Dom 31.07.2016
libros

LUCIANO LAMBERTI

LOS CAZADORES OCULTOS

Con ecos de Roberto Bolaño y dialogando con los debates de qué tipos de modelos narrativos están confrontando en el campo literario, La maestra rural de Luciano Lamberti gira alrededor de la figura enigmática de una poeta tan potente como perdida en el tiempo.

› Por Fernando Krapp

En el portal digital de Eterna Cadencia, Luciano Lamberti redactó una especie de manifiesto sobre lo que se necesita y lo que no, en materia de literatura contemporánea. Su aporte era bastante claro en relación a lo que es necesario. Además de plata para vivir, los escritores deberían interesarse, en definitiva, en las historias “que arrastren de las narices a los lectores”. El cansancio de Lamberti por cierto tipo de narrativa “muy literaria”, traía a colación el viejo debate que a principios de los noventas enfrentó a la revista la V de Vian contra la revista Babel (un viejo, viejísimo debate que también pelearon William Gass y John Garner, en los setentas, y hasta Boedo y Florida, también). Lamberti contemporizó la disputa: no son necesarias las narrativas sobre “el padre” ni esas aparentes autobiografías que acumulan unas pocas páginas. Tampoco las novelas “aireanas” de los seguidores del César. Para el cordobés lo importante es el lector, no el ombliguismo o las parodias de las parodias de Aira. Pero, paradójicamente, en otra entrada (o ensayo, o artículo), Lamberti aseguraba estar fascinado con las narrativas que contaban con un escritor como protagonista. La contradicción saltaba un poco a la vista. Escribir sobre escritores, ¿no es una forma solapada de pensar en el propio ego? Claro que se refería a otro tipo de tradición: la de John Irving y su Garp. Un poco la de Henry James, y sobre todo Stephen King; con su máquina de pensar en escritores borrachos, exitosos, fracasados, con un solo éxito, secretos, trabados, etc. Es decir, los escritores que anteponen la experiencia por sobre la reflexión del acto de escribir. Escritores que se emborrachan, que pagan las cuentas, que viven en sucuchos, que la reman. Pero ¿cómo funciona una tradición así en Argentina, donde el oficio de escribir no es siempre considerado un trabajo? Los poetas y escritores que van y vienen por La maestra rural , la nueva novela de Luciano Lamberti después de su nouvelle Los campos magnéticos, son la contracara de los escritores norteamericanos; anteponen el fracaso, pagan como pueden sus cuentas, se emborrachan de más, dan talleres literarios a personas sin mucho talento, y escriben más bien poco.

En el centro de ese, digamos, campo literario al desnudo, de ese municipio con ambiciones culturosas, de esa mirada ambivalente -por momentos resentida, por momentos añorada- de la vida de un pueblo de la provincia de Córdoba, está Angélica Golik. Una poeta oculta con una fuerza lírica y una potencia desconocida en el ambiente. Lamberti elige para narrarla un recurso elíptico wellesiano, con algo de Manuel Puig (sin la experimentación) y con mucho de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, cuyo misterio también orbitaba alrededor de una poeta faro para un movimiento poético de jóvenes visceralistas. Pero lo que en Bolaño funcionaba como un goteo lento e inevitable hacia el desencanto, en Lamberti el desencanto es el disparador hacia un cambio. La esperanza de dar con esta poeta (la esperanza en la misma poesía, en definitiva) moviliza a Santiago, un aspirante a escritor, que vive en un “cuarto ruso” de la ciudad de Córdoba, y padece de delirios paranoicos.

El relato de Santiago, similar a los viejos relatos del siglo XIX donde un sobreviviente hace eco de su experiencia a modo de advertencia, se entrecruza con el diario de Angélica, quien traza su historia desde la década del setenta. Su experiencia como maestra rural y, nunca mejor dicho, su contacto cercano de tercer tipo con la poesía. En el medio de esos dos relatos cruzados, Lamberti filtra distintas voces de diversos personajes: un trabajador de una morgue, un sobrino lejano de Angélica, un coordinador de talleres literarios, una aspirante a poeta sensible a las críticas, entre otros. Todas esas voces están al servicio no solo del devenir errático y misterioso de Angélica durante varias décadas, sino que van tocando lateralmente un gran acontecimiento que se oculta detrás de la trama.

Hay novelas que trabajan el suspense con pequeñas revelaciones. Otras articulan el suspenso por medio de ocultamientos. Cada nuevo capítulo es una capa que en lugar de revelar aspectos secretos de la historia, dispara una nueva pátina de barniz sobre el misterio que subyace al relato. El ejemplo conocido es la serie Lost, aunque también podamos volver al caso de Bolaño, tanto en Los detectives salvajes como en 2666. La maestra rural, sin embargo, apoya el suspense en ese ocultamiento con golpes de efecto al final de cada capítulo (cliffhangers, dirían los guionistas) y llega a un clímax que lo aleja un poco de Bolaño y sus finales desencantados, y lo acerca, otra vez paradójicamente, a César Aira y la idea del acto creativo como un happening involuntario. Del mismo modo que en Váramo de Aira un despachante de aduana lograba escribir un largo poema revolucionario para Latinoamérica de un modo involuntario, la Angelica que encuentra Santiago poco y nada tiene que ver con la poesía y sus demonios. O sí, son los demonios, los verdaderos demonios y no sus escritores que los invocan, esos demonios que caen como colores desconocidos del cielo, los que estarían escribiendo la supuesta literatura contemporánea argentina que los lectores estamos necesitando.

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