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Domingo, 15 de junio de 2003

El boom alemán

por Silvia Fehrmann

La lengua alemana es un territorio difícil de habitar. En ese idioma se construyeron portentosos edificios del pensamiento y un siniestro sistema de exterminio. Frente a la página en blanco, un escritor en lengua alemana no sólo se enfrenta a las sombras de esos edificios literarios y teóricos. También tiene que confrontarse con una lengua que sirvió para dar las órdenes que perpetraron el mal absoluto. Los escritores reunidos en la presente antología (que afortunadamente no cae en la limitación de circunscribirse a una generación o a un país) trazan distintos caminos por ese territorio que lleva las huellas de la historia del siglo XX. Lo hacen a su manera: con la imborrable consternación de quienes habitan en el país (en la lengua) de las víctimas y de los victimarios.
En ese sentido, y con sabio criterio, la antología de Verena Auffermann traza tópicos, hilos conductores, leitmotivs. Una tarde de verano, unos jóvenes se topan en una estación ignota con un tren que va a Lourdes cargado de peregrinos enfermos (“La demora”, de Peter Stamm). La protagonista de “Cine y fatalidad” de Ilse Aichinger vuelve a ver la misma película una y otra vez para ver la misma escena con trenes: una manera de estar cerca de su familia que pereció en un campo de exterminio. En “Una mosca atraviesa medio bosque”, Herta Müller cuenta de una mujer que tras varias décadas sigue esperando al hombre que acaso pereció en un campo de castigo; en los trenes, observa, todo habla de los campos pero la gente calla.
Lo que no aparece en estos relatos es alguna intención moralizadora o educadora: simplemente comprueban el estado del mundo y la fuerza de las palabras para dar cuenta de los acontecimientos. “¿Habrá que desconfiar para siempre del mes de mayo porque en ese mes partió el tren hacia el campo de la muerte?”, se pregunta Ilse Aichinger. Esa actitud –sopesar las palabras en lugar de dictar sentidos, en suma: narrar, no pontificar— diferencia a estos escritores de la tradición de los escritores alemanes de la posguerra.
Acaso sea pertinente recapitular brevemente la historia literaria de los años posteriores a 1945. Ante el panorama de una Alemania devastada y en ruinas, la generación de Heinrich Böll, Günter Grass y Hans Magnus Enzensberger se propuso reconstruir una sociedad democrática a través de grandes relatos que luego recorrieron el mundo. También del otro lado del muro, en lo que fue la República Democrática Alemana, se asignaba a la literatura una posición de extraordinaria importancia. Allí servía como sucedáneo de la opinión pública burguesa inexistente en el régimen socialista; los mensajes y las informaciones se transmitían entre líneas.
Con la caída del Muro, la población del Este comenzó a leer diarios sensacionalistas y dejó de necesitar de la literatura para mantenerse informada, para participar del discurso de la esfera pública no oficial. Haber perdido esa función social fue un duro golpe para los escritores de la RDA. Al mismo tiempo, también perdieron en Occidente el crédito a favor que significaba su condición de disidentes: sus textos dejaron de ser noticia. Los autores occidentales, en cambio, ya estaban vacunados contra esa decepción: habían tenido mucho tiempo para resignarse a la falta de incidencia de su literatura en la sociedad.
Entonces, tras la caída del Muro, lo que sucedió en el campo literario de Alemania fue el desencuentro. Con trazos similares al debate entre los que se fueron y los que se quedaron en tiempos de la dictadura argentina, los escritores se trenzaron en una discusión sobre las complicidades con el poder de turno que terminaron desprestigiando a los grandes nombres de ambos lados por igual. De ese conflicto da cuenta Hans Joachim Schädlich en “El asunto de B.”, una historia de hermanos que se traicionan, unrelato en clave sobre los enfrentamientos de los mandarines literarios contado por el idiota de la familia.
Luego vino el boom. En la segunda mitad de los años noventa, los narradores alemanes se reencontraron con su público. Los libros se vendían, los escritores jóvenes devinieron personajes públicos de lo más atractivos. Los suplementos culturales de los diarios de Alemania (temibles tribunas de opinión de un alcance impensado en nuestras tierras) se sumaron a la euforia: por fin volvía a haber una literatura legible en una lengua en la que en las últimas décadas se habían dado a luz grandes novelas, pero que había visto mermar a sus lectores.
