Domingo, 11 de septiembre de 2016 | Hoy
NATALIA GINZBURG
La vida de Natalia Ginzburg estuvo signada sucesivamente por la casa familiar, la figura pintoresca y concentrada del padre, por los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial y el fascismo en Italia. Se convirtió en una escritora que supo crear un universo cotidiano y a la vez social, tanto en su obra narrativa como en sus ensayos. Desde los años noventa, en Argentina, se le empezó a dedicar especial atención a su obra. Ahora, a cien años de su nacimiento en 1916, Lumen publica como homenaje Todos nuestros ayeres, la que quizás haya sido su novela más reconocida.
Por Laura Galarza
¡Son unos palurdos!, ¡No hagan palurdeces! vociferaba el padre de Natalia Ginzburg por toda la casa. “Palurdez” para aquel hombre podía ser desde ir con zapatos a las excursiones del monte, a hablar con los vecinos por la ventana o sacarse los zapatos en la sala y calentarlos en el radiador. Aquellas palabras - y otras como cataplasmas, poltronas, mostrencos- se decían sólo en esa casa donde vivían con sus padres, Natalia y cuatro hermanos mayores. “Una de aquellas frases o palabras nos harían reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas”, dice Ginzburg en su obra más celebrada, Léxico Familar. También allí cuenta que el padre no los mandaba a la escuela por los microbios –era biólogo y médico–, y no podían comer dulces ni nata de vaca. También tenían prohibido “comer de arriba”. (Una vez Natalia hizo un viaje con una familia rica, pararon a comer en la ruta y mientras todos pedían “tagiatelle y filetes” ella pidió un huevo.) Ginzburg crece escuchando decir esas cosas. También que ella era “una calamidad”: no sabía vestirse sola ni atarse los cordones, hacer la cama ni encender el gas. Era desordenada como “si hubiese tenido veinte criados”, decía su madre, porque se levantaba tarde y después de un baño caliente, se tiraba a leer en el piso. “A veces surgía en mí la sospecha de que había en mi mundo una grieta secreta, oscura y primordial”, escribirá en alguno de sus ensayos sobre la infancia. Así que Ginzburg se hace adulta creyéndose vaga. “Bastaba con que apareciera una obligación para que deje volar mi cabeza”. Que es su defecto, dirá más tarde en su ensayo sobre la pereza. Que no supo hacer otra cosa que escribir novelas. Y escribe en “La casa”: “O quizás no era que yo no deseara vivir en ninguna casa, en ninguna, porque odiara las casas, sino más bien porque me odiaba a mí misma. Y no era que todas las casas, todas, podían ser adecuadas con tal que las habitara otro y no yo”. Pero así como hace con sus observaciones acerca de los desperfectos de mundo, lejos de erigirse en juez o doblegarse, no sólo lo acepta –se acepta– sino que convierte lo mismo, en un tesoro. Entonces lo que era opaco, resplandece y hace de eso un bastión. Una vez, siendo ya una escritora reconocida, la invitaron a hacer un reportaje viajando por Italia y dijo que no. “Le dije que lo único que me gustaba en el mundo era escribir, en el sofá de mi casa, todo lo que me pasaba por la cabeza.”
Este año se cumplieron cien años del nacimiento de Natalia Ginzburg que a poco de nacer vivía en Turín en esa casa de los gritos, y donde circulaban amigos de su padre y sus hermanos, profesores y científicos antifascistas. Allí conoció a Leone Ginzburg, su marido, de quien tomó el apellido y la pasión por la literatura rusa y el que junto a Cesare Pavese y Giulio Einaudi (también amigos) fundarán una editorial inigualable. Obsesionados por las traducciones, creían que leer rusos y norteamericanos podría salvar a Italia de la brutalidad de Mussolini. Y lo lograron: Melville, Dickens, Tolstoi. Y tantos otros que llegaron a editarse incluso después de que Leone fuera asesinado a golpes por los nazis en la cárcel de Regina Coeli en 1944 y que Pavese se suicidara sin que nadie pudiera imaginarlo, un verano al fin de la guerra.
