Dom 21.02.2016
libros

JUAN GABRIEL VáSQUEZ

LOS CONSPIRADORES

En su nueva novela, el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez aborda hechos de la historia reciente de su país para desplegar una trama compleja y rica en conspiraciones posibles, hipotéticas e imposibles. En La forma de las ruinas se conectan los asesinatos del líder político Jorge Eliécer Gaitán en 1948, lo que encendería la chispa del Bogotazo, el del senador Rafael Uribe Uribe y hasta el de John F. Kennedy. En esta entrevista Vásquez reflexiona sobre las relaciones entre historia, política y literatura, cuenta por qué abjuró de sus dos primeros libros y explica por qué se involucró como personaje en esta nueva novela.

› Por Juan Pablo Bertazza

De un tiempo a esta parte prolifera una modalidad que hace converger la historia, la política y la memoria personal, una especie de nudo que sujeta con precisión lo público y lo privado. Esa modalidad, cada vez más frecuente, tiene que ver con formularle a alguien la pregunta dónde se encontraba, haciendo qué cosa, durante aquellos acontecimientos en los que es posible percibir la marcha –o la paralización– de la historia: ¿dónde estabas y haciendo qué, cuando cayeron las Torres Gemelas? ¿dónde estabas y haciendo qué cosa cuando hicieron volar la AMIA? ¿dónde estabas y haciendo qué cosa cuando en solo una semana desfilaron cinco presidentes? Aunque Juan Gabriel Vásquez –uno de los últimos escritores colombianos consagrados–, nació en 1973, con el correr de los años se fue forjando un vínculo personal con el acontecimiento bisagra que dividió en dos la historia de su país: a las 13.05 del viernes 9 de abril de 1948, en pleno centro de Bogotá, Jorge Eliécer Gaitán, a la sazón el más firme candidato a la presidencia de Colombia por el partido Liberal, recibió tres impactos de bala (dos en la cabeza y uno en el pecho) que, dos horas después, terminarían con su vida. Así empezaba el bogotazo, nombre atractivo pero insuficiente, que pretendió limitar una reacción que, en realidad, trascendió las fronteras de la capital. Según los testigos, el autor material del magnicidio fue Juan Roa Sierra, quien murió linchado rápidamente por la muchedumbre enfurecida, lo que en gran medida no dejó muchos indicios para investigar los móviles de su asesinato así como de la autoría intelectual. La ruleta de los sospechosos parecía no tener fin y oscilaba entre el propio gobierno, la CIA, los comunistas y los conservadores, todos podían tener algo que ver con el hecho. Lo cierto es que la furia de los sectores más pobres de la ciudad, que veían en Gaitán la gran esperanza de reducir la enorme brecha de la desigualdad económica y la posibilidad de una Reforma Agraria justa, se hizo sentir en cada uno de los rincones de la ciudad que terminó destrozada por los durísimos cruces entre liberales y conservadores, a tal punto que, tras varias jornadas de agitación, perdieron la vida más de tres mil personas ya que los órganos represivos del Estado y algunos sectores de la iglesia católica no dudaron en salir a masacrar para reprimir. Pero como si todo eso fuera poco, el hecho escondía otras características de resonancias que no podían ser dejadas de lado: al momento del ataque, Gaitán salía de su oficina con el objetivo de encontrarse con un joven estudiante de Derecho proveniente de Cuba, llamado Fidel Castro, a quien le iba a dar una entrevista en el marco del Congreso de las Juventudes Latinoamericanas. Con este hecho histórico se abría en Colombia la era del terrorismo de estado y la hegemonía de la influencia estadounidense en el país.

“La forma de las ruinas nació de varias vivencias, pero en particular de una: el día en que, por una serie de azares que se cuentan en la novela, tuve en mis manos una vértebra de Gaitán y una parte del cráneo de Rafael Uribe Uribe. Desde el principio, me pareció que la potencia de ese momento era tanta que inventarme a un narrador ficticio la hubiera malversado. Así decidí permitir que entraran mi nombre y mi biografía para contar la historia. Pero éste es el punto de partida para ir a esos lugares adonde sólo las novelas pueden ir, para hacer todo lo que sólo una novela puede hacer. La utilización casi exhibicionista de mis vivencias y mis preocupaciones es una herramienta para ir a otra parte”, sugiere desde su casa en Bogotá el propio Juan Gabriel Vásquez. Y esa otra parte a la que alude también puede ser entendida de manera literal: en enero viajó a España a presentar la que ya se transformó en su quinta novela, y que en marzo lo llevará a México y en abril a Perú ya que la novela está nominada, además, al premio bienal Mario Vargas Llosa.

