Dom 03.08.2003
libros

RESEñA

Vivir sin fundamento

REVUELTA Y RESIGNACION
ACERCA DEL ENVEJECER
Jean Amery

Trad. Marisa Siguan Boehmer
y Eduardo Aznar Anglés
Pre-textos
Valencia, 2002
144 págs.

POR FLORENCIA ABBATE

Un hombre que no busca consuelo es siempre un ser casi único en su género. Tal es el caso del vienés Hans Meyer, nacido en 1921 y más conocido como Jean Amery, seudónimo que adoptó para expresar su rechazo a la cultura germana tras haber estado confinado en Auschwitz durante dos años. Autor de dos novelas y siete volúmenes de ensayo, Amery no ha tenido, sin embargo, la repercusión mediática de otros sobrevivientes. Sucede que la singularidad de sus textos reside en su violenta negativa a brindar un saber edificante, esa píldora que le es tan cara al ciudadano medio. Amery supo inventar una política del resentimiento. Hizo de éste un arma para su antipática misión: recordarnos permanentemente –con la autoridad de quien lleva en el brazo una marca indeleble de seis dígitos– que sería indigno reconciliarse con la condición inhumana de la existencia, que no es posible apartar ni limar el horror, y que la única esperanza, si queda, es la vergüenza.
Por eso, libros como Más allá de la culpa y la expiación o Levantar la mano sobre uno mismo resultan revulsivos. Tanto como inquietante la advertencia que precede a Revuelta y resignación –cuyo título original era Acerca del envejecer a secas–: “Quien espere conocimientos que le puedan ayudar a organizar su vida en un estadio determinado, el del envejecer, quedará decepcionado con este libro; no he podido aspirar a nada semejante”. En efecto, el volumen no es un manual de autoayuda sino un lúcido fuego que incendia todos y cada uno de los mitos complacientes sobre la decadencia. El autor no se permite el bálsamo de imaginar a los ancianos como reservorios de sabiduría alguna, o bastiones de la tradición en el caos posmoderno. Ninguno de los lugares comunes a los que hipócritamente recurre la misma sociedad, que entrega cada vez más productos y servicios “para no sentirse viejo”. Por otra parte, Amery no quiere ofrecer un esquema conceptual. Repele la pretensión cientificista, la buena conciencia académica y cualquier forma de esa inteligencia tan lejana al latido de la vida y sus heridas. Elige ceñirse, en cambio, a la inmediatez sensible del cuerpo, cargar de realidad las palabras hasta que transmitan la vívida impresión de las urgencias físicas. Se pliega al balbuceo del que sufre, y muestra así que tal vez hacer hablar a lo oprimido no es reproducir “la voz del otro” sino que requiere ensimismarse en la epidermis del dolor hasta que el gesto linde con la impudicia.
Para Amery, el envejecimiento es una disminución progresiva en la que el individuo experimenta su cuerpo como una enfermedad, pierde su lugar y queda a la intemperie, desarraigado, cada día más solo y más extraño a sí mismo, a los otros que lo rodean y a la época toda: “En el envejecer, el mundo se convierte en nuestra negación”. Pero no se trata de un mero lamento. El planteo que el autor se formula es cómo estar a la altura de esa experiencia: ¿cómo hace una persona para aceptar lo que le pasa y no buscar refugio en ningún autoengaño, cuando eso que le pasa no es grato sino terrible?
“Del campo salimos desnudos, expoliados, vacíos, desorientados”, anotó Amery alguna vez. Y se diría que desde esa desnudez quiso seguir hablando. Hasta 1978, año en que se suicidó, se empeñó en revelar la mezquindad de discursos sociales demasiado vestidos, a la par que hacía suya esa idea deJoe Bousquet que dice: “Conviértete en el hombre de tus desgracias, aprende a encarnar su perfección y su estallido”. En otra ocasión sostuvo que los prisioneros con mayor chance de sobrevivir o por lo menos de morir con dignidad eran personas de fe, marxistas y judíos ortodoxos, para quienes su individualidad se subordinaba a una instancia trascendente que no se interrumpía en ningún lado, ni aun en Auschwitz. Amery no creyó en la trascendencia ni se consoló con la intuición de un destino o un significado, y acaso por eso el tema principal de toda su obra haya sido, en última instancia, la relación del sujeto con su muerte. Pero aquello que da la medida de su valentía y entereza es que, como muestra este libro, su implacabilidad para abordar la muerte no es sino una manera de hacerle justicia a la vida: a su valor caprichoso, sin fundamento.

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