Dom 08.06.2003
libros

Poesía samurai

Por Tamara Kamenszain


Un ángel acompaña toda la obra poética de Héctor Viel Temperley. El primer poema, escrito a los 18 años (1951), ya lo dice:

volteadas por el viento
mis botas caen al fin.
Y arrodillado
abrazo más que viento
Abrazo al ángel que hice con mis manos.

Ese cuerpo ajeno que despega cuando se descalza del propio es, de pies a cabeza, la presencia viva de lo otro. Una presencia que mantiene al yo, desde la adolescencia de la poesía de Viel hasta su maduración extrema, en permanente estado de natación (“yo mismo me remonto, me retrepo”). Porque las botas son “botas de ahogado” y, abrazado al salvavidas que él mismo fabrica con sus manos, “el niño que aprendió a nadar” se tiene que adelantar a su propio cuerpo para salvarse. Es un acto primigenio de despojamiento, un bautismo donde recibir el nombre supone estar preparado, al mismo tiempo, para salir a flote de la identidad. En ese acto, todo Viel Temperley, él y su anónimo ángel, empiezan a dejar atrás la estela de una obra.
El nadador, entonces, bracea en pos de lo suyo en una travesía contracorriente (“voy hacia lo que menos conocí en mi vida, voy hacia mi cuerpo”, insistirá el yo terminal de Hospital Británico, 1986). El que ya tuvo las botas puestas, el que calzó el peso de lo propio, aprende de la pérdida lo que significa avanzar (nadar) en pos de una renuncia. Para ir y venir por ese tránsito nada lineal, hay que haberse dejado alcanzar por la ajenidad (ángel):

Para ver tengo al lado como un ángel
que me dice despacio esto o lo otro
aquí o allí, encima o más abajo.
Siempre soy el que ve lo que ya ha visto
lo que ha tocado ya lo que conoce
no me puedo morir porque ya tengo
la muerte atrás vestida como novia
(El nadador, 1964).

Este nacimiento repetido que excluye toda novedad y, sobre todo, la muerte entendida como novedad, es un ejercicio contra el tiempo cronológico que vuelve a la poesía de Viel Temperley pura letra premonitoria. Hubo otras vidas, habrá otras y por eso la poesía se escribe sólo en presente. El poeta llama “religiosidad surrealista” a esta pulsión que consiste en mantener, para la instantaneidad del verso, todos los tiempos verbales a raya. Es una creencia en el más allá que, sin embargo, no respeta causalidades. Por eso el cristiano, dejado de la mano de Dios, nada con soltura por debajo de las imposiciones realistas: “me hundo en la iglesia de desagüe a cielo abierto en la que creo” (Hospital Británico). Por eso, también, los mandatos oficiales provocan en él una especie de extrañeza familiar: “quién puso en mí esa misa a la que nunca llego”. El reloj de la iglesia marca la hora de la misa fijando un tiempo al que la poesía siempre ya se había anticipado. “La poesía quema nuestras etapas”, decía Paul Celan, y Viel, en nombre de su ángel, adelanta para la vida todo lo que después la historia oficial archivará como dato muerto. A través de este método anticipatorio el poeta hace resucitar todo, incluso las fechas.
Febrero 72-Febrero 73 se titula un libro de poemas de 1973. El título, que para gran parte de la mal llamada literatura suele ser el resultado de una abstracción estetizante, es aquí una fecha. Fecha que, rescatada del olvido extraliterario, adquiere valor de testimonio. Ya no consigna, a pie de página, el principio y el fin de un proceso archivable. Ahora anuncia, desde la tapa misma del libro, que una experiencia de vida marcó a fuego la carne del poema –“como se grabaría una fecha en un árbol, cifras de fuego quemando la corteza” (Derrida)–. Porque en una poesía como la de Viel, vida y literatura confluyen de entrada por la vía regia que abre la natación. Al revés de lo que sucede en un diario íntimo, donde se fecha para dar cuenta de que los hechos realmente se vivieron, aquí se fecha para anticiparse a cualquier hecho transformándolo de antemano en acontecimiento. Por eso hay que aprender a nadar. Para sacarle al tiempo la ventaja de su fecha. Así, la experiencia de un año dentro de la escritura –de febrero a febrero– se titula libro. Es una experiencia que se repetirá, cambiada, en el nacimiento repetido de otros libros. “Febrero 74, Febrero 72, Febrero 76/ y otros dos más, impares pero idénticos (...) oh febreros con números que nunca vi”, dice Carta de marear (1976). Y Legión extranjera (1978), para desalentar cualquier interpretación biografista, agrega: “hablo de todas las horas y de todos los días/ y de todas las estaciones y de todos los años”. Esta singularidad universal que habla por boca del ángel supone, por un lado, pagar la deuda contraída con la finitud (Viel, como queda claro, no concibe una literatura más allá del tiempo) y, por otro, curarse en tiempo. Así entendido, Hospital Británico, ese libro utópico donde ya no habla el yo lírico sino las fechas, podría pensarse como la clínica de todos los libros anteriores rescatados por la salud en el tiempo. Crawl, por su parte, se deja leer como esa feliz sincronía de un estilo, donde ángel y yo consiguen nadar a un idéntico tiempo lírico. Y Legión Extranjera, en la perspectiva que aporta la obra completa de Viel Temperley, aparece como el tiempo gozoso, a cielo abierto, que marca el ejercicio de la escritura.
Ya muchos años antes, en El nadador, el poeta había citado a Marcos, 5 cuando dice: “Mi nombre es Legión, porque somos muchos”. Y no sería desacertado afirmar que Legión Extranjera es, por excelencia, el libro de los otros. Los ángeles aquí se multiplican como panes o peces. En permanente estado de campamento –“Poemas de la bolsa de dormir”, se titula la primera parte del libro–, el que se afeita con “filo equilibrado” (apelación publicitaria de época referida a las hojas de afeitar Legión Extranjera) busca trocitos de espejo que le devuelvan una imagen. A falta de espejo, serán los árboles, las estrellas, las piedras, los animales, el mar los que con su mirada inanimada armen el tempo de un relato subjetivo. Estos versos de “Bajo las estrellas del invierno”, tal vez el poema estrella bajo el cielo de la obra de Viel, lo dice así:

Pienso en todas las horas pienso en todos los días
pienso en todos los años sin encontrar mi imagen
Pero una liebre un pájaro una perra
me miraron a los ojos al corazón al sexo
como creo que sólo me miró también el mar
una madrugada de verano en que vagaba
con una pistola en el puño sin tener dónde afeitarme.

Como Alta Marea de Enrique Molina, esta pequeña pieza maestra de la literatura argentina condensa, en un solo golpe de dados, todo lo que se necesita para narrar cuando al mismo tiempo se escande. Ya Molina había dicho en el prólogo a Carta de Marear (1976) que en la poesía de Viel Temperley “el relato no es lineal sino irradiante”. Y desde esa perspectiva podríamos afirmar que lo que relata “Bajo las estrellas del invierno” es ni más ni menos que la historia no oficial de un hombre que abandona lo humano para poder ser mirado por lo otro. Así, extranjero de sí mismo, se transforma en legión. “La vergüenza de ser un hombre: ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir?”, se pregunta Gilles Deleuze. YViel, por boca de la multitud de voces que pueblan de diálogos Legión Extranjera, contesta con otra vuelta de tuerca:

Sabiendo que en seguida iba a perderme como un hombre
–Me gusta esa manera de escribir –me dice
–No estoy escribiendo –le digo–. Estoy
hablando.

Es que escribir en estado de campamento es un modo de hablar. Una poesía de “Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua” (Deleuze). Una cháchara extranjera bajo cuya lengua filosa y desequilibrada vive la amenaza de la autoaniquilación, si entendemos que portar una pistola en el puño es un recordatorio para andar siempre dispuesto a abandonar lo humano.
Por eso sería un despropósito, aun ante la salida de la Obra Completa, pretender armar alrededor de esta poesía samurai un mito de autor. Mejor tallemos en el árbol de la literatura argentina la fecha 2003. Año en que por fin la poesía de Héctor Viel Temperley arriba toda junta hasta la orilla de nuestra lectura. Es seguro que de esta experiencia extrema de encontrarnos, cuerpo a cuerpo, con el ángel vivo de un escritor, saldremos cambiados. Porque estos versos, que condensan lo más certero de nuestra tradición, lo más extraño y familiar de nuestra lengua, ya nos están devolviendo, desde su espejo roto y precario, un adelanto en el tiempo de nuestros atrasos: para escribir después de Viel habrá que aprender a nadar.

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