Como no faltó ninguna desgracia, antes de la muerte de Leone, después de casarse y tener dos hijos, el matrimonio debió exiliarse en los Abruzos. Si Ginzburg alguna vez había soñado con vivir en un pueblo (“un juego ocioso de mi imaginación frívola”) ese lugar al que estuvo confinada, lo disolvió. El exilio era, para Ginzburg, el águila pintada en el techo de la habitación alquilada en la que los dos cocinaban y leían mientras sus hijos desparramaban juguetes por el piso. Vivían arriba de una farmacia y las ventanas daban a tejados y callejones. “Hubiese dado cualquier cosa por abrir los ojos y despertar en cualquier ciudad.” Pero del dolor se aprende. Muerto Leone, Natalia viaja oculta con sus hijos en la caja de un camión alemán. Vuelve a la casa de los padres, y como teme deprimirse se analiza con un psicólogo jungiano. Dice de él en su ensayo, “Mi psicoanálisis”: “Fue la luz de su inteligencia la que me iluminó aquel verano negro”. Y de ella: “La impetuosidad con la que hablaba me induce hoy a pensar que desde luego no rebuscaba con esfuerzo en mi espíritu cosas secretas, sino que más bien avanzaba al azar y en desorden tras las huellas de un punto remoto que todavía no había descubierto”.
Einaudi le ofrece trabajar en la editorial a sueldo y la salva de ser una viuda desgraciada. Sin embargo, Ginzburg escribirá: “Una vez que se ha padecido, la experiencia del mal ya no se olvida. Quien ha visto derrumbarse las casas sabe demasiado claramente cuán frágiles son los jarrones con flores, los cuadros”. Y sobre la pérdida de su marido: “Yo me pregunto si esto nos ocurrió a nosotros, a nosotros que comprábamos las naranjas en la tienda Girò y nos paseábamos por la nieve. Por entonces yo tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de experiencias y de empresas comunes. Pero aquella fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, sólo ahora, lo sé”.
En paralelo como un camino de dos vías, Natalia Ginzburg, escribe sin pausa. A pesar de sentirse “una pulga”, una escritora insignificante. Por Einaudi y con el seudónimo de Alessandra Tornimparte para evitar las leyes raciales, publicó en 1942 su primera novela, El camino que va a la ciudad ambientada en los Abruzos. En el prólogo escribió: “Cuando terminé la novela descubrí que si en ella había algo vivo, nacía de los lazos de amor y odio que me unían a aquel pueblo”. Después con el apellido de su marido (el de ella era Levi) aparece Todos nuestros ayeres (1952); Las palabras de la noche (1961); Léxico Familiar (1963) –que obtiene el premio Strega–; Querido Miguel (1963); las novelas breves Familia y Burguesía (1977); La ciudad y la casa (1984) entre otros. Y sus ensayos, verdaderos compendios de sabiduría, Las pequeñas virtudes (1962); Nunca me preguntes (1970) y No podemos saberlo (1991). Estos dos últimos, que además contienen sus colaboraciones en la prensa escrita, fueron publicados por Lumen recientemente como Las tareas de la casa y otros ensayos. Además de la inigualable biografía sobre Antón Chejóv y numerosas obras de teatro.
Ginzburg colaboró en medios como La Stampa, Il Corriere della Sera, L’Unità e Il Mondo. Sus críticas de libros, películas y obras de teatro funcionan como excusa para explayarse sobre lo que aparenta ser una búsqueda personal pero que en su pluma, se convierte en certero reflejo del alma. Como en la crítica sobre Salò de Pier Paolo Pasolini: “El silencio que al principio nos acomete es como una ráfaga de viento que nos transporta a las profundidades de un planeta diferente al nuestro. Una vez aplacada esa ráfaga de viento, nos damos cuenta de que hemos caído en un estado de inmovilidad, como si hubiéramos sido alcanzados por una enfermedad o por un frío repentino”. Y aquello que destaca de las obras de los otros, bien podría aplicarse a la suya: “Me gusta La vergüenza (Bergman) porque es un relato esencial, soberbio y claro. Me gusta porque es un relato sobrio y pobre. Tanto su geometría como su geografía están desnudas, son áridas, su núcleo poético es incuestionable y cruel”.
¿Dónde termina la Natalia Ginzburg de los ensayos y comienza la de ficción? Al leer su obra se tiene la impresión de estar en un mundo único: el de las pequeñas cosas, lo simple de la vida: los hijos, la luna, la casa, los zapatos. También lo insoslayable: la justicia, la soledad, la fe, la memoria, la muerte, el mal, el miedo. Más allá del género, lo que destila Ginzburg cuando escribe es sabiduría y piedad. Condena y redención.