Ese reciente boom es consecuencia también de un cambio de generación y de mirada. Los escritores que rondan los treinta y cuarenta años han dejado atrás la tradición del idealismo alemán y ya no creen que la literatura sea una instancia moral y educadora, lo que en cierta medida supone una liberación. Una interpretación apresurada quiso ver en este boom narrativo una definitiva capitulación ante la short story norteamericana. El malentendido fue prohijado por el germano-oriental Ingo Schulze, quien abrazó las formas narrativas de Raymond Carver o Ernest Hemingway para dar cuenta de los profundos cambios que implicó la reunificación alemana. A modo de ejemplo, léase su “Berlín Bolero”, un despojado relato sobre la especulación inmobiliaria en Berlín, o “El zapato izquierdo”, el cuento de Felicitas Hoppe sobre una excéntrica hermana que visita una y otra vez Berlín para quedarse sentada en un sofá, empeñada en ignorar esa ciudad que considera un invento.
Sin embargo, si por un lado privilegiar la narración parece una adaptación a los mecanismos del mercado cultural, en aras de hacer justicia al fenómeno del boom alemán habría que tener en cuenta que la recuperación de la narrativa también es consecuencia del reencuentro con la tradición narrativa de Europa Oriental. En efecto, bajo el socialismo real, y como suele suceder cuando no hay libertad de expresión, la transmisión oral tenía un papel clave. A falta de un discurso público creíble, el intercambio de relatos en clave metafórica se transformaba en la mejor manera de explicar el mundo.
A diferencia de los cuentos breves norteamericanos, que suelen ser escritos sobre el horizonte de una normalidad eterna e imperturbable, los relatos reunidos aquí no sólo incluyen una permanente alusión a la historia, sino que también dan pruebas de una subterránea violencia propia de los momentos críticos de una sociedad. Así, “En el país de Od” de Georg Klein cuenta los malabares al borde de la ley que hacen para sobrevivir unos trabajadores precarios: una refutación del paraíso de la prosperidad alemana. Stefanie Menzinger articula en “Contacto con Occidente” una suerte de pálido reflejo de un cuento policial donde la víctima muere tras encontrar a orillas del mar Báltico un maniquí con anguilas en los ojos. En “Junto al lago”, Thomas Lehr pergeña un complot para hacer estallar la confianza de los suizos en la regularidad del mundo.
También los estrechos márgenes en que transcurre la vida moderna aparecen en estos relatos: Gert Loschütz cuenta en “Las puntas de los dedos” una historia de adulterio, sangre y renuncia al amor en un pueblo de provincia. Arnold Stadler relata una inquietante “Excursión al Africa”; Christoph Peters narra una guerra de termitas y hormigas observada por un cirujano estético; Lydia Mischkulnig reflexiona en “Corazoncito” sobre lo poco que queda de una vida cuando alguien muere solo.
Tampoco faltan en esta antología relatos que dialogan con los grandes escritores del pasado. Es que también Franz Kafka es clave para entender esta recuperación de las formas breves en la literatura alemana. En este sentido, otro de los leitmotivs consiste en el jardín zoológico, ese dispositivo que pretende cruzar la naturaleza con la razón y que desdesiempre apasiona a los alemanes. Los animales son cifra del desasosiego y la violencia en las “Cuatro miniaturas” de Katja Lange-Müller. En “La pregunta del gepardo”, Terezia Mora pone en cuestión la relación entre burocracia y vida.
Por último, vaya una referencia a un relato que no parece integrarse en los tópicos descritos y que a la vez los contiene todos: “Transacciones o La escuela de la vida”, de Ingomar von Kieseritzky. Los personajes (una familia en decadencia que falsifica antigüedades y unos alumnos de bachillerato en letras clásicas) parecen tomados de Thomas Mann, pero en lugar de novela de formación, se relata cómo se aprende a llenar páginas en una composición escolar: a falsificar un relato para el poder. El narrador no hace otra cosa que contar una buena parte de esos lugares comunes en que se ha transformado la vida moderna, por llamarla de alguna manera: descubrirse en el mundo, ir a la escuela, estudiar cosas superfluas, enamorarse por vez primera y sufrir de desamor, aprender a hacer transacciones, ingresar en la fuerza laboral. Esa secuencia de la que se componen las vidas occidentales y modernas en tiempos de paz sólo cobra sentido si se transforma en una manera de inventar, de leer, de mirar, en suma, si lleva a trazar un territorio propio. Algo de eso recorre todos estos cuentos: la necesidad de encontrar palabras para trazar un territorio. Aquí los relatos, allá el silencio.

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