Domingo, 22 de mayo de 2016 | Hoy
JUAN FORN
El ritual de las contratapas de Juan Forn llega a su fin en libro con la edición del tercer volumen de Los viernes. Historias de escritores, exiliados, artistas caídos en desgracia y toda clase de lunáticos del siglo veinte pueblan estas páginas que, surgidas del afán semanal, fueron rearmando un relato que remite a una biblioteca tan frondosa como vital. En esta entrevista Juan Forn repasa la forma como fue alimentando ese ejercicio literario y periodístico que ya lleva ocho años, recuerda sus inicios como escritor, su paso por el mundo literario y la creación de este suplemento, hasta sus días actuales entre Villa Gesell y la ciudad de Buenos Aires.
Por Ana Fornaro
No era poesía. Pero algo tenía. Eso sospechó un Juan Forn en ciernes. Tenía veinte años, ya había escrito poemas, ya había ideado una revista literaria con unos amigos, ya había defendido sus versos frente a sus padres preocupados por el desvío del destino familiar, por el ansia de bohemia, por querer ser maldito. “¿Por qué escribís esas cosas tan tristes?”, le preguntó un día su padre ingeniero en el balcón de su casa. “¿Vos pensás que por salir de una clase social te van a aceptar en otra?”, le dijo otro día su abuelo. Un tiempo después, cuando volvió a su casa después de haber estado en Rosario, ciudad donde le habían publicado por primera vez sus poemas en una plaqueta, se encontró con un cartel pegado en la puerta de su cuarto: “¡Felicidades, poeta!”, le habían estampado sus padres. Se enfureció. Así no se podía ser rebelde. Así la poesía no servía. Además, lo suyo no era poesía. En sus poemas no había esa reverberación buscada. Pero algo tenía.
Tuvo que tomarse un avión de carga, viajar miles de kilómetros y aterrizar en una comunidad de exiliados en Europa que leían a Cortázar, a García Márquez, a Henry Miller, para darse cuenta que eso que tenía estaba en realidad en la narrativa, género al que había desdeñado tempranamente porque esos libros, las novelas, sí estaban en la biblioteca familiar, entreverados con manuales de matemáticas y libros de cocina. Ahí todo tomó otro sentido. “Esto es lo que tengo que hacer”, se dijo. Y también: “tengo cinco años de atraso con todos los de mi generación, tengo que leer todo lo que no leí”. Desde ahí no paró. “¡Lo tenía delante de mis narices y me había pasado toda la adolescencia esquivándolo!”, cuenta treinta y cinco años después en un departamento porteño lleno de luz y de libros que le presta una amiga una vez por semana, cuando se traslada desde Villa Gesell, su refugio hace quince años, para dar sus talleres. “Era fanático de las revistas. De chico me decían ‘Revistita Mexicana’. Veía cine, escuchaba música, iba a recitales. Pero la narrativa era algo que me había prohibido, porque era lo que leía mi vieja. Después descubrí que siempre admiré a los narradores orales, esos tipos que despliegan su magia para convertir cualquier cosa en un relato magnético. Nunca me parecía aburrido ir con alguno de mis abuelos a un café con sus amigos y escucharlos hablar. Nada me gusta más que me cuenten el cuentito”. Con 27 años, publicó la novela de iniciación Corazones cautivos más arriba (acortado a Corazones en su reedición) y luego el exitoso libro de relatos de Nadar de Noche, que lo instaló en un lugar preferencial entre la nueva generación de narradores de los ’90. No se enorgullece particularmente de Frivolidad y Puras mentiras pero sí de María Domecq, su última novela, la que vino después del coma pancreático que casi lo mata, por el que tuvo que dejar su vida porteña, endogámica, literaria, entumecida, y retirarse a una suerte de jubilación precoz al lado del mar. Con la autobiográfica María Domecq confiesa que no sólo logró liberarse de la mirada del otro que lo atormentó toda su vida, sino que también, como quien se reacomoda un hueso dislocado, encontró un tono y una forma de narrar que le abrió paso a lo que vino después: los viernes.
