La obra de Fleur Jaeggy se encuentra ahora íntegramente traducida al castellano y sus libros empiezan a ser conocidos en la Argentina, pero esta escritora nacida en Suiza, que se fue a vivir a Roma y escribió en lengua italiana, lleva ya un largo recorrido. Esposa del escritor Norberto Calasso y amiga de Ingeborg Bachmann, Jaeggy mantuvo siempre un bajo perfil y cultivó un estilo distante, una poética fría que busca horadar un universo enigmático de aristocracia y oscura femineidad.
› Por Guillermo Saccomanno
“La mirada oblicua, ligeramente malvada”, escribe Fleur Jaeggy sobre una joven enigmática, como es ella misma de misteriosa, sobre una de sus personajes. Vale la pena, después de esta descripción, volver a detenerse en la foto de la escritora que acompaña casi todos sus libros, una foto del 68, cuando empezó a publicar. Por qué no pensar que Jaeggy habla de sí misma, que las nenas, adolescentes, muchachas, mujeres y madres de sus relatos pueden ser variaciones de sí misma (y no tanto) y que ese retrato en blanco y negro, de traje oscuro, expresa más de la “joven formal” de lo que insinúa la sonrisa que trasunta picardía. Lo menos, picardía. Su look recatado no tiene nada que ver con la expresión entre irónica y cómplice. Sin duda, su foto es magnética cuando se tiene un libro suyo entre manos. Aunque los textos, una vez publicados, adquieran autonomía y ya no importe la imagen autoral porque será la escritura la que se hará cargo de su identidad, acá, en esa foto, pareciera haber una clave para comprenderla.
Muchos autores se esfuerzan en posar, mostrarse ante el lector, conquistarlo con la parada. La foto de solapa ya es un lugar común y pocos se resisten a plantarse no como son sino como se imaginan o, mejor dicho, quieren ser vistos. El caso de Fleur Jaeggy parece distinto. En ella, una vez leída, es natural esa mirada. Y aunque años más tarde pueda cambiar la foto y, ya madura, en otro libro, otra foto, otra vez de traje, tal vez a los cuarenta o habiéndolos pasado, con un cigarrillo, pitando, aunque los ojos muestren unas ojeras suaves, no dejan de transmitir esa astucia tan suya. Si me detengo en estas fotos (hay más en internet, actualizadas, grabaciones, ahora con más de setenta años, y con un encanto incólume), la imagen, si cuenta, es porque el glamour tiene mucho que ver con su universo. Pero no es el mismo de una Vogue. Sus féminas saben distinguir Givenchy de Patou, suelen ser de clase alta, pero Jaeggy, quien las observa, las conoce y sabe lo que hay tras esa apariencia sofisticada, la “distancia milimétrica entre la desesperación y la sofisticación”. Por qué no: un glamour perver. Arriesgo, la suya es, ni más ni menos, una escritura de clase. Pero desgarrada. “Como si el dolor estuviera hecho de paciencia, cordura, afirmación de lo irremediable”, escribe.
Pero, ¿qué es el dolor para Jaeggy?, hay que preguntarse. No está muy lejos Marguerite Duras, cuando en su memoria El dolor, asume el yo de la resistente que tortura a golpes a un colaboracionista y declara: “Therese soy yo”. El dolor de Jaeggy, menos explícito en lo político, si bien elíptico, tiene parentesco subterráneo con la actitud romántica de la Ingeborg Bachmann que escribe “sin nada de delikatessen” y asume una escritura en llamas subordinándose a un mandato flaubertiano. Jaeggy conoció a Bachmann en Roma en los 60/70. Jaeggy ya estaba con su compañero de toda la vida, el escritor Roberto Calasso, también editor del cuidado sello Adelphi, donde ha publicado toda su obra. Con Calasso y Bachmann estaba también el iracundo y enfermo Thomas Bernhard, que contaría chistes toda una noche. Surgió una amistad honda entre las mujeres. “Escribir sin riesgo es como sacar un seguro con una literatura que no paga”, pensaba Bachmann arrastrando su amor desgraciado por Paul Celan, quien acabaría ahogándose en el Sena. Sobrevivir al nazismo y su costo. Existencial. En Jaeggy, la prueba de la experiencia del nazismo (prueba porque los textos prueban) está en dos de sus relatos: en ambos, una crítica ácida al Auschwitz actual como parque temático y sus visitantes. Un ejemplo, “Nombres”, ese cuento de la ciega en el lager turístico. Jaeggy recuerda a Bachmann en otro relato: “¿No quieres que vayamos a vivir juntas cuando seamos viejas? Yo insistía. Entonces Ingeborg (creo que para complacerme) asentía. Pero lo hacía como si no previera un futuro. Yo no hablaba de vejez como futuro, más bien como de una premonición, un temor...” Bachmann moriría en Roma, en un hotel, quemada después de haberse dormido borracha con un Gitane prendido. El dolor en Jaeggy, un yo siempre manifiesto: a menudo, tercera persona. El yo, indecible. Y sin embargo, lo único que se puede decir al decir otro.
