HENNING MANKELL
Consciente de estar enfermo de cáncer, Henning Mankell escribió Botas de lluvia suecas, la que sería su última novela publicada en vida. Se trata de una comedia agónica protagonizada por un médico lleno de experiencia y amargura, en un mundo terminal y caótico. Velado homenaje a Robinson Crusoe, el libro favorito de Mankell, es también un despliegue ficcional de las últimas reflexiones del gran escritor sueco.
› Por Martín Pérez
Casi al comienzo de Botas de lluvia suecas, su narrador, el solitario médico jubilado Fredrik Welin, cuenta que parte de su trabajo siempre fue tener que encontrarse a diario frente a personas asustadas. Recuerda en particular a un joven de apenas diecinueve años, que una mañana se despertó con tortícolis y fue a un traumatólogo. Pero el profesional sospechó que podía tratarse de otra cosa, y ordenó que le sacaran unas radiografías que demostraron que la tortícolis era en realidad un cáncer grave y, probablemente, incurable. Welin recuerda que cuando le comunicaron al joven la terrible noticia, de pronto comenzó a gritar como si alguien lo hubiera quemado o producido cortes en el cuerpo. "Jamás he oido a nadie, ni antes ni después, gritar como él", asegura. "Por eso nunca lo olvidaré".
Protagonista de la novela Zapatos italianos (2006), Welin es un personaje al que Henning Mankell regresó cuando ya le habían diagnosticado el cáncer por el que murió el año pasado. En su última entrevista, realizada poco antes de su muerte, Mankell aseguraba que no había dejado de trabajar desde que supo que estaba enfermo. La novela en la que decía estar trabajando entonces, y se supone que dejó inconclusa, trataba sobre las enfermeras nocturnas de los hospitales. Y un allegado aseguró que tenía pensado volver a Wallander cuando se cumplieran 25 años de su primer novela, algo que hubiese sucedido este año. Pero el último libro que Mankell alcanzó a ver editado fue esta segunda novela protagonizada por Welin, un personaje que asimila muchos de sus rasgos y recuerdos: tiene casi su misma edad y algunas de sus historias de juventud coinciden con las que el autor sueco desplegó en sus memorias Arenas movedizas, el primer libro que escribió luego de saber de su enfermedad.
En Arenas Movedizas, Mankell cuenta que se enteró que tenía cáncer de una manera muy similar al joven que recuerda su personaje: fue al médico porque tenía un dolor en el cuello que no se iba. De alguna manera, ese primer libro que escribió luego del diagnóstico que se demostró fatal es el equivalente a los gritos del joven que en su ficción corre con su misma suerte. Porque es un libro poderosamente melancólico y emotivo, pero su recurrente pesimismo sobre el destino de la raza humana es también un sordo aullido de dolor después de la inesperada noticia. Un libro duro de leer para sus lectores de habla hispana, que se encontraron con él casi al mismo tiempo que se enteraron de su muerte. Para sus lectores suecos, en cambio, debe haber sido más fácil enfrentar la mala nueva acompañados por el inesperado regreso de Welin. Ya que, pese a que resulta inevitable buscar paralelismos tanto en las reflexiones del personaje ante la vejez como en sus tormentosas meditaciones ligadas a la medicina, es una novela algo delirante, con una voz narrativa arrebatada e irritable, y en la que su autor se permite todo, tanto mezclar evidentes recuerdos personales con la ficción como poner a su protagonista en situaciones ya sea bochornosas como imperdonables.
Lo que explica que Mankell haya vuelto a Welin es justamente eso: que desde un principio fue un personaje que distaba de ser intachable. En Zapatos italianos –tal vez la mejor novela de Mankell fuera del ciclo de Wallander y las tramas con acento policial–, su autoexilio en una isla perdida en la helada costa sueca es interrumpido por la llegada de una ex novia aquejada por una enfermedad terminal, a la que abandonó de manera imperdonable cuando los dos eran aún jóvenes. Achacoso y entrado en años, mañoso y arrebatado, Welin se queda sin nada al comienzo de Botas de lluvia suecas. Despierta en la noche en medio de las llamas, y apenas si alcanza a salir de su casa con dos botas izquierdas, de diferentes pares, antes de que todo se queme ante la presencia desolada de sus vecinos, prestos a ayudar, que han ido llegando de las islas vecinas e intentado en vano apagar el incendio que deja a Welin sin nada, apenas con lo puesto, y muchos interrogantes por responder, entre ellos cómo fue que comenzó todo. Y qué hacer a partir de entonces.
En aquel último reportaje concedido antes de su muerte, Wallander repitió lo que había dicho siempre: que su novela preferida era Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, a la que releía al menos una vez al año. Así que resulta difícil no pensar en Welin como su particular homenaje a Robinson: un hombre que queda en su isla a la intemperie, solo con sus recuerdos. Las minucias que le empiezan a suceder luego del accidente son las que van llenando la historia, y vienen acompañadas de admirables personajes secundarios, como los dependientes de los negocios del pueblo y sus vecinos, todos taciturnos y envejecidos, incapaces de conseguirle unas simples botas de lluvia suecas. Todo parece hecho en China, se queja Welin, que tiene como curioso Sancho Panza al terco y entrometido Jansson, el ex cartero de la zona, un irreprimible hipocondríaco que le exige todo el tiempo una consulta, y que lo lleva y lo trae de la isla en su bote. Dos mujeres completan una vida diaria que no tiene nada de cotidiana, y son su hija Louise, de la que sabe poco y nada (se enteró de su existencia cuando aquella ex novia abandonada vino a buscarlo en su isla antes de morir), y la periodista Lisa Modin, interesada en el incendio, a la que casi dobla en edad, y con la que Welin se encaprichará emocionalmente de una manera que lo abochorna y entusiasma alternativamente.
Hay algo fascinante en los permanentes cambios de humor de Welin, cuyos devaneos y recuerdos enhebran una trama bastante libre, que gira alrededor de los secretos de Louise, y del incendio con que comienza la historia. Un siniestro que prueba ser intencional, y la policía local comienza a sospechar que –a falta de una mejor hipótesis– el culpable puede haber sido el propio Welin, buscando cobrar el seguro. Una acusación que enloquece de rabia al médico retirado, que va como pollo sin cabeza de anhelar la visita de la periodista a pelearse todo el tiempo con su hija, que aparece y desaparece de su vida a su antojo.
Llena de personas mayores y llena de muertes que llegan sin avisar, Botas de lluvia suecas es también una novela plena de escenarios absurdos, de islas con casas rodantes que no pueden ir a ningún lado, de visitantes fantasmagóricos que aparecen de la nada, y de arrebatos de humor desvergonzados, casi como una tragicomedia slapstick de emociones, como aquellos cortometrajes mudos de los Keystone Cops, con colectivos llenos de policías locos y acelerados, que chocan, vuelcan, se enderezan y van de aquí para allá. Hasta que, de pronto, aparece de la nada alguna señal que remite inmediatamente a todo lo que está pasando detrás de la novela, quién es su autor, y por qué la escribe. Como sucede, por ejemplo, con esta reflexión de su protagonista, disfrazada de recuerdo profesional: "¿Cómo era posible que los niños, a menudo muy pequeños, que deberían tener la vida por delante, actuaran con tanta tranquilidad y concientes ante el hecho de que iban a morir? Yacían en sus camas y esperaban quietos lo que había de llegar. En lugar de la vida que nunca tendrían, había otro mundo desconocido aguardándoles. Los niños morían casi siempre en silencio", cuenta Henning Mankell, el novelista que murió escribiendo.
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