En esas cien líneas que publica desde hace casi ocho años en la contratapa de este diario, Forn encontró una fórmula mínima, redonda, adictiva, para contar el cuentito. Historias reales pobladas de artistas y personajes rusos, japoneses, judíos, italianos. Y Joseph Brodsky. Relatos que recorren el siglo XX y llevan de la nariz al lector por el espacio y el tiempo. Cuentitos con club de fans, que se viralizan en las redes sociales, que se imprimen o fotocopian y que este año se terminaron de editar en formato libro, con la aparición del tercer tomo de Los viernes, en algo que se parece bastante a un fin de ciclo. Y que dedica, justamente, a esa madre que podía leer tanto a Mercè Rodoreda como bestsellers de Grandes Novelistas, que le regaló Siddharta de Herman Hesse cuando tenía 15 años. Esa madre que aparece tan nombrada en sus contratapas de los último años y que murió el año pasado. La que no quería que fuera escritor (o, de serlo, prefería uno que se pareciera a Bioy Casares) pero compró, sin decirle, muchos de los ejemplares de su primera novela en la librería de su barrio y hablaba maravillas de su hijo. La persona que le enseñó el lenguaje de las emociones, dice, ese primer ladrillo en la pared. “A diferencia del resto de mi familia, donde mostrar los sentimientos era considerado de mal gusto, ella era como un animalito que no se podía controlar. Y me crió así. Ahora, mirando para atrás, esa forma de conectar con el mundo fue fundamental. Porque por ese canal pudo entrar la literatura. Así, casi en carne viva, aterricé en el mundillo literario, para darme cuenta que ahí la cosa era diferente”.
¿Diferente cómo?
–Empecé de muy pendejo a laburar como cadete en Emecé pero hasta mi primera novela, Corazones, casi no había tenido contacto con escritores de mi generación, aparte de los poetas de adolescencia. Porque no pisé Letras, ni pensaba hacerlo. Para mí ser profesor y estudiar el Siglo de Oro era como ser guía de un museo. Además estábamos en plena dictadura. Venía escapándole al ambiente inmundo de los Newman Boys, de las vacaciones en la playa, de las chicas lindas. Quería noche, rock, desorden de los sentidos, marihuana. Y tampoco iba a redacciones periodísticas, entonces era como de otro planeta. Siempre digo figuradamente que yo escribí mi primer libro con el corazón en la solapa, iba un poco así por la vida. Y de pronto descubrí, cuando empecé a ir a mesas redondas y esas cosas, que las reglas del juego del ambiente literario eran la ironía, el ocultamiento, medirse quién la tiene más grande. Todo bastante escandaloso.
Pero eso también puede ser atractivo, ¿no?
–Yo entré como un guante en eso por el wit, por el chispazo estético, la provocación, y esa cosa estimulante que te despierta la reacción antes de que tu cabeza lo termine la procesar. Pero con el paso del tiempo me di cuenta que esa pose y esa concepción de lo literario terminó siendo un molde, que me dejaba cosas afuera, como un corsé. Si eras joven pintor podías vender cuadros, si eras joven músico podías pegarla. Pero la literatura era el lugar donde había menos para repartir. Además en los ’70 habían estado los psicobolches. Después vino la dictadura y el exilio. Muchos de esos escritores volvieron en el ’83, justo cuando nosotros, que teníamos veintipoco, pensábamos que estaba llegando nuestra oportunidad. Ahí empieza la puja entre psicobolches y posmodernos. Y la herramienta más a mano que tenía nuestra generación era la ironía, la falta de seriedad.
Después de enfrentarse con los más grandes, la pelea fue intrageneracional. Estaban los que él llama “babélicos” (de la revista Babel, que tenían una concepción más teórica, más “afrancesada” de la literatura) y los “planetarios” (por la editorial Planeta), fanáticos confesos de los autores estadounidenses, deudores de su cuentística de los ’60, de la prosa seca y filosa, de la historia por encima de la idea.