Algo a tener en cuenta: las jóvenes de Jaeggy hacen una iniciación concentracionaria. Y se recortan a través de los institutos educativos de clase alta que atraviesan. El paradigma puede encontrarse en Los hermosos años del castigo, la novela más compacta de Jaeggy. Y habría que ponerse a pensar qué significa la belleza en estos términos de encierro y disciplinamiento donde deben pensarse Novalis y Brönte: “Hemos imaginado el mundo. ¿Qué otra cosa puede imaginarse si no es la propia muerte? El sonido de una campana y todo ha terminado”. Hay una historia entre dos pupilas, que podría ser lo relevante. Pero como siempre en Jaeggy, lo que se ve en superficie nunca es lo esencial. El encanto homoerótico, los momentos de erotismo contenido y de ternura agazapada no son sino espasmos del yo, el yo del sujeto romántico que, en Jaeggy, está también siempre insinuándose: la cita de Novalis no es casual y tampoco lo será la sombra de Lenz: la locura siempre está ahí nomás, y no está sola, la locura sale (o se sale de) con el suicidio: “Yo comprendía a esos niños que se arrojaban desde el último piso de un colegio para hacer algo fuera del orden. El orden era como las ideas, una propiedad, una posesión”. En ese ámbito, lo glacial, un rasgo que define la manera Jaeggy: “Habría podido escribir una novela de amor con sequedad de corazón, como una anciana que recordara. O una ciega”. Lo que, en un sentido, puede remitir a un escritor distante de su estética: Chejov. Una dama abrumaba al escritor enviándole sus melodramas. Cansado, Chejov le respondió en una carta: “Sus personajes sufren y usted llora con ellos. Si quiere conmover al lector, deje de llorar. Sea fría. Quien debe sufrir es el lector”.
Jaeggy es, en su estilo, gélida. Puede contar en pasado lo que viven sus personajes y, de pronto, corta a un tiempo presente brevísimo, un relampagueo apenas, que trae a primer plano el clímax y, sin pausa, retorna al pasado, o bien corta la acción con un detalle, cortando también el aliento. Quizás su método pueda explicarse mejor en “Negde” (“de ninguna parte”, en ruso), una estampa sutil en la que evoca a Brodsky caminando en la nieve de New York. Allí el poeta piensa en Robert Frost: “Palabras, paisaje, silencio”. Tal la ecuación de Frost que resume la metafísica de Jaeggy. Que también se concentra, como una esencia, en “Gato”, un cuento de fugacidad extrema que no es del todo un cuento sino más bien un arte poética: la forma en que un gato observa una mariposa sobre la que caerá finalmente, esa observación calculada, minuciosa, fría (subrayo lo frío de la actitud del cazador). Jaeggy lo focaliza en su literatura: escribir es apropiarse del otro. Copiar la caligrafía de la amada es dominar la amada. El escribir como la otra/el otro/ lo otro. Escribir. Y anota: “El melancólico hecho de desprenderse de un vínculo con la víctima. Es volverse hacia otra parte, pasar a otra cosa, manifestar el gesto del desapego, como un adiós. La divagación del tema, la evasión de una palabra, y a la vez la caza de las palabras, el deshacerse de ellas: son otras tantas maneras mentales del hecho de escribir. Hay quien escribe gracias a la delectatio morosa. Thomas de Quincey una vez señaló el “dark frenzy of horror”, el oscuro frenesí del horror. (Cabe acotar que Jaeggy es autora de un libro de ensayos, Biografías conjeturales, donde se concentra en De Quincey, John Keats y Marcel Schwob).