La conjura de las gallinas, de Tommasso Catani, era el libro preferido de Ginzburg cuando era niña. “No era cruel porque en su mundo circulaba un aire claro, abierto y campestre, una aroma a polenta caliente y pan recién salido del horno. Pero sus gatos y gallinas enloquecían en cada página, bebían veneno, se volvían cojos o ciegos, se tiraban desde lo alto de unas rocas.” En aquel libro se concentraba el dolor. En el otro preferido, Corazón, de Edmundo De Amicis, Ginzburg dice que encuentra todo lo que no tuvo: un padre sabio y sereno, una madre que cosía bajo la lámpara. Un mundo donde todo estaba en su lugar y la vida era hermosa y noble. Ginzburg creció sin que nadie le evitara la tristeza. Y ella mantuvo los ojos bien abiertos. Lo vio todo. Y le puso palabras bellas y hondas para nosotros, sus lectores. Así es que cuando en 1988 Einaudi escribe un libro sobre la historia de la editorial (Fragmentos de memoria), Ginzburg le reprocha no haber sido fiel a la realidad y omitir “los periodos más dramáticos, graves y esenciales”. Eso la mueve a escribir el ensayo, Memoria contra memoria. Y se entiende por qué: justo eso –lo dramático, lo grave y esencial– es lo que no soslaya Ginzburg en toda su obra, convencida de que quien entiende su pasado entiende todo.
Poco antes de morir, Natalia Ginzburg concedió en Italia, una entrevista a María Esther Gilio. Cuando muere Ginzburg, Gilio repasó en una nota para Radar los detalles de aquella entrevista: Ginzburg se sorprende de que alguien llegue de aquel país tan pequeño y tan lejano como Uruguay y pudiese sentir tanto interés por ella. Habla en cuentagotas frente al grabador y no quiere que le saquen fotos. Cuando Gilio le comenta que acá en el sur, en el confín del mundo, la gente se las rebusca para conseguir sus libros, dice: “Hasta leer resulta difícil hoy en la América latina. Es natural. Hay dos mundos, el primero, cada vez más pequeño y más rico, y el tercero, cada vez más pobre y numeroso”. Y hace un largo silencio que parece no terminar. “Es que el mundo se ha transformado en algo incomprensible. Ya vimos la estupefacción de Sartre, Kafka, Camus, frente al absurdo del mundo.” Para ese entonces Ginzburg había enviudado por segunda vez, estaba enferma y lo sabía. Era diputada por el Partido Comunista aunque cada vez que podía, decía que no era una mujer política y que no entendía por qué la elegían. A ella sólo la convocaban las causas humanitarias, desde el costo del pan, hasta la asistencia a los niños palestinos, la persecución legal a los violadores o la reforma de las leyes de adopción. “El mundo de los marginados es enorme. Por eso el Partido Comunista no puede ser ya únicamente el partido de la clase obrera, sino que su pensamiento principal debe ir dirigido a todos los desheredados, a todos los que la sociedad ignora, hiere, pisotea, rechaza en las cunetas de la marginación.”
En el caso de Ginzburg, los actos mayúsculos se hacen sin aspavientos, como cuando traducía a Proust y Flaubert en el escritorio del fondo de la editorial, los domingos, sin que nadie se enterara. “Si tuviera que traducir lo que me ha ocurrido en una imagen, diría que tengo la sensación de que de golpe el mundo se ha cubierto de hongos y que a mí esos hongos no me interesan. Y lo que deleita a mis iguales, a mí no me da más que rechazo”, escribe en Vida Colectiva. Y el 8 de octubre de 1991 muere en su casa de Roma, no sin haber concluido pocos días antes la traducción de Une Vie, de Maupassant, que sería publicada por Einaudi en 1996.
“Del fondo de nuestro cansancio, surge en nosotros la conciencia de las cosas, tan punzante que hace que se nos salten las lágrimas; tal vez miramos la tierra por última vez.” Ginzburg escribe sin palabras rimbombantes pero que son como lanzas que llegan a nuestro corazón y quedan ahí para siempre. La vida es así, y nadie tiene la culpa, pareciera decirnos, mientras va echando luz hasta hacernos creer que la literatura sirve para cambiar, en algo, apenas, el mundo.
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