“Como en el mundo literario las cosas no se resolvían a las piñas como en la época de David Viñas y Abelardo Castillo, nosotros lo que hacíamos era tirarnos dardos envenenados a un metro de distancia”, cuenta. Todo eso hizo que Forn, que a la par de su escritura sedimentó una exitosa carrera como editor, primero en Planeta, luego creando el suplemento Radar, fuera desarrollando una segunda piel, que por momentos se volvió tan dura que casi tapó todo lo de abajo: ese sensibilidad primigenia que le había habilitado su madre. “Yo estaba todo el tiempo midiéndome, comparándome, viendo cómo rankeaba entre los otros escritores. Mi proceso desde que me fui a vivir a Gesell, que coincidió con el nacimiento de mi hija, fue de ir limando desde adentro ese pellejo de uno y dejar que fluyera lo otro, que es lo evidente. Y creo que eso, lo emocional, se nota mucho en ‘los viernes’”.
Cuando Juan Forn habla, teatraliza. Imprime a las palabras situaciones, cambia el tono de voz, la imposta, mientras reproduce diálogos reales o imaginados. Prende un cigarrillo, prende dos, prende diez. Son light. Una porquería, dice, pero igual los fuma. Convida. En breve se pasará al tabaco armado, un trampolín, piensa, para dejar el vicio para siempre. Forn, cuando habla, también se ríe fuerte. Se toma el pelo a sí mismo. Se entusiasma y recomienda libros recién descubiertos. Pero, sobre todo, narra. Cuenta, por ejemplo, que los 21 años se obsesionó con Salinger a tal punto que quiso saberlo todo –justo de Salinger, el escritor más elusivo– y fantaseaba con irlo a buscar, tocarle el timbre y decirle: “Te corto el pasto, te lavo los platos pero dejame quedarme y ver qué hacés, cómo funcionás”. En esa anécdota ya se cuelan dos aspectos de serán claves a lo largo de toda su vida y moldearán su relación con la literatura: la relación entre arte y vida (bucear en las biografías de sus autores favoritos) y la necesidad de entender un mecanismo, un funcionamiento, tanto de sus personajes reales como de los textos. Desde muy joven, admite, logró leer los libros “desde adentro”. Es algo que no puede explicar racionalmente, pero es como si viera la construcción, los hilos. Eso lo ayudó en su trabajo como editor y traductor, y ahora con los talleres, porque logra ser un camaleón, funcionar con la lógica del otro. No es un mero espectador, como sí le pasa con la música, el cine, la pintura, sus otros apasionamientos. Eso mismo, también, hizo que se fuera desencantando de la ficción, y se instalara en la realidad. “Yo entendí escribiendo María Domecq a qué se debía mi crisis y cómo estaba caminando a ciegas desde que escribí Frivolidad y publiqué Puras mentiras. Y es que había perdido la fe en la ficción. Eso de inventar una situación, un personaje, un mundo que venga de tu imaginación. Esa construcción es tan arbitraria. Y querer, además, hacerle creer al lector que el mundo está más completo con ese libro, que lo tiene que leer. A mí ya no me sale. Y al mismo tiempo estaba sintiendo el nivel de elocuencia que tiene el uso literario de la realidad. Por un lado el uso de los atajos, en el pacto con un lector ideal, de significados que ya están fijados, que son clichés del inconsciente colectivo”.
