MANUEL RIVAS
La nueva novela del escritor gallego Manuel Rivas es la historia de una librería fundada en los años 30 y del heredero de ese negocio familiar, Vicenzo Fontana que, en los años 70, se enamora de una mujer argentina perseguida por la Triple A. Los libros como refugio, la decadencia de la democracia española y la deficiente política cultural en la península –en los últimos dos años han cerrado más de mil librerías– son los temas de El último día de Terranova, una pieza de resistencia llena de lirismo.
› Por Violeta Serrano
“Los problemas importantes y de verdad son los culturales, lo demás son problemillas”, afirmaba Manuel Rivas al presentar en Madrid El último día de Terranova, su nueva novela. Si esto es así, algo grave está ocurriendo en España. En los últimos dos años han cerrado más de mil librerías. Y la cifra, que tiene una lógica aplastante si atendemos a las políticas culturales que se instauraron en ese país en los últimos tiempos, aumenta. Los estudiantes de los centros públicos terminan el último año de secundaria acumulando saberes varios, sí, pero rozan, casi por despiste, materias como filosofía y literatura. No se genera un amor por el pensamiento crítico y mucho menos una necesidad de contemplar el reposo de la información que se consume. Los españoles, y los números hablan por sí solos, cada día se refugian menos en esos lugares ajenos cuyas paredes están forradas de unos objetos extraños llamados libros. Dice el escritor, también, que de eso están hechas las ciudades, de espacios para el intercambio donde, como una piedra preciosa, se lucha por preservar la cultura de los pueblos. Este libro, el último del galleguísimo Manuel Rivas, que nació en La Coruña en 1957, es una alarma contra esta situación, pero demasiado poética, quizás, lo cual no deja de ser un mal síntoma para alcanzar su meta de denuncia porque, seguramente, hará apenas ruido y pocos se darán la vuelta buscando de dónde procede la señal de peligro.
Vicenzo Fontana, el protagonista de esta historia, es un librero antiguo, que lleva tras de sí la losa de varias catástrofes de las que, sin embargo, siempre se recuperó de la misma forma: disfrutando de su refugio, la librería Terranova, y de los libros que hicieron de ella un espacio de contrabando y cueva para perseguidos de distinto pelaje en pleno franquismo. Terranova es un negocio familiar que arrancó su padre, un intelectual gallego llamado Amaro Fontana, en los años 30. Para llevarla adelante contaba con el apoyo de Comba, una mujer tan férrea como almidonada, gran exponente de ese carácter bifaz que caracteriza a quienes viven en el norte de la península. También se encargó del negocio el tío Eliseo, un homosexual que utilizaba su desbordante imaginación para hacer postales casi exactas de lugares y gentes que jamás había conocido en la vida real: entre otros, el escritor Jorge Luis Borges y la filósofa María Zambrano. Y luego, algo extasiado de tanta sapiencia junta, estaba el propio Vicenzo quien, de joven, se negó a seguir la posta. Como todo adolescente rebelde prefirió conocer primero todo lo que no tuviese nada que ver con lo que había mamado. Eso pensaba él cuando, por una travesura que sus padres antifranquistas quisieron creer política para llenarse de orgullo pero que no fue tal, se largó a Madrid en busca de su propio camino. Y se hizo amante de la música punk y escribió letras que le seguirían viniendo a la mente de por vida y, lo más importante, se enamoró de Garúa. Ella podría ser cualquiera de aquellos jóvenes que volvieron a la Argentina a morir persiguiendo un sueño. De figura desgarbada y breve, como imitando a la Maga de Cortázar o al personaje femenino de L’Atlante de Jean Vigo, Garúa trae consigo la belleza de un país que el autor se preocupa de retratar ensalzando detalles que demuestran su opulencia cultural: un tachero, por ejemplo, que asegura que él llevó consigo a Roberto Arlt y que éste, sin un peso encima, le pidió pagarle con un ejemplar de Los siete locos y él aceptó. Garúa huyó de ese país insólito que Rivas describe para reorganizarse desde afuera. Estaba con Vicenzo en Madrid el día que Franco murió. Después de eso, a finales de los 70, ambos deciden irse a la tierra de la que él se había largado. Poco tiempo vivió ella de contrabando allá, tan amada por la familia Fontana como si fuera una joya libresca más, pero sí el suficiente para adorar el faro, Terranova, la tierra de mágica frontera que es Galicia. Fue su último paso por un lugar seguro y algodonado. Se fue, quemando el último cartucho, sabiéndose perseguida por la implacable Triple A. De ella, después, poco más se supo. Que nunca llegó a Buenos Aires. Y que si llegó, mejor ni pensar en qué oscuro agujero o lugar imaginario habrán querido pintar con silencio su desaparición después.
Es 2014 cuando el libro arranca y Fontana tiene ya sesenta años. Es ahí cuando se debe enfrentar al mayor problema de su vida porque la especulación inmobiliaria, que venía recorriendo la Península en los últimos tiempos como una guadaña, llega también a su pequeño local. Ante el cierre inminente de la empresa familiar, Fontana vuelve a perder al aliento, como cuando niño. Él fue uno de los chicos afectados por la polio, esa enfermedad que se eliminó de la agenda de los funcionarios franquistas, dejando futuros adultos con problemas crónicos como los que le aquejaban. Mientras mira el horizonte marino rescata su pasado completo: los días cobran sentido alrededor del espacio de esa librería que le había ganado el pulso a una Dictadura entera, pero que ahora, en pleno siglo XXI, se ve atacada por un monstruo demasiado fuerte para su esqueleto de madera vieja.
No hay una narración cómoda en este último libro de Manuel Rivas. La excesiva carga lírica con la que ha querido perfumar el texto y la profusión de referencias literarias que utiliza hacen que el hilo de la historia se pierda en más de una ocasión. La elección de no armar la trama en una secuencia cronológica tampoco ayuda a disminuir esa sensación de pérdida que acompaña al lector desde el primer minuto. La esencia de la obra es, por otro lado, bellísima. Su objetivo de alarma es certero, pero demasiado tenue en sus formas. El autor gallego quiere denunciar la necesidad de combatir la amalgama de decisiones políticas que hacen que la cultura se vaya diluyendo en una democracia, la española, que pasa, desde la Transición hasta hoy, por un excesivo conformismo. Como contrapunto de peso, Rivas coloca el personaje de Garúa, esa argentina que se fue a España y volvió a su tierra para morir cuando Isabelita tomaba fugazmente el poder. El ambiente onírico que Manuel Rivas crea consigue que el libro se convierta en una pieza tierna y esperanzadora. Quizás demasiado, aunque seguramente no sea ésta su intención. Rivas intuye que las librerías van a seguir cerrando, como aquella a la que entró por primera vez de mano de su madre. Ahora ya no tiene ni el rótulo que la nombraba: “La poesía”. En una entrevista reciente confesó que cada vez que pasa por delante le da mala conciencia: “Yo debería hacerme librero, abrir esa librería”. Por el momento deja escrito este homenaje que muchos han querido ver como una continuación de su novela Los libros arden mal (2006). Puede ser que aquella obra tuviese semillas de ésta, es cierto, pero lo que ha escrito Manuel Rivas ahora, casi diez años más tarde, es, sobre todas las cosas, un grito poético. Ojalá se escuche.
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