Domingo, 10 de abril de 2016 | Hoy
EN FOCO > EDGARDO COZARINSKY
Dos libros de Edgardo Cozarinsky marcan su regreso a la ficción y el perfeccionamiento de su capacidad para la miscelánea, la pincelada reflexiva y al paso, la descripción de paisajes urbanos sumergidos y ásperos. La elegía por una temprana juventud donde anidaban tesoros, deserciones y promesas de futuro anuda ambos volúmenes: Dark, una inmersión en las aventuras nocturnas de los años 50, y Niño enterrado, fragmentos de un peregrinaje que no cesa.
Por Claudio Zeiger
Los que aman, odian. Así sentenciaron hace años, con ese pegoteo filoso apenas separado por la coma, Bioy y Silvina Ocampo, sin aclararnos si al revés las cosas funcionaban parecido o diferente. ¿Los que odian, aman? No es que la respuesta sea ni perentoria ni decisiva pero viene muy a cuento cuando uno se topa con la primera frase del primer texto de Niño enterrado. “Él odia al niño que fue”. Es evidente que no hay, no habría lugar aquí, para el amor. No es creíble que, en el fondo, “él” amara al niño que fue, ni al adolescente/ joven que fue y que empezará a tallar su novela de iniciación en el libro contiguo, Dark. Y sin embargo, en algún momento crucial de esta novela resonará un grito desgarrado, de furia y rabia (“¡Te quiero, pendejo!”) y quien al final del recorrido declara ese afecto, ese amor a los gritos, bien podría ser el doble, o uno de los dobles que rondan por estos libros como fantasmas inquietos del pasado. Quizás no estemos tan lejos de una reconciliación entre el niño que fue y los adultos que le siguieron aunque de lo único que estemos seguros es que los que aman, odian.
Dark y Niño enterrado son dos libros que acaban de aparecer casi en simultáneo, muy diferentes pero anudados por ese texto primero, “Elegía”, que después de confesar su odio, continúa diciendo: “Si yo pudiese enseñarle a sortear los obstáculos que le empañaron la vista, a preservarle la mirada ya sin miedo de bautizar lo que veía, de inventarle nombres que no fueran los que imponían los adultos, si pudiera decirle que la timidez corroe el alma y son la temeridad y la insolencia y el arrojo quienes pueden guiarlo en el camino que lo espera y sólo él podrá recorrer, y no es el que le han pautado, si pudiera pedirle que viva más allá de los años una infancia no domada, sin sumisión ni escondite. Si pudiera”.
La palabra “apostilla” define, si se quiere, el género de Niño enterrado. El armado del libro recuerda al de Vudú urbano, aquella rara avis irrepetible sin dudas pero que ha dejado ecos, en la obra de otros autores y en la del propio Cozarinsky. “Los textos no tienen el tono de los de Vudú urbano, es algo irrepetible treinta años después. Pero desde el principio quise jugar con el diálogo de lo leído y lo que escribo. Niño enterrado es un armado, una ‘conversación’ diría, entre algunos textos inéditos y otros publicados pero reescritos para esta ocasión, textos entre los cuales me pareció reconocer una unidad, como la imagen refractada en sus distintas facetas. Se armó lentamente, con muchas correcciones, textos desechados, otros incluidos tardíamente y mucha, mucha reescritura”, señala Cozarinsky.
El punto de partida es una trama de recuerdos e historias familiares en el juego de la ficción con la autoficción autobiográfica. Aclaramos el sentido de esta aseveración: juego no como pasatiempo sino como forma y elección narrativa en la que el lector debería descartar la intención o compulsión de separar los tantos. Así, “Rastros”, “Cenizas” o “Ciudades” no necesitan de la legitimación de uno u otro borde de ficción o de la “verdad” sino que precisamente deben ser entendidos y disfrutados en el exacto momento del cruce. Si no, los textos sufrirían una pérdida o un efecto de aplanamiento. Sí se puede señalar que precisamente son apostillas: de la ficción a la no ficción, del recuerdo a la memoria, del presente al pasado.
Ahora bien, al margen de estas consideraciones y de la relativa autonomía de los textos, hay en “Elegía” el esbozo de un programa que tiñe de algo irremediable a todo el libro. Ahí anida diluido, enmascarado y enigmático, el “programa” de la novela, de Dark: “Decide vivir los años que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer”.
La conjetura es que Dark viene a poner en situación algunos enunciados de esa elegía, aunque aceptando las consideraciones que hace Cozarinsky al respecto. “No hubo paralelismo en la redacción de los dos libros. Dark lo escribí muy rápido, casi febrilmente y después lo dejé un año guardado antes de reescribir, no mucho, algunas partes. Así como me hartan etiquetas como autoficción o autobiografía aplicadas a la ficción de mis novelas, creo inevitable que se trabaje con la experiencia, proyectando no solo los hechos sino también los deseos y los miedos. En Dark, Víctor tiene rasgos del que yo fui, así como Andrés los tiene del que soy. Ninguno de los dos me refleja como un espejo”.
Hora, entonces, de sumergirnos en las aventuras de Dark.
