Dom 14.09.2003
libros

RESEñA

El fusil y la rueca

La pasión y la excepción
Beatriz Sarlo

Siglo XXI
Buenos Aires, 2003
240 págs.

por Raúl Antelo

En La pasión y la excepción, Beatriz Sarlo dice que, hace años, Jorge Dotti supo llamarle la atención hacia el pensamiento de Carl Schmitt, que ella misma reencontraría, más tarde, en Giorgio Agamben.
En efecto, en Homo sacer Agamben define la excepción como una suspensión del orden de la cual el soberano, por propia decisión, está excluido aún cuando, de algún modo, se conserve en el interior de su lógica. Agamben retoma así la fórmula de Schmitt (“el soberano está al mismo tiempo dentro y fuera del orden jurídico”) subrayando, según señala Sarlo, la relevancia de esa condición de simultaneidad, ese al mismo tiempo que tensiona la noción de excepción.
La violencia soberana abre así un área de excepcionalidad entre ley y naturaleza, violencia y normatividad, que el soberano discrimina en la misma proporción en que las mezcla. Mallarmé había echado los dados: “Nada de la memorable crisis o bien ha desaparecido el suceso cumplido en vista de cada resultado nulo humano Habrá tenido lugar una elevación ordinaria vierte la ausencia Sino el lugar inferior chapoteo cualquiera como para dispersar el acto vacío”). Sarlo recoge los dados y lo admite: nada habrá tenido lugar salvo el lugar.
Eva Duarte, nos dice Beatriz Sarlo, se hace Eva Perón en la medida en que se desplaza de un lugar. Su excepcionalidad es un efecto del fuera de lugar, entendido no como inadecuación a un modelo central sino como pase, en que lo deficitario en la escena artística se vuelve excesivo en el campo político.
Pues bien, esa situación de aquello que no puede quedar por debajo, es lo que se llama soberanía (condición del superanius, el que está por arriba). Dotti interpreta que esa excepción es una quiebra vanguardista. Sarlo, recordando que para Schmitt la excepción es asimilable al milagro en teología, concluye que los montoneros seguramente no se hubieran sentido inquietos por esa tesis.
Diríamos, y es en parte el argumento de la ensayista, que a Borges tampoco le fue indiferente esa fusión de destino y revelación porque el escritor comprendió rápidamente que el nudo primordial de la cultura argentina residía en la figura de un insumiso, alguien que, como Martín Fierro, no se somete a la ley de levas y que, mediante esa quiebra vanguardista, inaugura una voz, un lugar, que no habrá tenido lugar salvo el lugar.
No obstante, de la lectura del ensayo de Sarlo se concluye que la pasión, el pathos trágico, suele coincidir con la apatía, por el motivo paradojal de que la soberanía remite a lo extremo y excepcional, a lo muy alto y muy bajo, pero no como disyuntivas metafísicas entre las cuales se debe necesariamente optar, sino como catastróficas superposiciones simultáneas de valores opuestos aunque complementarios.
Anti-romántico, Borges fue un agudo propulsor de la apatía. Les censuraba muchas veces a escritores no admirados, pero también a los amados, como a Martínez Estrada, que reincidieran una y otra vez en lo patético, cuando lo único que podía salvar a la literatura, decía, era la apatía.
Borges tradujo, durante la guerra, una famosa alegoría de Kafka, en la cual el portero soberano de la ley es también el más subalterno de sus guardianes, alguien que resguarda los umbrales de la norma de manera meramente inútil porque la ley se guarda sin ser guardada, siempre vigilada a través de una puerta constantemente abierta hacia la nada. Mallarmé reencuentra así a Carl Schmitt.
Pero ese guardián de la ley pertenece también a la misma estirpe del escribiente Bartleby, el personaje de Melville, figura triste y verdadera que nos enseña la inutilidad esencial de la vida, como dice Borges, con un juicio aporético donde se conjugan, recurrentemente, el rebajamiento de la sensibilidad y, asimismo, la política como infinito potencial.
Pero ¿qué política es esa? No es la política del hombre, el humanismo, ni tampoco la política del Estado, la Realpolitik. En cuestiones políticas, Sarlo es antimimética. Busca a la política como un pliegue de máquina y deseo.
La fusión de apatía y política (propuesta por Borges, por Agamben, por Deleuze y, en último análisis, por Sarlo) señalaría la paradojal potencia de la literatura que surge, exactamente, en ese pliegue en que la escritura depone su potencia de no-ser o no-hacer. Esa fusión de política y apatía no configura, precisamente, una destrucción de la potencia en el acto sino más bien todo lo contrario, una conservación o salvación de la potencia en sí. A la conservación o salvación de la potencia la podríamos llamar, entonces, con Sarlo, pasión.