Las criaturas incendiadas por el deseo con las que le gusta jugar: hermanos insomnes, padres e hijas, gemelos, madres hieráticas, chicas espejo, las variaciones del deseo, un aura de calentura no dicha que es el sello de su inimitable estilo cortante. Si se quiere, y no es desatinado, la de Jaeggy, se deduce, es una percepción baudelaireana: una poética del mal. Y va contra la propiedad, la familia y el estado. No se trata de que puedan padecer de incomunicación, ser disfuncionales o cargar con alguna tara. Aunque todo eso incide, determina. No se trata sólo de la enfermedad que trauma. Se trata de que no hay otra posibilidad de ser de la familia, como lo denunciaba Ronald Laing, que siendo parte de una institución mafiosa. “Si en el mundo no hay justicia y el poder existe en el mundo, entonces el poder no es justo y por tanto se puede pensar como los que dicen que el poder es siempre malo”, dice Rachel, una de las niñas simétricas de El ángel de la guarda. Y alude a una familia que tomó la determinación del suicidio colectivo y quien fue el hacedor y espectador. Jane, su doble, le pide: “Por lo menos podrías contarnos cómo pensó en destruir toda su familia”. Se infiere, todos somos “futuras víctimas psiquiátricas”. Que las familias de Jaeggy sean acomodadas y pertenezcan a la alta burguesía, quizá legitimaría una escritura “como de clase alta” en la que el yo deviene una última reserva en “un mundo en ruinas”. Pero, a la vez, ese pertenecer a la clase alta, sin una injerencia del afuera, confiere a sus figuras una cierta teatralidad, las torna espectrales y “como” simbólicas a la vez. Tal como las noblezas shakespereanas. El afuera, por tanto, deviene en el lector un adentro. A las chicas sáficas (véase también “El temor del cielo”), como si fuera condición del amor, no les interesan los otros, Y si raramente un otro les llama la atención es porque encarna lo peor de uno. Cuidado, nos advierte Jaeggy sin decirlo: si uno piensa así, por carácter transitivo, no está loco sino en lo cierto. Un mundo de encerrados, en efecto. Una asociación: “Huis clos”, al modo Sartre. Y, atención, esta clase de soledad, la misma desesperación que sufren los seres de Bernhard, sitia también otras clases: los campesinos, los pequeñoburgueses, los pensionados. Desde aquí, para Jaeggy las palabras resultan “nervaduras”, son parte de un “lenguaje vegetal”. Y se pregunta: “¿Qué nombre tienen las cosas sin nombre? ¿Y qué son? Y, si tuvieran un nombre, serían reconocibles sólo por eso”.
Que su arte poética la protagonice un gato no es casual. Fleur Jaeggy ama, además de las arañas, los gatos. Y tiene un gato merodeando el teclado de la Remington con que escribe. Tal cual: Jaeggy escribe a máquina y siente que el gato merodeador siente lo que escriben sus teclas. También, en sus novelas, todas novelas cortas, a veces esqueletos narrativos, y sus cuentos, pura atmósfera, al leerla suele sorprender la irrupción de una referencia a Argentina y a Buenos Aires, lo que podría parecer un exotismo, una cita snob, en esta mujer refinada que se crió en colegios suizos en Zurich antes de afincarse en Roma. Pero no. Todavía, dice en una entrevista, conserva el pasaporte argentino de su madre. Tímida, reservada, esquiva los reportajes y apariciones públicas. Como excepción se mostró en Sicilia, al recibir el Premio Lampedusa. Allí participó con su música Franco Battiato, a quien Jaeggy le ofició de letrista bajo el seudónimo de Carlotta Wieck. Lectora de Melville, y en particular de Billy Budd y “Bartleby, el escribiente”, su obra supo recibir premios y consagraciones. Fue nominada libro del año por el Times Litterary Suplement. Recibió el Premio Bocaccio Europa, el Viareggio, el Vittorini, el Moravia, el Donna Cura. Susan Sontag dijo: “La admiro profundamente”. Enrique Vila Matas dijo que nunca había leído nada igual: “Como si tuviera bien aprendida la lección de Kafka, consigue muchas veces en una sola página, y a veces en una sola línea. Que se haga visible de golpe, a modo de repentina revelación, la estructura desnuda de la verdad”.
Una más. A propósito de Los hermosos años del castigo, Joseph Brodsky afirmó: “Duración de la lectura tres horas. Duración del recuerdo, y de la autora: el resto de la vida”.
Toda la obra de Fleur Jaeggy está ahora traducida a nuestro idioma. En Alpha Decay: El dedo en la boca, La estatua de agua y Biografías conjeturales. En Tusquets: El ángel de la guarda, Los hermosos años del castigo. El temor del cielo, Proleterka y El último de la estirpe.
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