NICCOLò AMMANITI
En su novela Anna, Niccolò Ammaniti abreva en una ciencia ficción de tono suave y melancólico, describiendo un mundo sin adultos, en el que los niños sobreviven hasta la pubertad, cuando merced a un virus también deben disponerse a morir.
› Por Federico Reggiani
Es un hecho: a los humanos nos gusta imaginar el fin del mundo. Como pueden atestiguarlo Noé y su buque-zoológico, no es una novedad, pero desde fines del siglo XIX (y no parece que la cuestión vaya a detenerse) se multiplicaron las opciones disponibles para la destrucción total. Una de las imágenes más potentes que nos ha legado la ciencia ficción es la del sobreviviente que deambula por entre las ruinas de una civilización muerta. Buena parte de la ciencia ficción tiene la estructura de un silogismo: dada una idea, o un desarrollo tecnológico, o una catástrofe, se deduce el relato. La excusa para los apocalipsis suele ser sencilla, porque lo que interesa no es tanto la causa como el efecto. Es interesante, además, notar cómo cada época parece tener su modo preferido de destrucción. Los paranoicos tiempos de la Guerra Fría prefirieron la invasión extraterrestre o la bomba nuclear, nuestra época busca un apocalipsis más íntimo, biológico.
Anna, la novela del italiano Niccolò Ammaniti, retoma estos tópicos, pero para explorar otro límite, interno y temporal, de la civilización: la infancia. En esta ocasión, la masacre la produce un virus que ataca a toda la población mundial. El virus tiene una insidiosa peculiaridad: sólo mata a los adultos; los niños son portadores asintomáticos hasta que sus cuerpos maduran. Lo que nos cuenta la novela son episodios que ocurren cuatro años después de la epidemia: sólo han sobrevivido niños que consumen lo poco que queda de los tiempos en que había producción, sobreviven como pueden y esperan que por fin les llegue, junto con la pubertad, “la Roja”, la peste que comienza con manchas en la piel y culmina con fiebres, problemas respiratorios y muerte.
Anna es una niña de trece años, que cuida a su hermano de ocho. Viven en Sicilia, cerca de Palermo, en una zona semi rural: la tópica desolación de las ciudades destruidas es sustituida aquí por una naturaleza de la que nada puede obtenerse, porque los campos han sido arrasados por incendios y porque los niños no pueden producir: ni riquezas, ni alimentos, ni descendencia. Anna y su hermano Astor (bautizado así en homenaje a Piazzolla) sobreviven gracias a las pocas conservas que encuentran en los comercios saqueados y a un cuaderno escrito por su madre antes de morir y que Anna atesora con devoción. La madre escribió, con amorosa crudeza, todo lo que se le ocurrió que podían necesitar saber sus hijos. Desde el modo en que el virus se manifiesta (“Anna, tu serás mayor cuando te salga sangre oscura de la rajita. Astor, tu serás mayor cuando te salga semen, un líquido blanco, del pito”) hasta las previsiones sobre un mundo sin electricidad. Desde el modo de manejar la fiebre hasta cómo disponer de su propio cadáver.
Las novelas post-apocalípticas podrían dividirse entre las que apuestan al heroísmo de la resistencia y las que describen la melancolía y la tristeza: el modo en que el mundo se termina en Anna anula toda oportunidad de futuro. Las esperanzas de los nenes de Ammaniti suelen ser poco más que fantasías y por eso Anna es una novela profunda y genuinamente triste. Si la lectura se vuelve tolerable y placentera es por el amor de Anna hacia su hermano, que es el eje narrativo y el núcleo emocional. La acción se desata cada vez que Anna debe conseguir medicinas para él, cuando debe salir a buscarlo, cuando intenta darle una precaria educación o le inventa ficciones para protegerlo. Es una relación conmovedora, y es muy eficaz el modo en que Ammaniti construye una infancia verosímil. Los nenes de su novela no dejan de actuar como tales: alternan las decisiones más difíciles con el capricho, el desorden, la crueldad y el juego.
Susan Sontag habló de “la imaginación del desastre” a la que se entrega la ciencia ficción. “Vivimos bajo la continua amenaza de dos destinos igualmente temibles, pero en apariencia opuestos: la banalidad inagotable y el terror inconcebible”, escribió. Esos son los extremos entre los que viven estos niños terribles: el terror más absoluto de un mundo sin adultos -sin reglas y sin cuidados- y la absoluta banalidad del juego. Ese personaje que cifra en el hallazgo de un modelo especial de zapatillas Adidas su salvación es un buen resumen de ambos momentos simétricos.
En diversas entrevistas y reseñas que saludaron en Italia la aparición de la novela de Ammaniti como un acontecimiento se hace referencia a antecedentes prestigiosos, El señor de las moscas de William Golding o Soy leyenda de Matheson, Pero la idea que da origen a la novela es prácticamente la misma que la que se presenta en El último recreo, la historieta escrita por Carlos Trillo y dibujada con maestría por Horacio Altuna. En la historieta, de principios de los ‘80, hay una variación de la bomba neutrónica que mata a quienes han llegado a la pubertad. La acción sucede en Nueva York y los episodios particulares difieren, aunque, dada la premisa idéntica, no es extraño que haya similitudes: el deambular, la crueldad infantil, el temor ante la posibilidad del desarrollo sexual, el eunuco-rey, los recuerdos mitificados de los padres. No deja de ser un ejercicio interesante ver hacia donde llevan a dos autores las mismas premisas. Pueden ser diferencias de estilo individual, de época, de tradición cultural, pero es notable cómo desde América Latina (o desde una Nueva York vista con ojos de argentinos que editan en Europa) Trillo y Altuna construyeron un mundo cruel, pero donde se tejen redes de solidaridad y donde la esperanza es una posibilidad, mientras que en la Europa contemporánea o futura imaginada por Ammaniti no es más que una fantasía grotesca o amarga.
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