Víctor fue el adolescente que es el escritor que hace memoria. Pero resulta que en su súbita conversión de narrador memorioso en personaje, de paso el personaje se crea a sí mismo. Víctor no es su nombre sino una suerte de nombre de guerra que el muchacho se vuelca encima para salir a conocer el mundo con la intención de romper su opaca existencia de clase media hacia fines de los años cincuenta. Toda una definición de época: los sesenta aun no han explotado. La vida es apacible, gris, previsible. Una noche, llevado por un impulso, enfila al Unión Bar de Independencia y Balcarce. Lo dejan entrar, en contra de sus previsiones. Como si lo hubieran estado esperando. Como el tango te espera, según reza la creencia popular. Y ahí se le acerca Andrés, un hombre que acaso tampoco esté diciendo su nombre verdadero, un hombre que viene del pasado, del tango y de la noche pero que también ejerce con entusiasmo la vitalidad del presente. “El desconocido se presentó como Andrés. Impulsado por un afán de ficción, él mintió. Dijo que se llamaba Víctor.”
Ese impulso de ficción ya no cesa. Seducción equívoca, búsqueda de sí mismo a través del otro, pendejo que se siente halagado porque un adulto lo trata de igual a igual, Víctor decide aprovechar el puente que le tiende Andrés cuando después de esa noche en la tanguería lo va a buscar a la salida del Colegio Nacional, donde Víctor estudia. Y cuando le pregunta a dónde le gustaría que lo lleve uno de esos días, Víctor no duda: “le gustaría ver una revista, género teatral que sus padres despreciaban”. En ese deslizamiento del Colegio Nacional al Teatro nacional se condensa en forma de tobogán la novela de educación del artista adolescente.
Se desliza hacia el hondo bajo fondo donde el barro se subleva y los padres simplemente brillan por su ausencia. Es el mundo no padres, la experiencia de la noche. Puede ser esa rutilante visita al teatro de revistas, una cena en un bodegón o en un restaurante alemán lleno de suspicacias; el paulatino aprendizaje de gestos, de ardides galantes, de trucos pícaros; comprar ropa de hombre y vestirse como un hombre; un viaje al Tigre y hasta un intento de fuga que terminará en forma bastante desastrosa poniendo un paréntesis a la vida aventurera que empezaba a levantar vuelo.
En esos deslizamientos no es que Dark –mundo de lo oscuro, de lo nocturno y de lo semiprohibido– se aparte de lo real sino que se irrealiza, se vuelve genuina ficción sosteniendo una amistad que sería intolerable en el mundo de lo real, es decir, el mundo de los padres. Víctor y Andrés, juntos, narran la educación sentimental del escritor que por lo tanto, ahora sí se entiende, es tan Víctor como Andrés, los dos que comparten secretamente el odio por el niño que no fue. O que se fue.
Los dos, en Dark, son mirados por el otro aunque se nos narre más bien a Andrés según Víctor. Pero en el intento de mirar del otro lado del espejo será inevitable que Andrés también esté mirando a Víctor.
Uno tiende a pensar que a medida que pasan las épocas la sociedad “avanza” en liberalidad. En este sentido, el vínculo entre Andrés y Víctor podía llegar a ser más perturbador en su época, los años cincuenta, que ahora. Y sin embargo tengo la visión inversa: hoy es más perturbadora, casi inconcebible.
–Creo que la sexualidad negada de Andrés, e intuida sin saber nombrarla por Víctor, es algo que hoy no podría manifestarse del mismo modo. Hoy todo está en la superficie, todo ha sido nombrado, “represión”, “histeriqueo”, etcétera. Pero es el erotismo tácito, que no se realiza en contacto sexual, lo que para mí inocula una dosis fuerte de romanticismo en esa relación anómala.
Creo que uno de los bordes más interesantes de Dark es que mientras plantea la educación sentimental de un futuro escritor, también podría ser la de un muchachito que, algo canalla, va descubriendo en sí mismo su potencial para sobrevivir en la calle.
–Es una suerte que se lo pueda ver de ese modo. Dark tiene un aspecto “retrato del artista adolescente” pero ensuciado ¡o eso espero! por mucha experiencia que no es cultural. Hoy lo bienpensante está en la aceptación de la diversidad. Literalmente, lo más rico en posibilidades de ficción es lo políticamente incorrecto.
Así que no se trata de abstenerse sino de leer lo textual como tal, como ficción de la experiencia de vida (esa vida que es calle, arte y literatura) y no como el escándalo de una verdad que –justo es decirlo– tampoco se esquiva en la novela. Lo no concretado entre los personajes no significa que no se insinúe o sea objeto de una oscura (valga la redundancia) reflexión sobre una forma de erotismo.
Muchos años después, el escritor volverá sobre los pasos de lo reprimido en la memoria y tratará de superar la desconfianza que le merecen los psicólogos, psiquiatras o analistas que no hayan leído a San Agustín, Dostoievski y otros grandes estilistas de la angustia y, tras superar los síntomas de un incipiente ataque de pánico, remontará la impuesta censura y abordará los residuos de ese pasado que le pertenece y lo desdobla en el chico que fue y el adulto que se perdió en la noche oscura. Los dos, protagonistas.
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