidad la sensación de que cualquier normalidad es un poco aterradora. “Lo primero que me surge escribir es que lo que me pasa es increíble. Pero en seguida tengo que parar, porque sospecho de todo”, dice el personaje de “Astronauta”.
Downey escribe con una prosa clara, casi sin metáforas, sin figuras, con frases cortas y muchas veces en presente, preocupado por desarrollar situaciones con exactitud: ofrece imágenes vívidas con extrema precisión pero casi no hay pistas sobre las motivaciones de los personajes, que parecen actuar como movidos por un impulso misterioso. Así, hasta los actos más sencillos dejan una sensación entre mágica y terrorífica. Es probable que se trate de una herencia conductista de la formación como guionista del autor, que es egresado de la escuela del Incaa, tanto como del pudor a veces excesivo que recorre buena parte de la literatura argentina actual. Otra característica es el borramiento casi total de marcas locales tanto en la escritura, que podría parecer una fluida traducción del inglés, como en la posición social, económica o incluso geográfica de los personajes. Hay excepciones: un eficaz melodrama que sucede en Lobos y una historia de fantasmas que aprovecha el espacio de las ya de por sí fantasmales islas del Tigre. Quizá no sea casual que se trate de dos de los mejores relatos del libro.
Los elementos fantásticos acompañan –sin caer jamás, demos gracias, en la alegoría– a las angustias de las relaciones personales. Un caballo nacido en una maceta morirá junto con el amor del protagonista, un padre separado vive el horror de perder a su hija en un salto en trampolín, los hijos enfermos enferman a sus padres, un hombre que flota se va de su casa. Es que Acá el tiempo es otra cosa es en buena medida un libro sobre la familia. Ese borramiento de lo local y lo social a que hacía referencia antes está relacionado con eso: la familia sigue siendo un centro para el pensamiento de Occidente, sin importar demasiado el lugar en que desarrolla sus dramas privados, y basta para comprobarlo un recorrido por las películas y las series anglosajonas que suelen influir en los escritores mucho más que la historia de la Literatura. El libro de Tomás Downey está recorrido de manera sistemática por padres, madres, hermanos y parejas que se buscan y se repelen: las familias suelen ser como un sistema solar en que cada objeto gira en relación con los demás, sin poder acercarse ni escapar nunca pero, y aquí se termina la comparación cósmica, siempre al borde de la destrucción.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux