Domingo, 10 de agosto de 2003 | Hoy
Herbert Marcuse, nacido en Berlín en 1898 y emigrado a Estados Unidos
en 1933 (de donde, a diferencia de sus amigos y colegas de la Escuela de Frankfurt,
Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, nunca habría de volver), murió
a fines de julio de 1979 en Starnberg, Baviera, mientras visitaba a Jürgen
Habermas. Ya demasiados judíos fueron reducidos a cenizas en Alemania,
razonó Ricky, su tercera esposa, y por eso decidió, inocente hasta
la torpeza, o torpe hasta la exasperación, que fuera cremado en Austria.
Como la legislación estadounidense desaconseja el envío de semejantes
elementos a direcciones particulares, la urna fue a parar a una agencia funeraria
de New Haven, cerca de donde vivía su hijo Peter. Nueve años más
tarde murió Ricky y algunos después el socio de Peter, que se
había encargado del asunto, por lo que las cenizas quedaron olvidadas
en la funeraria hasta que, otra década más tarde, al nieto de
Herbert le llegó un mail preguntando por la tumba de su abuelo.
“Es una pregunta interesante”, contestó el nieto Harald (profesor
de Historia alemana en la Universidad de California), y se puso en contacto
con su padre, Peter, quien le confirmó la historia de las cenizas: “Estás
en lo cierto. ¿Las querés?”. De ahí en más,
la familia Marcuse discutió qué hacer con su ilustre antepasado
redivivo (el curioso lector puede consultar el divertido intercambio epistolar
en www.marcuse.org) y al fin se decidió a hacerlo descansar en su lugar
de nacimiento.
El largo adiós
Menos que la urna (que llegó como equipaje de mano junto con la familia
un viernes por la mañana), lo que causó sensación fue el
Cadillac negro en que fue paseada por el centro de la ciudad camino al cementerio.
La tremenda Limousine del año ‘66, uno de los autos más
caros y lujosos de su época, ya estaba definitivamente estacionada en
el Museo de Técnica de Berlín, pero fue resucitada para la ocasión
por pedido de la familia (primera versión), por pedido del equipo de
televisión que cubrió todo el evento (segunda), o bien (tercera
e invencible en simpatía) porque el dueño de la funeraria que
organizó el entierro es un viejo revolucionario del ‘68 y aún
recuerda que en ese mismo auto, además de Marlene Dietrich y otros prominentes,
fueron transportados los restos de Benno Ohnesorg, el estudiante muerto a balazos
por la policía en junio de 1967.
Como fuere, tanto el fastuoso transporte como la macabra historia de las cenizas
hicieron de la ceremonia un evento algo bochornoso. A eso se sumó que
el cementerio elegido, uno de los más selectos de Berlín, alberga
las tumbas de Fichte y de Hegel (una pegadita a la otra, por deseo de Hegel),
de Brecht (y su mujer, y alguna amante), de Ana Seghers y de otras muchas personalidades.
Pero así y todo, Marcuse fue a parar (el viernes siguiente, un día
antes de su cumpleaños número 105) enfrente de un famoso comediante
de la RDA. Entre una y otra cosa, la Universidad Libre de Berlín lo honró
con un coloquio en la misma aula en la que el autor de El hombre unidimensional
habló un mes y medio después del asesinato de Ohnesorg sobre el
“El fin de la utopía” y “El problema de la violencia
en la oposición”, charla que lo convertiría en una suerte
de padre del movimiento estudiantil contestatario. En aquel entonces fueron
tres mil los que llenaron el aula en cuestión; esta vez no fueron más
que unos cientos. Que no vinieron sólo por él sino, sobre todo,
por ella.
Ella
“Es negra, es militante, es comunista, es extremadamente inteligente y
es bonita: esta combinación es mucho más de lo que el sistema
puede aguantar.” Así presentó alguna vez Marcuse a su alumna
Angela Davis, uno de los diez criminales más buscados de Estados Unidos
en 1970. Su encarcelamiento por supuesto tráfico de armas provocó
una reacción internacional casi sin precedentes, que hizo de ella un
icono de la lucha por los derechos de los negros y la liberación de los
presos políticos. “Good evening”, dice Angela (59) y calla.
La gente sonríe y la aplaude.Los últimos 30 años no han
hecho más que reducirle el peinado afro y agregarle algunos kilos a su
encanto; pocos minutos le bastan, como antaño, para fascinar al auditorio.