LAS TEORIAS SALVAJES

La forma de las ruinas empieza a andar con una detención, la que sufre un tal Carlos Carballo cuando intenta robar el traje que llevaba Gaitán el día de su muerte. Sin embargo, el verdadero motor de la novela serán las razones por las que Carballo intenta efectuar ese insólito robo, una obsesión que conecta de manera sutil y subterránea los crímenes de Gaitán y, mucho antes, el 15 de octubre de 1914, también en Bogotá, el del senador liberal Rafael Uribe Uribe con el de John F. Kennedy. Y la forma que toma esa obsesión es la de lo que se conoce con el nombre de teoría conspirativa: “Según esa teoría Juan Roa Sierra no actuó solo el 9 de abril: lo acompañaba otro hombre, responsable de otros disparos y de una de las balas asesinas. Durante los años cincuenta, la teoría del segundo tirador fue ganando fuerza, en buena parte por un hecho incontrovertible: una de las balas que mataron a Gaitán no había aparecido en el curso de la autopsia”.

Preguntas sin respuesta, incógnitas nunca evacuadas que toman forma de sofisticadas maquinarias de relación y análisis, de eso está hecho este libro en el que cada uno de los crímenes mencionados parece tener un paralelismo con los tres grandes protagonistas de la novela: el gran conspiracionista que no es otro que Carlos Carballo, el doctor Francisco Benavides que conserva en su estudio una vértebra de Gaitán y la parte superior del cráneo del general Rafael Uribe Uribe y el propio autor que aparece como personaje lateral pero indispensable de la novela. A ese triángulo se le suma, en realidad, Marco Tulio Anzola, joven abogado bogotano que, a pedido de un pariente de Uribe Uribe, escribe el libro ¿Quiénes son? en el que realiza una pesquisa particular sobre el crimen, que tendrá tantos adeptos como detractores, llegando al asombroso resultado de que los asesinos no actuaron solos, sino que fueron las marionetas de una conspiración urdida por el jefe de la Policía, entre otros defensores del orden conservador. En la novela, de hecho, se describe a esas personalidades que no parecen conformarse con lo que ven y con lo que escuchan y tratan de ir haciendo pie entre los enigmas para llegar a alguna clase de revelación: “los podemos llamar locos, paranoicos, desocupados, lo que usted quiera. Pero esa gente le dedica toda su vida a buscar la verdad sobre algo importante. Puede que lo hagan por los medios equivocados. Puede que su pasión los lleve a cometer excesos y a convencerse de sandeces. Pero están haciendo algo que ni usted ni yo podemos hacer. Sí, pueden ser incómodos, pueden dañar reuniones con sus salidas de tono o sus opiniones políticamente incorrectas. Pueden ser torpes en sociedad, meter la pata cada dos por tres, ser impertinentes o incluso insultantes. Pero nos prestan un servicio, me parece a mí, porque permanecen vigilantes”, se lee en la novela.

“Yo los veo, los identifico y los aprovecho. Carballo y Marco Tulio Anzola son dos caras de lo mismo: gente inconforme y obsesiva, convencida de que la realidad es un misterio. A mí esa gente me gusta”, concluye ahora el propio Juan Gabriel Vásquez.

En sus más de quinientas páginas en las que hay espacio para casos judiciales, referencias a Cervantes y el surgimiento de la novela moderna, La forma de las ruinas recupera además algunos comentarios realizados por Gabriel García Márquez sobre esos grandes enigmas del país pero también algunas reflexiones que parecen decirlo todo, como la de Yeats: “Cuando tenemos una disputa con los otros, hacemos retórica; cuando tenemos una disputa con nosotros mismos, hacemos poesía”.

Podría pensarse toda la novela como una especie de poética de las teorías conspirativas: ¿te atraen más por su poder literario o por su capacidad de ver una perspectiva de los hechos ignorada?

–Una teoría conspirativa es un mecanismo de defensa. Cuando los seres humanos sabemos o intuimos que nuestra historia es mentirosa, está falseada, ha sido distorsionada o manipulada o está incompleta, inventamos versiones que puedan tranquilizar nuestro miedo al vacío. No podemos vivir con mentiras o verdades incompletas sobre lo que nos ha marcado. A mí, las teorías conspirativas me han interesado siempre porque pienso que un novelista, en el fondo, es un conspiranoide que no se cree lo que dice. O bien: un conspiranoide es un novelista que se cree su versión.

Hablando de teorías conspirativas hay algo en tu carrera que puede despertar más de una, el hecho de que nunca hayas reconocido como propias las dos novelas publicadas a los 23 y 25 años respectivamente, como si pidiera el derecho al olvido. ¿Les concedés, al menos, alguna relevancia en lo que sería el posterior desarrollo de tu literatura?

–Por supuesto que sí. Aprendí mucho de ellas, como aprenden los actores de teatro en los ensayos. Lo que sucede es que ningún director muestra los ensayos. Persona y Alina suplicante son libros defectuosos, pero en ellos hay algo de valor: un joven que aprende a leer a sus maestros y que, sobre todo, tiene algo que sólo puedo llamar pasión.

