Dom 31.08.2003
libros

Lenguas muertas y especie en peligro

¿Por qué habría de dejar intacta la cultura la ola de barbarie que azota actualmente al mundo? En los Estados Unidos, la producción literaria se parece cada vez más a un juego de apuestas y prácticamente no se traduce literatura extranjera. Si hay algo más temible que un imperio paranoico, es un imperio monolingüe.

Por Rodrigo Fresán

UNO Pasan cosas raras en Estados Unidos. No: pasan otras cosas raras en Estados Unidos además de ésas, y algunas de las cosas más extrañas que suceden por estos días tienen que ver con la industria editorial. Y lo más bizarro de todo es que suelen ser acontecimientos que se contradicen y que –sin embargo– se las arreglan para coexistir plácidamente dentro del mismo atribulado paisaje.
No hace mucho leí en The New York Observer que, parece, cada vez son más los jóvenes americanos que, cuando sean grandes, desean ser escritores. Lo que no implica, necesariamente, que sientan el deseo o la obligación de leer a los clásicos. La cosa pasa por ser famosos y emular a contemporáneos. Especialmente a Dave Eggers, quien con el concepto McSweeney’s ha revolucionado la imagen del narrador americano. Autor del best-seller confesional A Heartbreaking Work of Staggering Genious y de la road-novel titulada You Shall Know Our Velocity, Eggers –como de algún modo lo hicieron Easton Ellis, McInerney, Janowitz & Co. durante los ochenta– se las ha arreglado para presentar al oficio del hombre sentado y a solas no sólo como algo divertido sino, lo más importante, como parte inseparable del exitoso y exitista Sueño Americano. Su revista-libro McSweeney’s no demoró en crecer a librerías, editorial, productos varios y hasta giras junto a la banda They Might Be Giants, en las cuales los autores de la firma firman ejemplares y se divierten y disfrutan de sus quince minutos de fama y su primera novela de la que todos hablan.
Porque la clave y el inapelable dictum del mundo editorial USA de estos días parece estar no en la formación a mediano y largo plazo de grandes autores sino en el descubrimiento de un veinteañero con primera novela, pagarla entre medio millón y un millón de adelanto, y cruzar los dedos y a ver qué pasa. Así, aquello que siempre se había entendido como carrera de fondo ha mutado a cien metros llanos y necesidad inapelable de ser parte glamorosa del producto culto interno. Total, si el asunto sale mal (atención: muchos de estos nuevos escritores son verdaderamente buenos pero, en ocasiones, corren el peligro de ser ahogados por su fama extraliteraria), uno tiene el dinero suficiente y toda la vida por delante para dedicarse a cualquier otra cosa que no sea leer ni escribir.

DOS Esta efervescencia juvenilista no alcanza, sin embargo, para esconder la verdad detrás de la apariencia. El hecho de que –en Estados Unidos y alrededores– se acerca cada vez más veloz el crepúsculo de los grandes editores y, consecuencia de los múltiples mergers de pequeños y prestigiosos sellos absorbidos por megacorporaciones, lo que menos importa es el libro y lo que más importa es el producto (que se parece a un libro en lo estrictamente formal, pero que no tiene por qué serlo).
Días atrás, en la revista New York, el columnista Michael Wolff ironizaba sobre la muerte del oficio a partir del despido de la respetada editor de Random House Ann Godoff porque “sus números no cerraban”. Wolff se preguntaba, intrigado, cómo era posible que todavía siguiera existiendo gente con ganas de trabajar en el mundo editorial bajo condiciones infrahumanas y con jefes trogloditas y, al final, se respondía: “Por amor a los libros”. Y, a la hora de la verdad, es cierto, todavía no se ha descubierto producto más raro que un libro: ya hay muchos, ocupan demasiado espacio, son el horror de las mudanzas, nadie los necesita del mismo modo en que se necesita una medicina mágica, y sin embargo...

TRES Se siguen escribiendo y publicando libros en Estados Unidos. Pero cada vez se traduce menos. Parece que a la hora de cortar costos, lo primero en ser sacrificado –suele ocurrir– es lo de afuera. Lejos han quedado los cincuenta/sesenta/setenta, cuando las grandes editoriales apostaban por autores extranjeros y la idea de una literatura mundial.Hoy, la traducción es casi exiguo patrimonio de pequeños sellos universitarios y ni siquiera eso. Los números –otra vez– lo dicen todo: los americanos (del mismo modo en que les molestan las películas con subtítulos) no leen importado a no ser que sea británico y, aún así, con cierto esfuerzo. “No resulta exagerado referirse a esto como a una crisis nacional”, dijo hace poco Cliff Becker, director literario del National Endowment for the Arts. “Vivimos la paradoja de ser el país más poderoso del mundo, más que dispuesto a tomar decisiones globales, y no tenemos la menor idea de cómo es ese resto del mundo. Para eso sirve también la literatura: para conocer cómo piensan y actúan los demás. Y si no traducimos los libros de otras culturas, difícil será comprenderlas.”
Las cifras son brutalmente transparentes: mientras un país como Alemania compró para su traducción 3728 títulos made in USA en el 2002, un país como Estados Unidos adquirió durante el mismo año apenas 150 títulos made in Germany. Lo mismo ocurre –proporcionalmente– con el resto de los países europeos, y lo más grave de todo es que, siendo el inglés la nueva lingua franca, difícil que te traduzcan al croata o al japonés si no se pasa antes por el filtro legitimador de la lengua de Shakespeare. “Somos la arteria obstruida que impide que un autor salga al mundo”, definió Esther Allen, presidente del comité de traducciones del PEN.
Así las cosas –cada vez más dedicados a la fabricación de autores étnicos nacidos o viviendo dentro de los Estados Unidos y escribiendo en inglés–, nada parece indicar que el curso de los acontecimientos vaya a cambiar a breve, mediano o largo plazo. Ya saben: un chico acaba de decidir que es más divertido ser David Foster Wallace que Quentin Tarantino, un buen editor sale eyectado de su escritorio para ser reemplazado por un gerente de mercadotecnia, el otro día leí que una empleada de limpieza chicana del Empire State había escrito el nuevo Como agua para chocolate y acaba de abrir un flamante Barnes and Noble donde -dicen los que saben– el verdadero negocio está en la venta de capuccinos.

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