Seguir una intuición que luego se transforma en obsesión, leer dos libros al mismo tiempo, abrir un archivo de la computadora, escribirle a amigos, buscar información, testear la historia, bajar a la playa. Nadar en el mar. Nadar en una pileta. Pensar caminando. Encontrarle la vuelta. O no. Buscar otra curva. Y entrar por el costado. Escribir una parte. Escribir las otras cuarenta líneas. Corregir. Más o menos esa es la sucesión, el proceso, del armado de “los viernes”, explica Forn. Esas historias ajenas de las que se apropia y canibaliza, corriendo el foco e iluminando detalles que resignifican, como si él también hubiera estado ahí. En la rusa revolucionaria, en Viena de Benjamin, de Freud y de Klimt, en el Tokio de los ’60 de Kenzaburo Oé, en la Buenos Aires de Briante, en el Montevideo de Idea Vilariño. En todos los lugares donde estuvo Joseph Brodsky. ¿Qué tiene que tener un persona para qué Forn quiera seguirle la pista? “Una combinación de excentricidad y sabiduría, y algo que reverbere contra algún aspecto de mi personalidad. Pero no es algo racional. Soy atolondrado, ansioso, impaciente, y creo en los pálpitos. Cuando algo me llama, la cabeza va atrás. Y después una cosa te lleva a la otra. Un japonés te lleva a otro, una mina te lleva a otra. Me gusta mucho laburar con minas locas o personas relativamente autodestructivas a quienes el viento de la historia aplastó o que al revés, pudieron levantar cabeza. Con el paso de los años, cuando empecé a entender la lógica interna del siglo XX, las ideas fuerza, las tensiones sociopolíticas, me empezó a interesar la influencia del entorno en una persona y viceversa, cosa que es anatema en el mundo literario. Quise saber todo acerca de cada escritor que me gustó, y no me importaba decepcionarme”.
Forn bucea, nada de día, por las vidas de sus elegidos pero también se sumerge en su propia historia, va develando pedazos de su vida, dejando pistas, insistiendo en algunos aspectos, ocultando otros. Así como el mundo-viernes está poblado de otros nombres, tiempos y geografías, en muchas de sus contratapas se cuela su autor, contando, por ejemplo, una iniciación poética a partir del encuentro con Héctor Viel Temperley, o un retrato de su etapa de corrector en Emecé a partir del libro La muerte de un burgués de Fritz Zorn, o la historia de su madre a partir de una bibliotequita que la acompañó en el final de su vida. El uso de material autobiográfico no es una novedad de “los viernes” pero es un recurso que logró una expresión máxima al meterse lateralmente, como quien no quiere la cosa, para sacarle aún más brillo a ese cruce entre vida y obra. “Vivimos en una época donde el nivel de autoconciencia es altísimo. No es casualidad la autoficción, no son casualidad las selfies, los blogs, hablar de uno mismo. Todos tenemos conciencia de los procedimientos para la construcción de una persona pública.”
Ahora mismo hay autores como Knausgârd, o como Carrère, que llevan eso al paroxismo y generan tanta fascinación como rechazo.
–De Knausgârd leí el primer libro y todo bien pero cuando vi que el resto de sus libros seguían la misma línea, eran todos yo yo yo, me aburrí. Carrère me gusta mucho. Siento que es alguien de mi generación que va por un camino parecido al mío, o que me interesa por cómo elige las historias, cómo trabaja con la realidad.
Me cortaría una mano por escribir un libro como De vidas ajenas. Me gusta cuando se mete a sí mismo y se deja mal parado, dice que es envidioso, elitista. Aunque por momentos me parece que se pasa de vivo o que da información innecesaria, por ejemplo en Limonov. Ahí ya con el personaje tenía todo, no necesitaba jactarse de sus encuentros en París, en Rusia, qué sé yo. O Una novela rusa tiene momentos buenísimos y otros vergonzosos. Para mí la referencia extraordinaria como contrapeso de Carrère es Bolaño. Él habla todo el tiempo de sí mismo pero está enmascarado. Juega con los lugares comunes: el chilenito exiliado, el escritor muerto de hambre, el escritor sudaca reconocido.
¿Vos te enmascarás?
–Supongo que sí, pero trato de no quedarme en una zona de confort. Con María Domecq parte de mi familia me quiso llevar a juicio. Fue un quilombo. Pero a su vez cuando yo hablo de mí o de mi entorno saco un montón de cosas porque ya sé que hay un lugar donde aparece el Uh, acá viene Forn, que vive en Villa Gesell, que cuida a su mamá. Sé que está ese peligro. Para mí la clave está en eso que decía Jaime Gil de Biedma: cuando tenés veinte años lo que te interesa es lo que creeés tener de único y después lo que más te interesa es lo que tenés en común con los demás.
