MARK STRAND
Nacido en Canadá en 1934 y fallecido en Nueva York en 2014, Mark Strand fue uno de los poetas mayores de la literatura norteamericana. Estuvo en Italia, México y España, donde residió sus últimos años. Supo traducir a Neruda, Lorca y Drummond de Andrade. Autor de una obra vasta, varios de sus libros empezaron a circular en nuestro país. Ahora la editorial cordobesa Alción presenta Historias de nuestras vidas en una traducción cuidadosa de María Guillermina Nicolini Llosa. Radar anticipa su poesía y comenta los artículos de Sobre nada y otros escritos (Turner), donde Strand condensó en gran medida su credo en el oficio de poeta.
› Por Guillermo Saccomanno
El joven soldado del Ejército Rojo guardaba un cuadernito de poemas en un bolsillo de pecho. Una bala alemana le atravesó el cuadernito y el corazón. Debería pasar mucho tiempo, una complicada historia familiar, para que la madre del soldado, una búlgara, confiara a una vecina amiga los papeles de su hijo. A su vez, la vecina le entregará a su hija, estudiante de literatura en Chicago, esta herencia íntima. La joven acude a su profesor de literatura. El hombre imagina que la joven quiere consultarlo por alguna inquietud relacionada con el estudio, una asignatura, un trabajo de largo plazo. Pero no. Como el profesor es poeta y tiene cierta fama, la alumna lo quiere consultar a ver si es posible rescatar del olvido los versos de aquel muchacho muerto en combate. Le entrega una traducción de sus fragmentos autobiográficos. Y más tarde el cuadernito de poemas agujereado por la bala con sus hojas pegoteadas por la sangre seca. Al profesor le tienta meterse en los vericuetos de la reconstrucción de los textos. Como poeta, le interesa por el lado del y el misterio que encierra una escritura que lo obliga a sumergirse en el enigma de esas páginas pegadas por sangre seca, con un agujero de bala en el centro. Hay un matiz de culpa en su encargarse de reconstruir esa poesía. La alumna lo ha hecho responsable de la existencia de un presunto gran poeta. Por otro lado, innegable, esta trama comparte bastante el aire de una historia encontrada en una botella. (Acá cerca tuvimos el memorable “Iosl Rakover habla a Dios”, de Zvi Kolitz, atribuído a un resistente en el ghetto de Varsovia y publicado en 1946 en el Diario Israelita). En una página de diario del joven lee: “Llevo toda mi vida intentando superar mi nacimiento”. Y se pregunta acerca de la necesidad de restaurar lo que falta, lo que se fue por ese agujero de bala, si es posible recomponer y traducir ese vacío. El profesor se acuerda de uno de sus propios poemas: “Donde sea que esté, yo soy lo que falta”. Y también se acuerda de unos versos de Wallace Stevens que refieren la nada, “la nada que hay”. El hueco se convierte en un espejo, un espejo en el que no ve nada. Piensa que el joven poeta muerto es su doble. O, también: él deviene doble del muerto. Sostiene una página contra la ventana. Le fascina la fragilidad de todo. Se pregunta por qué encumbrar aquello que había fracasado. Agarra una hoja, mira a través del agujero. Una ráfaga de viento sacude las hojas de los árboles.
