Dom 29.06.2003
libros

“No te tomes en serio nada que te haga reír”

Por Eduardo Galeano

En uno de sus cuentos, Osvaldo Soriano imaginó un partido de fútbol en algún pueblito perdido en la Patagonia. Al equipo local, nunca nadie le había metido un gol en su cancha. Semejante agravio estaba prohibido, bajo pena de horca o tremenda paliza. En el cuento, el equipo visitante evitaba la tentación durante todo el partido; pero al final el delantero centro quedaba solo frente al arquero y no tenía más remedio que pasarle la pelota entre las piernas.
Diez años después, cuando Soriano llegó al aeropuerto de Neuquén, un desconocido lo estrujó en un abrazo y lo alzó con valija y todo:
“¡Gol, no! ¡Golazo! –gritó–. ¡Te estoy viendo! ¡A lo Pelé lo festejaste! –y cayó de rodillas, elevando los brazos al cielo. Después, se cubrió la cabeza–: ¡Qué manera de llover piedras! ¡Qué biaba nos dieron!”
Soriano, boquiabierto, escuchaba con la valija en la mano.
–¡Se te vinieron encima! ¡Eran un pueblo! –gritó el entusiasta. Y entonces, señalando a Soriano con el pulgar, informó a los curiosos que se iban acercando–: A éste, yo le salvé la vida.
Y les contó, con lujo de detalles, la tremenda gresca que se había armado al final del partido: ese partido que el autor había jugado en soledad, una noche lejana, sentado ante la máquina de escribir, el cenicero lleno de puchos y un par de gatos dormilones.

***

Él no escribía sobre sus personajes: escribía con ellos. Y en sus libros, abiertos, entrábamos, entramos, los lectores.
Cualquiera de nosotros podría decir:
–No es que lo lea. Es que él me escribe.
Triste, solitario y final fue la primera comunión, y desde entonces la ceremonia continuó en sus libros siguientes.
En esta novela inicial, el autor encuentra, en el camino, a un detective, nacido de otro autor, y con él emprende la búsqueda de un par de cómicos perdidos en la bruma del tiempo. Y tan convidante es el camino que basta leer estas páginas para que cualquiera se convierta en autor, detective y cómico. Con toda naturalidad, como quien no quiere la cosa, el lector se mete en el libro y acompaña las malandanzas de Osvaldo Soriano, Philip Marlowe, Stan Laurel y Ollie Hardy, que de lío en lío, de tropezón en tropezón, van deambulando por todas partes sin llegar a ninguna.

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Como en un ritual de iniciación, Soriano abrió su vida literaria rindiendo homenaje a sus maestros de la novela policial y el cine mudo. Eran, todos, perdedores. Él nunca pudo tragar a los exitosos, que en estas páginas encarnan John Wayne y Charlie Chaplin, y en cambio se reconoció siempre en los condenados a la ruina, la soledad y el olvido. Por ellos, los nacidos para perder, escribió Triste, solitario y final. Y perdió: presentó la novela al concurso Casa de las Américas, y perdió. Ariel Dorfman votó en minoría, y la mayoría del jurado premió a otro.
A partir de entonces, Soriano fue un escritor de éxito. Pero él nunca se lo creyó. Ésa no era su música, no sonaba como suya. El éxito no lo cambióni un poquito, aunque le agobió la vida, y quizá se la acortó, por las exigencias que le impuso.

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No tenía pasta de engrupido. Y más: está científicamente demostrado que se quedó calvo de tanto tomarse el pelo a sí mismo. Así se ganó, en buena ley, el derecho a tomar el pelo a los demás.
Los grandes mitos argentinos, mitos, manías, mitomanías, eran el blanco predilecto de sus chistes, en las largas sobremesas y en las noches de humo y amigos, y también eran el tema recurrente de su obra. Sus novelas, sus relatos y sus crónicas supieron revelar las derrotas que las victorias disimulan, las infamias que las glorias disfrazan, el desamparo y el miedo escondidos bajo las máscaras de la arrogancia. Con ojos implacables y entrañables, Soriano fue capaz de desnudar la ridícula impostación de una sociedad educada en el pánico al ridículo, a la que jamás miró desde afuera. Desde adentro, con dolor y con humor, arrojó sus tortazos de crema a la cara de chantas, fanfarrones y purapintas.

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Era desopilante escuchar las antiheroicas historias que le habían ocurrido desde que nació. Mucho nos dio de reír a quienes tuvimos la suerte de escucharlas en vivo y en directo.
Y no por casualidad fue este perfecto antihéroe quien nos ofreció, en sus obras, la contracara del sistema de valores que en el mundo manda. “No te tomes en serio nada que no te haga reír”, había dicho alguien alguna vez. Con divertida seriedad, sin la menor solemnidad, Soriano se identificó con sus personajes más desvalidos, vagabundos, delirantes, fracasados, especialistas en meter la pata y en vivir historias que siempre acababan mal. Y desde ellos escribió una comedia en la que todos somos actores, y en cada lector encontró un cómplice para el largo atentado que cometió, libro tras libro, contra un mundo que tan al revés recompensa y castiga.
No fue fácil. Trabajó mucho en eso, noche tras noche a lo largo de sus días, guiado por los críticos que le merecían fe. Quiero decir: sus gatos, que a veces maullaban aprobación y a veces le destrozaban las páginas que no valían la pena.

***

En el último diálogo de Triste, solitario y final, Philip Marlowe pregunta al autor:
–Dígame, Soriano. ¿Por qué se le dio por meterse con el Gordo y el Flaco?
Y Soriano contesta:
–Los quiero mucho.
Así de simple podría ser nuestra respuesta, si alguien nos preguntara por qué seguimos recibiendo la visita de los muchos amigos que él nos presentó escribiendo.

Montevideo, otoño, 2003

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