En La forma de las ruinas, se cuenta la anécdota de cuando salvaste tu vida de una bomba puesta por el cartel de Medellín en 1993, y también se repite mucho la idea de que para comprender la conducta de alguien hay que indagar cómo era el mundo a sus veinte años. ¿Considerás que esa experiencia límite fue fundamental para dar nacimiento a esa pasión, es decir, para convertirse en escritor?

–Esa frase no es mía, sino de Napoleón. No creo que esa bomba de la que me salvé por segundos me haya convertido en novelista, no. Pero sí creo que todo lo vivido ese año de 1993 tiene mucho que ver con mis obsesiones y mis demonios: con las cosas sobre las cuales escribo. Fue un año de recrudecimiento del narcoterrorismo, y nos marcó a todos. De ese año, igual que de otras memorias dispersas, salió El ruido de las cosas al caer.

UN PAIS EN OBRAS

La forma de las ruinas esconde un oxímoron que puede pasar desapercibido a simple vista: en realidad los escombros, los restos, suelen estar mucho más asociados a lo informe, a lo que ya no se puede contabilizar ni medir ni mensurar porque ya no queda más en pie. A su vez esas ruinas que hacen referencia a un país en un contexto determinado parecen condicionar cada una de las vidas que habitan en él. Volvemos a escuchar lo que tiene para decir al respecto el personaje del doctor Benavides: “El sentimiento de humillación, el resentimiento, la insatisfacción sexual, el complejo de inferioridad: ahí tiene los motores de la historia, mi querido paciente. Ahora mismo alguien está tomando una decisión que nos afecta a usted y a mí, y la está tomando por razones como éstas: para joder a un enemigo, para vengarse de una afrenta, para impresionar a una mujer y acostarse con ella. Así funciona el mundo”. Ese cruel determinismo parece vincularse con otra de las grandes teorías que aparecen cerca del final del libro, acerca de la marcha de la historia: “Hay dos maneras de ver o contemplar eso que llamamos historia: una es la visión accidental, para la cual la historia es el producto azaroso de una infinita cadena de actos irracionales, contingencias imprevisibles y hechos aleatorios; y la otra es la visión conspirativa, un escenario de sombras y manos invisibles y ojos que espían y voces que susurran en las esquinas, un teatro en el cual todo ocurre por una razón, los accidentes no existen y mucho menos las coincidencias”.

¿Con cuál de las dos ideas estás más de acuerdo?

–La historia se mueve por medio de pasiones. ¿Alguien piensa todavía que la historia y la política responden a la razón? Si algo mostraron Shakespeare o Corneille es que las decisiones que dan forma a nuestras vidas, incluso las más altas, son producto de ambiciones terrenales y de los apetitos más humanos. El resto es retórica.

En los últimos años, varios referentes de la literatura colombiana como Jorge Franco con El mundo de afuera o Héctor Abad Faciolince con La oculta, toman ciertas cuestiones de la historia del país para reelaborarlas de forma original y a veces personal, ¿no te da la impresión que Colombia guarda más secretos que cualquier otro país?

–A veces me da esa impresión, pero sé que es equivocada. Todo país tiene su proverbial armario lleno de esqueletos. Sí sé que alguna literatura colombiana anda maravillosamente empeñada en sacar esos esqueletos a la luz, y además en controvertir o por lo menos enriquecer las versiones interesadas o amnésicas de nuestro pasado. Es una de las cosas bellas que puede hacer la ficción.

La experiencia de haber vivido en varias ciudades de Europa ¿te posibilitó conocer o entender más de Colombia, como quien necesita alejarse un poco para mirar mejor?

–Bueno, yo salí de Colombia muy joven, tenía 23 años y no entendía nada de mi país. De manera que no fue una cuestión de entender más, sino de comenzar a entender. Y no estoy seguro de que la distancia me lo haya permitido, pero sí me permitió darme cuenta de que no entender a Colombia no era un obstáculo: era la mejor razón para escribir sobre Colombia. Las novelas para mí son investigaciones, averiguaciones, preguntas complejas, viajes a lugares penumbrosos donde ocurren cosas innombrables. La novela es la nave que vuelve de esos lugares para nombrarlas.

La forma de la ruinas termina con una frase poco alentadora: “Esa ciudad que comenzaba del otro lado de la ventana y que puede ser tan cruel en este país enfermo de odio, esa ciudad y ese país cuyo pasado heredarán mis hijas como lo he heredado yo”. ¿Qué semejanzas y diferencias estimás que puede haber entre esos dos países?

La forma de las ruinas. Juan Gabriel Vásquez Alfaguara 547 páginas

–No tengo mucha madera de profeta, y más bien los profetas me causan desconfianza. Pero no está prohibido pensar con el deseo. Y si tengo alguna razón para escribir columnas de opinión, para participar en foros y en debates públicos, es defender ciertas posiciones políticas o morales que sean las de una sociedad más vivible que la que tenemos ahora. Más libre, donde se sufra menos. Desde luego, casi cualquier país es mejor que el país de mis veinte años. El país de hoy es infinitamente mejor, con todos los problemas que tiene.

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