Esta historia se habría perdido si el mismísimo profesor, el poeta Mark Strand, no la hubiera narrado en un hermoso texto, “Desde los anales de la traducción”, que forma parte de la colección de colaboraciones en diversas revistas recopilada bajo el título Sobre nada y otros escritos. Si un mérito tiene este pequeño libro es que no se limita a tratar la poesía sólo como una escritura sino también como una conexión con el infinito. Para empezar, Strand abre con “Abecedario de un poeta”, una enumeración asociativa de gustos y también de poetas. De Dante subraya que “nos dice que somos mortales. Y se pregunta: “¿Qué significado tendría nada fuera del tiempo?”. De Kafka, a quien cita más de una vez, lo que le importa es la falta, aquello que nunca se termina de descubrir y, por esa misma razón deviene revelación. De Rilke: “Siento que lo indecible ha hallado un lugar en el que ha sido dicho”. Y, a propósito de Virgilio, señala: “Acabamos lamentando la pérdida de algo que nunca llegamos a poseer”. Estos subrayados, como para empezar a pensar, insinúa tácitamente Strand. Desde ellos pide ser leído. Con un tono nada acartonado, todo el tiempo entre el asombro y la confidencia, comparte con el lector justamente la sorpresa del hallazgo y su transmisión en voz baja, Strand trata asuntos como “El paisaje y la poesía del yo”, y arrancando del análisis de un poema de William Wordsworth, lo conecta con Robert Lowell y John Berryman. Si en el primero la oscuridad es un medio para encontrar la luz en la naturaleza, espacio en el que se siente parte desde sus primeros versos, los otros dos, ya en el siglo XX, sus contemporáneos, a Strand le resultan ejemplos de poetas, más cerrados, confesionales: no soportan estar solos y necesitan fijar su intimidad nombrando seres y lugares, porque nombrar, ya fuera de la naturaleza, es una forma de poseer, algo que en Wordsworth se resolvía simplemente en no poseer. “Uno no viaja en un paisaje con pertenencias”, indica Strand. “El paisaje es un modo de encontrar otro yo, un yo más ancho, más general y probablemente más elemental”. No obstante, las tres voces tienen un eco en común, la referencia al padre como figura crucial que imprime su marca y, ocurrida su ausencia, se vuelve indeleble.
“Soy un poeta más preocupado por la escritura que por la propia imagen, y más aún por la vida que por la repercusión pública”, dijo alguna vez. “Soy un tipo que escribe poesía y no la va de exquisito”. Nunca tuvo reparos cuando le pidieron opinión sobre la política de su país. Que no había aprendido de Vietnam, dijo. Reacio a las estridencias emocionales, más bien elíptico, su poesía es un paradigma de sutileza. “Puede que la nada haya sido la principal influencia de mi obra”, ha escrito.
En estos artículos no quedan afuera sus intereses por los problemas estilísticos: “La forma tiene que ver con la estructura o el aspecto exterior de algo, pero también con su esencia. En los debates sobre poesía, la palabra forma es poderosa justo por eso: la estructura y la esencia parecen juntarse, al igual que la disposición de las palabras y su significado”. En este punto, Strand recurre a Wallace Stevens: “Uno tiene que saber de alguna manera que tal sonido es el sonido exacto: y de hecho ya lo sabe, sin saber cómo”. Strand cita una y otra vez a su venerado Stevens (por cierto, fue galardonado con el premio que lleva evoca a su maestro). Pero también recuerda a Brodsky, Neruda y Drummond de Andrade (implacable la crónica autocrítica de su traducción fallida de un poema de Drummond cuando, de joven, Strand era becario Fullbright en Río). Se detiene además en las diferencias entre poesía y narración, la relación con la fotografía, el parnaso americano, el realismo. Quien ha leído a Strand encontrará en este volumen claves de composición de su obra. Y quien no accede a una serie de reflexiones que bien pueden operar como pequeño gran tratado poético que es, a un tiempo, un credo personal y un esbozo de estrategia creadora.
Pero importa volver a la cuestión del padre, tema no sólo arraigado en los citados Lowell y Berryman, sino también, como constante, en buena parte de la narrativa estadounidense. En 1973, cuando tenía cuarenta años, Strand escribe a la muerte de su padre una elegía conmovedora seguida de un conjunto de poemas: “Historia de nuestras vidas”. Su propósito es conversar y ajustar cuentas con el difunto. Este Strand no es todavía el poeta consagrado, pero en su tono desgarrado que no decae, puede intuirse que su arte ha sido siempre un oficio constante en el que la voluntad y la perspicacia de decir y significar estuvieron unidas. Como se dijo hace unos años en este mismo espacio, Strand es un poeta apartado que registra en la subjetividad más pura el efecto de las catástrofes exteriores, catástrofes que no son necesariamente ni sociales ni climáticas: puede tratarse del adiós a una historia, de la conciencia de la edad o el fin de una época. Con la publicación de Historia de nuestras vidas viene a completarse ahora la visión genealógica de una obra que refiere la dicha de crear, a pesar de todo, en este mundo.
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