Antes hablaron el hijo Peter y el nieto Harald, ambos aclarando que no nos habíamos
reunido para la nostalgia sino para demostrar que el pensamiento de Herbert
Marcuse seguía siendo peligroso. Pero recién con Angela la amenaza
electriza el salón: “Su obra y su vida tienen para nosotros, hoy,
un sentido mucho más urgente del que jamás imaginamos al momento
de su muerte... El tiempo en el que habló en esta universidad y nuestro
tiempo se parecen”. Consultada luego por Radarlibros (“Argentina,
claro. Tengo familia en Rosario”) acerca del alcance de esta comparación,
Angela fue casi más radical que durante su encendido discurso: “Pensá
en la guerra de Vietnam y en la guerra ahora, no sólo contra Irak y antes
contra Afganistán sino potencialmente contra todo el mundo. Lo que quise
fue comparar lo absurdo e irracional de esa pulsión de guerra que hoy
estamos sufriendo por culpa de Bush. Y así como los estudiantes antes,
hoy tenemos ese potencial de las movilizaciones mundiales por la paz. El problema
es cómo hacer uso de ese potencial, que los medios transforman en noticias
que un segundo después se tornan obsoletas”. Cuando subió
al podio Axel Honneth, actual director del Instituto de Investigación
Social de Frankfurt, lo primero que hizo fue preguntarse en voz alta cómo
ganar la atención del público después de la aparición
mágica de Angela. Las cámaras de televisión ya se habían
retirado.
Hacer escuela
Este año se cumplen ochenta desde la fundación del Instituto de
Investigación Social o Escuela de Frankfurt, entre cuyos patrocinadores
se cuenta el argentino Félix Weil, hijo de un comerciante alemán
que emigró al sur hacia fines del siglo XIX y amasó una fortuna
exportando trigo. Tras el obligado exilio norteamericano durante el régimen
nazi (en Las señales de la memoria, Sebreli plantea especulativamente
una mudanza de la Escuela a Buenos Aires), el Instituto volvió a funcionar
en Frankfurt bajo la dirección de Horkheimer. El alumno de Heidegger,
Herbert Marcuse, que al igual que Walter Benjamin no era de Frankfurt sino de
Berlín, nunca terminó de ser completamente frankfurteriano, un
poco porque venía de la ciudad proletaria del norte y otro poco por haberse
quedado en Estados Unidos después de terminada la guerra (trabajó
para la Office of Strategic Services, precursora de la CIA).
Su teoría del “derecho natural a la resistencia”, su defensa
de la lucha violenta y su exaltación del movimiento estudiantil incluso
en desmedro del obrero, acabaron alejándolo sensiblemente de Horkheimer,
a quien criticó duramente por el hecho de haber llamado a la policía
el día en que un grupo de estudiantes tomó el Instituto. “Me
acuerdo –evoca Eda Brandmayer (59), uno de los pocos miembros del público
que lo vieron en el ‘69 y que quieren hablar del tema– de que cuando
Marcuse estuvo acá dijo, así como al pasar, que la revolución
ya estaría ahí si nadie se levantara de la cama por la mañana.
Él podía decir esas cosas que otros no se atrevían.”
Anticipo
Historias de cartas
En estos días, el FCE distribuye el libro Walter Benjamin y su ángel,
donde de Gershom Scholem rinde tributo a su amigo, el más grande crítico
alemán de todos los tiempos. A continuación un fragmento donde
el autor cuenta la peripecia del epistolario que sostuvieron durante la década
del treinta.
Por Gershom Scholem
Correspondencia con Benjamin (1979) debe su origen a una sorpresa que desde
hace muchos años ya no esperaba tener. Viene a llenar una laguna de la
que era plenamente consciente cuando en 1975 escribí mi libro Walter
Benjamin. Historia de una amistad y que pensaba jamás iba a ser superada.
Tenía en mi poder la colección completa de las cartas que Benjamin
me había mandado, pero no las que yo le había mandado a él.
Como sólo en casos muy extraordinarios escribíamos a máquina
y no guardábamos, por lo tanto, copias de nuestras cartas, no contaba
más que con algunas pocas piezas de mi correspondencia con él,
ya bocetos o duplicados completos, ya esbozos aislados que por razones particulares
había querido conservar. Después en 1945, se volvió claro
para mí que la ilusión de que esas cartas reaparecieran era muy
remota. En efecto, al poco tiempo se comprobó que los documentos de Benjamin
caídos en manos de la Gestapo habían sido en su mayor parte destruidos.
Aún no sabía que la Gestapo había llevado a cabo dos allanamientos.
