Dom 09.10.2016
libros

JENNY ERPENBECK

DÍAS TERRIBLES

En la literatura de Jenny Erpenbeck, las grandes catástrofes de la Historia suelen ser expuestas a partir de los microrrelatos de sus protagonistas más anónimos. En El fin de los días, los episodios más crueles de la Europa del Este durante el siglo XX arman una trama donde lo real y lo conjetural confluyen.

› Por Fernando Bogado

El 31 de marzo de 2011, el PC Chino prohibió los viajes en el tiempo y la alteración ficcional de la línea temporal tal como la entiende el PC, ellos sí, basados en fuertes argumentos científicos. El bloque oriental, el segundo mundo, con la URSS, Europa del Este y China, siempre estuvo dominado por una idea de lo que la ficción correcta debía ser (teniendo en este tardío ejemplo uno de sus colmos, pero contando también con la obligatoriedad del Realismo Socialista y otros episodios que nos llevan a revisar el fuerte vínculo entre la realidad y la creación artística) entendida como una representación éticamente coherente, limitada. El fin de los días, de Jenny Erpenbeck, una escritora alemana (nació en Alemania del Este en 1969) poco conocida en nuestro país pero con una carrera de más de quince años como prolífica autora, muestra, precisamente, un ejercicio de liberación de esos límites creativos para contar una historia que atraviesa todo el siglo XX y que insiste, una y otra vez, en la capacidad de alterar lo que entendemos por “la historia oficial”.

La novela comienza en los primeros años del siglo XX en territorio del entonces imperio astro-húngaro con un entierro: una mujer de familia judía arroja los últimos puñados de tierra sobre la tumba de su pequeña hija fallecida. La madre y la abuela intentan consolarla con una expresión cuyo determinismo va a recorrer todo el resto del relato: “El señor te la dio, el señor te la quitó”. Pronto, de esa brutal escena vamos conociendo el trasfondo de una familia tradicional que se refugia en la religión frente a las incoherencias de un mundo que no va a parar de cambiar drásticamente frente a sus ojos. La hija que ha perdido a su bebé no tendrá otro camino más que el de la prostitución, un poco para evadirse del mundo, otro poco para buscar algo de consuelo en los cuerpos ajenos, sumando el hecho de que la comida precisamente no abunda en el lugar en donde vive. Mientras, el que era su pareja, padre de la niña muerta, huye a Estados Unidos, en donde cambia su nombre y busca un mejor destino luego de abandonar un puesto de funcionario imperial, encargado de la construcción de un tramo del ferrocarril Carl Ludwig de Galitzia. A todo esto tenemos que sumarle el hecho de que el frustrado matrimonio entre estas dos personas no fue mirado con buenos ojos por parte de la familia materna, cuyo abuelo decidió, apenas se enteró de que la niña se casaba con un “goy”, dar a su nieta por muerta y llevar adelante la ceremonia tradicional correspondiente.

Pero... ¿Qué hubiese pasado si la niña de este joven matrimonio hubiese sobrevivido? A través de la entrada de un capítulo llamado “Intermezzo”, siguiendo la estructura de una opera, se establece un breve paisaje condicional que abre la posibilidad de continuar la historia desde otro lado. Así, luego de que este fragmento plantee cambios a lo que se nos acaba de contar, seguimos en el libro II la historia de la niña ya crecida, el matrimonio todavía constituido y con otra hija. Ahora estamos en Viena, en 1919, un tiempo y lugar para nada amables que fuerza a la familia a pasar hambre, plantea la humillación de la prostitución por comida y las dificultades de una familia mixta en un mundo que todavía es presa de un fuerte antisemitismo. Sobre el final del capítulo, la joven establece un pacto suicida con un hombre desesperado que encuentra en la calle y abraza de nuevo el destino del que parecía haber escapado. ¿O no?

El fin de los días muestra muy bien esa lógica musical que Erpenbeck trae de su rol como directora de opera. Por un lado, cuenta la historia de una familia judía en Europa del Este durante los hechos más funestos del siglo XX a través de un personaje conjetural: la protagonista, de nombre incierto –dependiendo, siempre, del tramo de la historia en el que nos encontremos–, muere y escapa de la muerte en cada capítulo, a través de estos intermedios que cambian un par de hechos finales para mostrarla todavía viva, sobreviviendo al desastre para entrar en otro. Pasamos de Austria-Hungría a Viena, de Viena a la Unión Soviética, y luego al mundo que queda ya caído el Muro de Berlín, y en cada situación el paisaje se tiñe siempre de una terrible oscuridad que sólo deja flotando la certeza de que los personajes están sujetos a un azar que no controlan, como la organización de una pieza musical, que puede salir bien o mal según el capricho de una ejecución circunstancial.

La construcción de una forma tan cerrada y predecible atenta, en la segunda mitad del relato, a la historia que se cuenta, y si la primera mitad es ágil y cautivadora, la segunda malogra los resultados del comienzo, quizás, en parte, por haber dispuesto tanto la historia a un efecto sorpresa que, lógicamente, deja de sorprender una vez repetido.

El fin de los días. Jenny Erpenbeck Edhasa 312 páginas

Jenny Erpenbeck, quien publicó esta novela en 2012 y resultó ganadora por este mismo título del Independent Foreign Fiction Prize en 2015, ya había realizado ejercicios similares en la relación entre la Historia (con mayúscula) y la “pequeña historia”, como Visitation (2008), en donde todos los hechos humanos tenían lugar sobre el casi inmutable fondo natural de un jardín, que cambiaba a tiempos mucho más pausados y armónicos que las intempestivas modificaciones humanas. Erpenbeck es y no es realista, en ese sentido: juega, con una disposición formal rígida que, paradójicamente, quiere mostrar el azar en la vida de sus personajes (¿pequeñas alegorías de toda la humanidad?) y escapar a los límites del “tradicional” realismo; pero sumerge a esos mismos personajes en las zonas más oscuras de la historia del Este. El realismo de lo miserable parece seguir la lógica del naturalismo monográfico, ese título que el crítico húngaro György Lukács le puso a las obras de Émile Zola por retratar a un mundo suspendiendo la voluntad humana para cambiarlo. El tiempo es la clave de cualquier relato, alterarlo es el beneficio de la forma artística por sobre cualquier doctrina estética (y política), pero, claro, el problema es transformar el contenido en un mero fetiche. La miseria que se muestra miserable no es otra cosa que un producto más de consumo, en este caso, literario.

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