Dom 14.09.2003
libros

RESEñA

El pintor de la vida moderna

Amor y anarquía La vida urgente de María Soledad Rosas (1974-1998)
Martín Caparrós

Planeta . Buenos Aires, 2003 .350 págs.

POR MARIA MORENO

Durante los primeros años de la democracia, la estrella mediática fue el periodista investigador quien, como garante del cumplimiento de la ley jurídica donde el periodismo se homologa a periodismo político, hace coincidir la verdad con la sentencia y el estilo. Aunque no renuncie al rasero literario marcado por Rodolfo Walsh, instala un ademán ascético y apolíneo, como si adoptar una lírica modernista para los derechos humanos fuera una violación de los mismos en el corazón de una lengua herida a través de las nuevas acepciones de la palabra “desaparecido” y como si para contar ciertas cosas hubiera que renunciar a los goces de la retórica y el uso del español debiera limitarse, en una suerte de voto de abstinencia, a su función instrumental. Al mismo tiempo, en el mismo período, los cronistas populares empezaban a relevar los nuevos sujetos de la ciudad luego del sitio interno, siguiendo la tradición de hablar como minorías ilustradas por las mayorías silenciosas. Martín Caparrós se distancia de uno y otro modelo.
En su primer libro de crónicas, Larga distancia, Caparrós salió a recuperar la coloratura un poco barroca del castellano mientras ponía en evidencia las infatuaciones del cronista paradigmático que fetichiza la experiencia y cuyo viaje hacia lo desconocido puede exponerlo al peligro hasta por un error de traducción. En La guerra moderna desplegó una suerte de cronista bufo, cobardón y autodenigratorio, contracara clownesca del investigador comprometido.
Si en Larga distancia Caparrós se quejaba de que ya no hubiera territorios vírgenes para la crónica, de que cada partícula de continente ya hubiera sido conquistada por la mirada de los cronistas de las grandes potencias, obligándose a recrear constantemente su propia tradición, también debía marcar su diferencia de la tradición local épico-política. Entonces eligió construirse como cronista bon vivant, viajero y gastrónomo, a lo Lucio V. Mansilla. Al mismo tiempo, deploraba los lenguajes especializados, exagerando lo coloquial hasta la falta de respeto: “Empiezo a pensar que ellos –los serbios– no quieren que cuente cómo es la vida en su ciudad bajo las bombas y entonces que se vayan al carajo”, escribe Caparrós en La guerra moderna.
Tampoco es ajena a Caparrós la marca del titeo criollo con la que se garantiza la propia credibilidad, la de los cachadores de La Siringa de José Ingenieros, cuyos miembros ejercían la inmodestia afectada y un gaste al recién venido cultural capaz de adoptar la forma de un ateneo internacional para burlarse de los provincianos deseos de pertenecer. Caparrós no llega a tanto: cultiva menos el arte de la injuria y de la réplica que un tonito. Ese tonito es una estrategia que lo distancia de las identificaciones meteóricas, goteantes de piedad acrítica, del cronista popular con su objeto.
El título de su último opus, extraído de una película, y la exhaustiva investigación realizada en la Argentina y en Italia, sirven para reconstruir una vida: la de María Soledad Rosas, la muchacha argentina que, adscripta al anarquismo turinés, se suicidó durante su prisión domiciliaria, siguiendo los pasos de su compañero Edoardo Mazzari, luego de ser acusada de ecoterrorismo. En Amor y anarquía no hay tonito, ni parodia, ni esa mirada totalitaria que sólo insiste en desnudar la imposibilidad de que la experiencia sea representable y en denunciar el artificio de toda novedad. Caparrós cede incluso al sentimentalismo, que el cronista popular suele explorar no desde sus sentimientos sino desde los géneros canónicos del bolero, el folletín, el epistolario amoroso y los epitafios: “A veces me pregunto qué pasaría si me la cruzara, ahora mismo, por la calle, en un bar, en la plaza Las Heras. Ella solía caminar por estas calles: me pregunto que pasaría si la viera pasar por la vereda, una desconocida enredada en perros, una molestia en el camino. Si miraría sus perros, si la miraría. Si volvería a mirarla, si me pararía a mirarla por la calle. Y me pregunto si hablaría con ella, si tendría de qué hablar. Si alguna vez habríamos podido sentarnos a conversar de algo, fumar un cigarrillo o un porrito, soportarnos más de quince minutos –me pregunto ahora, cuando la vida de ella ocupa tanto lugar en mi vida”.
Tampoco hay en Amor y anarquía una hipótesis biográfica, ni se enuncia allí siquiera tentativamente el sentido de una muerte. Al contrario, se van poniendo en duda las causas a medida que se las despliega, sometiendo a prueba los fundamentos mismos de su manera de nombrarlas. Caparrós se abstiene del epitafio y de la sentencia, acompañando el hilo de una vida hasta volverla casi encarnable. En ese sentido, la repetición insistente de los datos de los testigos cada vez que reaparecen en el texto funciona como un mantra. La ética del biógrafo consiste en dejar intacto el misterio como si concluir en algún sentido atentara contra la soberanía del acto final de María Soledad Rosas (aunque no falte el análisis político para enjuiciar al Estado italiano y se insinúen contrastes con la propia militancia de Caparrós durante los años setenta).
A pesar de que se trata de un libro escrito deliberadamente en clave internacional y de que aparezca como el más “profesional” del autor, es el que más desliza otra cosa fuera de los dictados del mercado editorial y de los circuitos literarios. Nunca antes se había escrito tan conmovedora e inteligentemente sobre el principio de escalada que recorre una radicalización, su índole desgarradoramente solitaria, aun en sus postulados de colectividad, su autonomía de todo objetivo político (aunque se ofrezca a una lectura política), permitiendo imaginar aquellas vidas que en la década del setenta escapaban, en su soberanía trágica y aún dentro de las organizaciones armadas, a los imperativos militares de éstas y a la lógica del suplicio como agente externo (y no en un sentido de ofrenda y sacrificio). Amor y anarquía parece organizarse como un resto de La voluntad, dejando emerger aquellos postulados revolucionarios que la militancia de los setenta sólo deslizó entre sus fisuras, antes de que el modelo militar sustituyera al político: la revolución en la vida cotidiana, capaz de comprometer desde la sexualidad hasta la dieta, pasando por el trato a los animales domésticos y la música de fondo, la errancia comunicativa y las puertas de la percepción.
En la literatura argentina las mujeres son, de hecho, desaparecidas de ficción. Que esa gloria le quepa al vituperado Sabato: su Alejandra tiene más carnadura que La Maga, esa masoquista sin cuerpo que provoca repugnancia en el narrador progresista de Rayuela. El resto son clichés que sólo aparecen para permitir el uso de metáforas ganaderas en cuerpos que tienen la presencia mínima de las malvadas de novela negra o de psicólogas de fondo. Entonces, chapeau: el cronista del bigote de manubrio, con materiales reales, en asamblea de testigos, ha construido una magnífica y duradera heroína literaria.

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