En el primero, confiscaron todos los papeles que había en la vivienda
berlinesa de Benjamin, entre ellos las cartas que le habían escrito hasta
marzo de 1933; en el segundo, que tuvo lugar poco después de la entrada
del ejército alemán en París, incautaron los papeles que
habían quedado en su domicilio de la Rue Dombasle 10. Es seguro que estos
dos allanamientos no estuvieron sincronizados. No puedo evaluar si se produjeron
según el sistema que solía implementar la Gestapo, pero sé
por boca del director del Archivo Central de la RDA en Potsdam, donde fui recibido
con gran deferencia en octubre de 1966, que los papeles de Benjamin, al ser
embalados, fueron a parar al archivo del Pariser Tageszeitung por un azar de
orden técnico. En el momento en que para la conducción de la Gestapo
quedó claro, a través del edicto de febrero de 1945, que la guerra
estaba perdida, casi todas las actas y papeles de sus archivos fueron destruidos
y con ellos también todas mis cartas a Benjamin anteriores a febrero
de 1933. El archivo del Pariser Tageszeitung, sin embargo, se salvó de
aquella destrucción gracias a un acto de sabotaje de su editor y los
papeles parisinos de Benjamin llegaron como parte de dicho archivo a Rusia,
donde permanecieron guardados aproximadamente quince años. Cuando en
1960, en virtud de una decisión de alta política, comenzaron a
devolverse museos, bibliotecas y archivos a la RDA, esta colección llegó
al Archivo Central de Potsdam.
Al inventariar el material, se comprobó entonces que había también
dos biblioratos con papeles de Benjamin incautados en París que no tenían
ninguna relación objetiva con el Pariser Tageszeitung. Estos biblioratos
contenían, sólo en una pequeñísima proporción,
apuntes del propio Benjamin, y lo que había en ellos era, sobre todo,
la correspondencia dirigida a él. Era un hábito muy arraigado
en la naturaleza de Benjamin conservar todas las cartas y tarjetas postales
que recibía. Gracias a esta correspondencia, aunque sea casi exclusivamente
unilateral, disponemos hoy de una muy rica documentación para la biografía
de Benjamin entre 1933 y 1940.
Tras la devolución de estos volúmenes al Archivo Central de Potsdam,
se procedió a hacer una primera clasificación, en muchos casos
no detallada, almacenando en legajos separados aquellas colecciones particularmente
llamativas, como por ejemplo mis cartas, las de su ex mujer Dora y las de su
hijo Stefan. Transcurrieron algunos años antes de que el rumor sobre
la existencia de este epistolario llegara también a la editorial Suhrkamp
a través, por un lado, de los colaboradores que por su entonces trabajaban
en el ordenamiento del Archivo Brecht en Berlín Oriental y, por el otro,
a través de las referencias dadas por un antiguo colaborador del Instituto
de Investigación Social, el economista alemán Alfred Sohn-Rethel
(Birmigham), que había visto estos papeles con sus propios ojos en una
visita a Potsdam. De este modo, llegó hasta mí la noticia de que
también mis cartas de esa época se hallaban en Potsdam, lo que
me fue confirmado a través de un pedido del Dr. Gerhard Seidel (colaborador
entonces delArchivo Brecht). Se me aconsejó que solicitara un permiso
del Ministerio del Interior para examinar dichos materiales, cosa que hice sin
obtener respuesta alguna. Recién a fines de septiembre de 1966, en un
encuentro académico en Bucarest, pude explicar detalladamente mi situación
y mi interés en este asunto a dos directivos de la Academia Alemana de
Ciencias, con lo cual las cosas cambiaron significativamente y, unos pocos días
después, recibí una invitación de la Academia Alemana de
Ciencias para ir a Berlín y a Potsdam, donde podría examinar los
papeles póstumos de Benjamin y sacar fotocopias de ellos. De modo que
en octubre de 1966 pude trabajar unos días en este archivo y asegurarme
de que, en efecto, prácticamente todas mis cartas de aquellos años
estaban allí. Prometieron mandarme copias de ellas y también de
un gran número de otras que eran importantes para mí. Pero este
envío no se llevó a cabo en 1967, evidentemente debido a órdenes
superiores. Entre tanto, los papeles de Benjamin fueron trasladados del Archivo
Central de Potsdam al Archivo de Literatura en la Academia de Artes de la RDA
en Berlín Oriental.
En mi ya mencionado libro Historia de una amistad me referí de la siguiente
manera a esta “fuente de primer rango”, cuya utilización
me estuvo vedada otros diez años más: “Si ese material estuviera
accesible, se podría ofrecer una documentación completa, con la
extensión de un libro, sobre nuestra relación durante aquellos
años”. En el presente volumen se encuentra ahora reunida esa documentación.
Su inesperada aparición se debe a la ayuda e intervención del
poeta Stephan Hermlin y del ministro de Cultura de la RDA, Sr. Hans Joachim
Hoffmann, a quienes quisiera agradecer aquí una vez más. El arribo
de estas copias en noviembre de 1977 fue el regalo más valioso y agradable
que podía haber recibido en mi octogésimo cumpleaños.
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