RESEñA
La lengua del padre
EL GHETTO
Tamara Kamenszain
Sudamericana
Buenos Aires, 2003
POR DELFINA MUSCHIETTI
El nuevo libro de Tamara Kamenszain instala desde su dedicatoria la figura de la paradoja, la figura que recorre la retórica del pensamiento postmetafísico. Forma del eco de la imagen en el territorio cerrado y voz de salida circular, cortada, circuncisa. La dedicatoria le dice al nombre del padre: “En tu apellido instalo mi ghetto”. Paradoja: el instalarse para salirse. Minorizarse para desencajarse.
Todo un trabajo de deriva e investigación tras un hilo suelto o liberado en esa línea que une nombres, parentescos y patronímicos, genealogías y lenguas maternas. ¿Es posible pertenecer?, parece preguntarse el texto. Y en esa condensación específica del lenguaje poético no sólo habla de patria y de historia sino de políticas, exterminio y literaturas menores. Y es que es un cuerpo de mujer doblegado por milenios de tradición judaica y patriarcal, una lengua extraviada en el arte de exiliarse en la lengua del Padre, en el cuerpo cortado del otro: “Y a mí de qué me sirve la parte del varón”. Le dieron una parte tajeada, ausente, donde fundarse. Por eso ghetto encerrado y corrido sobre la nada: “Son todos hombres, los veo venir”. Por eso “grita yo es otra”. ¿A dónde llegar en ese peregrinaje imposible? Toledo, Nueva York, Rusia, Buenos Aires, Quilmes, Ezpeleta, esquina Güemes: “Familia Kamenszain”. El nombre, paradójicamente, funda el territorio y la frontera por donde salirse. Se trata de un entierro y un viaje en la memoria. Muere el padre y nace otra lengua: “Voy a entregarlos en fecha”.
Si el viaje en el pasado trae fragmentos como “esos chicos con apellido descompuesto... inmigrantes por vomitar en cubierta”, el punto de llegada es “ese hogar descampado... ese perímetro que nos concentraba”. Descubrimos en el diccionario que ghetto (llamado barrial y porteño por el poema de Tamara) es un derivado y una mutilación de la palabra italiana borghetto: “Barrio en el que vivían o eran obligados a vivir los judíos en algunas ciudades de Italia y otros países”, de donde viene el encierro, la concentración, el campo (antes barrial, ahora global). Lo que logra el libro de Tamara es esa concentración paradójica, esa liberación potente de la forma: el hallazgo de una cantidad formal que se concentra y libera otra lengua, como quería Rimbaud: lengua y yo que destraban identidades para fundarse en la fuga. Es el tono y el ritmo que el neobarroco de Tamara estaban buscando incesantemente desde tiempo atrás –La casa grande (1986), Vidas de living (1991), Tango bar (1998)– y que aquí parece encontrar un punto exacto de cadencia sintáctica entre salmódica y tanguera, una tonalidad que nos atrapa como un eco de la memoria de nuestros sentidos: “Bajo el humo de chorizos arrebatados”, dice el poema en la escena del cementerio de La Tablada.
Una escena íntima y privada (el entierro del padre) se vuelve lugar de cita y familia literaria, complicidad en el dolor, porque cuando leemos “Quilmes y Ezpeleta” en el itinerario hacia el funeral, nos llega como en ecos deshilachados la voz de su compañero de generación y de tribu, Néstor Perlongher; o, en la cita de “un poema del primer Girondo”, la ventana de la voz del maestro desde donde la que escribe, extranjera, mira a Europa; o ese otro nombre del padre, Freud, que articula el juego precipitado del lenguaje y la pregunta: “¿Sos masoquista vos?”. Es que la palabra se ha hecho carne –“tránsito pesado”, dice el poema–: arranca desde la infancia, tejiendo la memoria de una y de todos, en viaje de apropiación y desapropiación. La poesía nos ofrece así ese privilegio de encontrar en un detalle de sonido o en una torsión especial de la sintaxis, el despliegue súbito de la memoria de un cuerpo individual por siempre ligada a una historia, a una cultura, a una lengua madre-patria que crece a su vez desconociéndose, mutando, migrando de una tierra a otra, de una lengua a otra. Sin olvidar jamás, como en redoble amplificado, el sonido sinfónico de fondo: todos los ghettos, todos los exterminios, todos “los números del antebrazo”.
Cuerpo rayado por la discriminación racial (o de género o de clase), lenguas cortadas o campos de concentración que se huelen en la lejanía y se apilan uno tras otro en la memoria (Holocausto judío, desaparecidos en la Argentina, todas las fosas comunes). Estos poemas no hacen sino anclar en las raíces del matadero para hablarnos de la familia y las políticas del encierro y la guerra, del cuerpo tajeado por una lengua colonizada o inmigrante judía, o joven recién nacida, que en la torsión del poema huye y se presenta, nos habla con la violencia ajena y panóptica de todos los días. No hay salida para ese dolor, parece.
El poema final merece comentario aparte. Si se titula “Judíos” (casi como una tautología cerrando el ghetto), no hace sino hablarnos de un viaje por los morros de Río de Janeiro y la subida al Cristo, y mostrarnos nuestra propia mirada extrañada de turistas frente a ese precipicio, esa realidad descubierta de tercer mundo cada vez más honda. Nuestra mirada que se vuelve extranjera (carnaval, cambalache tanguero), tanto al mirar Río como al mirar Buenos Aires, ésta que ahora desconocemos, vuelta toda ghetto pobre, discriminados todos en un mismo crimen. Es el nuevo territorio torturado, “del argentino la parte en camiseta”. Mientras respiramos el vértigo del ritmo del poema, su tam tam de Río y Buenos Aires, exterminados buscando un “pasaje de salida”, marcamos la raya como cuando éramos chicos y decimos, con Tamara, “hasta aquí llegamos”, y nos abrimos a lo que viene abruptamente mirando el vacío blanco de la página, una carga particular de la energía que espera.
Otra forma de celebrar la paradoja de una poesía que experimenta nuevas formas para decirse, con la misma violencia con que la realidad sacude a un cuerpo vivo en esta cultura. Una poesía que nos habla de lo más íntimo y ajeno al mismo tiempo: el dolor o el amor del otro clavados en nosotros mismos.