Los comienzos de “los viernes” pueden ser intempestivos, como si la historia no nos estuviera esperando. Pueden ser mediante rodeos –el rodeo y la deriva son tan importantes como la historia misma, a veces son la historia misma– pueden ser con fechas y lugares, e incluso con el tópico “había una vez”. No importa la forma en que el autor decida meter al lector en su historia, no hay manera de desprenderse. Porque los textos están vivos, aunque se hable del pasado, aunque no conozcamos a los protagonistas, aunque los mundos parezcan lejanos. Forn, en ese sentido, es un vitalista. Escribir con los cincos sentidos para leer con los cinco sentidos, como decía García Márquez. “Uno cree que la operación de la lectura es la marcha tipográfica hasta la pantalla mental. Pero la lectura también trabaja por canales periféricos. Vos estás leyendo un libro y lo sentís en el brazo, en el plexo, en las vísceras, en los dedos de los pies. Te entra por el costadito. El proceso de escritura y decodificación lectora tiene tantos niveles, es tan atractivo. Estás escribiendo y se te aparecen como una hendijas y te preguntás ¿y si me cuelo por acá por dónde salgo? Con las palabras lográs llevar al otro, que también pasa por la hendija. No es una alucinación mía. Para mí la parte más inefable del acto literario no pasa en las palabras, sino entre ellas”, dice Forn que decidió, hace casi ocho años, poner a las contratapas en el centro de su escritura, algo que cosechó sus frutos. Entre otras cosas, el escritor, más que lectores tiene fans. Gente que le manda mails porque algo del texto los interpeló, o porque quieren saber más de tal o cual historia, o le cuentan que en la oficina tienen un ritual de viernes: imprimir la contratapa y leerla en voz alta durante el almuerzo, o juntarse alrededor de la computadora, como si se tratara de un fogón. Esa complicidad generada lo ha llevado incluso a improvisar unas charlas en la biblioteca de Villa Gesell (tiene las llaves) donde, una vez más, contaba el cuentito. La reacción inmediata, las preguntas, el armado con fotos, el intercambio con diez o quince personas del pueblo que por ahí no tenían idea de quiénes estaba hablando pero eso los llevó a googlear, o a buscar un libro. Y, lo más importante, estar ante un público diverso. “Estaban desde el tipo que tira el cableado hasta el guardavidas, hasta un adolescente o una señora re lectora. Allí todos se conocen y hay un canal de televisión local entonces todos en algún momento salieron en la tele. Todos tuvieron sus quince minutos de fama. Yo ahí soy Juan el escritor, el de los rulos, el que anda siempre por la playa, como está Mengano el electricista o Fulano el escribano”. Pero a pesar de esa transmisión de conocimiento, Forn no cree en una didáctica, en una pedagogía, en una divulgación sólo por el acto de divulgar. Para él la cosa funciona porque fluye. “Para mí la clave es que las contratapas no se quedan quietas, porque lo que queda fijado, queda datado. Creo que la mejor literatura es la que sigue emitiendo sentido, la que se niega a ser etiquetada o estereotipada. Yo trabajo desde lo elegíaco, no desde lo nostálgico pedorro: esa concepción del pasado como un tiempo muerto. Lo elegíaco te trae el pasado acá. Creo que no soy bueno pensando. Soy incapaz de escribir un ensayo, elaborar teorías, llegar a conclusiones. Pero, con el paso del tiempo, fui entendiendo los alcances del arte del relato. Es la mejor herramienta de transmisión de conocimiento y es una combinación muy rara. Porque es evidente que yo me nutro de libros. A mi me dejás sin la biblioteca y pierdo el sentido de la orientación. Pero a su vez los libros que yo leo exudan vida”.
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