La hipótesis de La pasión y la excepción es, pues, que el quiebre vanguardista (el asesinato de Aramburu, la puerta de los ‘70) se lee en la construcción de Eva así como el duelo borgiano señala una masmédula de la identidad: la barbarie habita toda cultura y es en vano cuidar las normas porque la ley se guarda sin ser guardada. La soberanía tiene, más allá de los semblantes, su propio lugar, constantemente abierto hacia la nada.
Una definición como ésa configura, por tanto, a la pasión como una fuerza que sobrepasa a la misma fuerza. Pero es justo observar, asimismo, que esa peculiaridad no es, en absoluto, exclusiva de la literatura. Se la ve también en la problemática de lo sensible y su multiplicación indiscriminada gracias a la modernidad tecnológica, tema que tanto ha desvelado a Sarlo en obras anteriores. Basta pensar en Escenas de la vida posmoderna, Instantáneas o La máquina cultural.
A menudo, Sarlo llega a esa fusión entre pathos y apatía gracias a una imagen anacrónica. Ella misma recuerda el indispensable anacronismo necesario para descifrar un campo arqueológico “irredento” (como ella diría con un adjetivo recurrente en su ensayo). Ese tiempo, ese lugar, no es el pasado sino la memoria, que es sucesiva en su proceso pero siempre anacrónica en sus montajes.
Sarlo, por ejemplo, se delicia reconstruyendo en el archivo la lógica de la aplicación en la indumentaria burguesa de los ‘40 (apliques, canesús, pespuntes, cuellitos dobles, abotonaduras falsas, ribetes a contratono, jabots) para mejor situar el quiebre vanguardista introducido por Eva: el tailleur príncipe de Gales y su contracara, la deslumbrante tenue de soirée en las grandes veladas. La excepcionalidad consiste pues en coser y enhebrar Ninotchka y Medias de seda, Garbo y Audrey Hepburn, lo ya visto y lo virtual. Pero para dar cuenta de esa excepcionalidad del personaje y de su proceso cultural, Sarlo debe echar mano a una reconstrucción de semblantes, paños y oficios, hoy perdidos.
En uno de los retazos de su reciente Varia imaginación, Sylvia Molloy también rindió “Homenaje” a esas palabras rescatadas del común olvido: “canesú, rangland, manga japonesa, canotier, talle princesa, traje trotteur, pollera plissée, pollera tableada, pollera plato, pollera tubo, una bocamanga, un pespunte, un añadido, una pinza, una presilla, un hilván, las hombreras, ribetear, enhebrar, pestaña, vainilla, punto yerba, un festón. La sisa, la hechura”.
Así, tanto en Sarlo como en Molloy, esas reconstrucciones, verdaderas arqueologías de hechuras y hacedores enunciadas en una época de posfordismo, sólo pueden ser equiparables a la potencia de una imagen fotográfica.
Hay una instantánea, precisamente, de Gisèle Freund, que me gustaría rescatar. Es de 1950 y pertenece al reportaje de Life sobre Eva Perón. Muestra a Eva, cara lavada, pelo recogido, toalla blanca sobre los hombros, con la mano izquierda extendida hacia una manicura. Sobre lamesita, francesa como el sillón en que Eva está sentada, una caja de esmalte Revlon. En segundo plano, un peluquero alisa las madejas de pelo rubio. Es invierno. La manicura no se ha sacado el grueso tapado de lana. El peluquero usa también pullover, más claro, bajo el traje oscuro. Podemos reconocer en los rasgos físicos de esos asistentes anónimos una inmigración reciente, mediterránea, y en su indumentaria, el rigor invernal de los suburbios. Deben haberse levantado de madrugada para producir la toilette oficial a tiempo.
Esa imagen, su blow-up diferido en el tiempo, no revela los apliques sino las implicaciones de la historia. Tal como al discurso de Sarlo, se la podría definir como una práctica de poscrítica, una intervención que conserva y, al mismo tiempo, salva la potencia en sí de la memoria, que nunca coincide con los hechos.
Cuando Sarlo entró al colegio primario pudo haber leído la biografía de una mujer de extraordinario temple que supo alimentar las esperanzas y poner alas a las ambiciones de su compañero, reconfortándolo en las noches de desaliento y amargura. Eso decía un volumen de la Biblioteca Infantil General Perón. “Fue como el astro de las tardes para el viajero de los montes, que, en las campañas de la guerrilla heroica, cruzaba silencioso en compañía de sus huestes. Visionaria sublime, alentó en su pecho un corazón de soldado, y en sus manos pálidas y bellas se agitó con tanta facilidad la rueda de la rueca hogareña como el fusil vengador y libertario.” Son palabras de una maestra peronista a una niña, “Beatriz, la pequeña y mimada hija rubia de Felipe, el obrero”. Las leo en Una mujer argentina: Doña María Eva Duarte de Perón (1948), un libro de Adolfo Díez Gómez. Se refieren a Magdalena Güemes de Tejada, la Macacha Güemes, pero para otras tantas Beatrices la pasión y la excepción de Eva fue, veinte años después, el quiebre vanguardista de lo irredento.

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