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Domingo, 28 de septiembre de 2003

King Palahniuk

Amado y detestado con igual intensidad, Chuck Palahniuk es uno de los fenómenos más interesantes de la literatura norteamericana de los últimos años, cosa que vuelve a demostrar con dos libros recientes: la novela Diary y Fugitives and Refugees: A Walk in Portland, Oregon, una guía para viajeros freaks.

Por Rodrigo Fresán

Una de las preguntas más comunes e inocurrentes del periodismo pop-literario es: ¿Quién será el sucesor de Stephen King? Lo que están preguntando es, claro, quién será digno de recoger corona y cetro del ahora decadente rey del horror. Quién estará capacitado –por lo menos una vez al año, la fertilidad es factor imprescindible– para hacer comulgar la buena prosa con el mejor divertimento y el éxito de ventas sin por eso sacrificar el incómodo y políticamente incorrecto examen de la podredumbre de la Pesadilla Americana apenas escondida bajo el colchón supuestamente inmaculado del American Dream.
Hasta hace muy poco no parecía existir candidato digno. El que tenía lo primero, fallaba en lo segundo. Y al especialista en lo tercero sólo lo leía su novia. Ahora, por fin, parece haber surgido un hombre con ganas de arrancarle esa espada a esa piedra. Su nombre es Chuck Palahniuk. Y a diferencia de lo que ocurre o ocurría con King, el Caso Palahniuk es todavía más inquietante: porque los seguidores de Palahniuk –además de consumir sus libros– lo siguen a Palahniuk. Tiembla, Camelot.

EL MESÍAS DEL JUICIO FINAL
Ya se dijo aquí, se vuelve a decir: Chuck Palahniuk –como alguna vez sucedió con Kurt Vonnegut; y hasta sus nombres y apellidos parecen compartir similar cacofonía– se ha convertido en algo más que un escritor de culto. Chuck Palahniuk es un culto en sí mismo. Hay que habilitar recintos especiales para las presentaciones de sus libros a las que acuden cientos de lectores: algunos vestidos con uniformes de anarquistas urbanos (trajes de oficinistas y botas con espuelas y ojos en compota y un odio absoluto por los muebles de Ikea), algunos se desmayan de éxtasis al escuchar su melodiosa voz leyendo el modo en que se fabrica jabón con grasa humana, algunos van a ver de qué se trata el fenómeno o para odiarlo de cerca.
Porque a Palahniuk, desde la publicación de El club de la pelea (1997), se lo adora o se lo detesta. Así, están los que llevan sus libros a la cima de las listas de best-sellers como si se tratara de evangelios a predicar y están los que señalan que Palahniuk no es otra cosa que uno de esos charlatanes de feria que vende tónico para el cabello. Otros –más distantes– se interesan por Palahniuk como fenómeno sociológico, como prueba incontestable de que los jóvenes, cuando se dignan abrir un libro, gustan leer sobre cuestiones entrópicas. Se me ocurre otra posible definición: Chuck Palahniuk es la versión McDonald’s de James Graham Ballard. Un Crash para millones.

ALERTA ROJA
Y están los que piensan que Chuck Palahniuk es un peligro y una mala influencia y el equivalente literario a un 11 de septiembre de 2001. Laura Miller, de la prestigiosa revista on-line Salon.com, saludó la aparición de Diary –flamante novela y nuevo éxito de Palahniuk– con una reseña que empieza así: “Imaginen unas novelas de porquería. Imaginen que todas ellas están escritas con el mismo falso y repetitivo y ampuloso estilo rebosante de imperativos y slogans. Imagínense todo eso torpemente ensamblado. Imaginen que lo poco que tienen de remotamente inteligente ya fue hecho antes y mejor por otros. Imaginen que estas novelas trafican con el nihilismo poco cocido de un estudiante de secundaria que acaba de descubrir a Nietzsche y a Nine Inch Nails. Y, hey, para qué perder el tiempo imaginando todo eso cuando aquí viene otra novela de Chuck Palahniuk”. La crítica de Miller –demasiado cruel, pero con ciertos puntos pertinentes– se tradujo en avalancha de cartas pidiendo su cabeza, acusándola de “estreñida” y “homofóbica” y, ay, una pedestre respuesta del mismo Palahniuk donde se dirige a Laura Miller como a “Laura Nelson”, le pregunta “por qué eres tan mala conmigo” y le recuerda que “Fitzgerald también recibió malas críticas por Gatsby”. De ser ésta la mejor defensa de Palahniuk, está claro que su último libro –el sexto en seis años–está lejos de ser un clásico americano. Pero también es cierto que tiene su gracia.
Diary es de algún modo el más ballardiano –por su ambiente controlado, asfixiante y casi sonámbulo– de los títulos de Palahniuk. Y está escrito en la forma del diario de la camarera Misty Marie Wilmot, sufrida trabajadora en una isla-para-turistas de New England. Su marido yace en coma luego de un intento de suicidio y Misty se propone tomar nota de todo lo que ocurre para que él pueda leerlo cuando, eventualmente, regrese del otro lado. Por supuesto, cosas extrañas empiezan a ocurrir, vandalismo contra la insoportable “summer people”, reveladores grafittis en las paredes, indicios de que hay algo podrido aquí y allí y en todas partes. Y un par de horas después –Diary se termina con una carta de Misty a Palahniuk explicándole por qué le envía este manuscrito– uno siente la satisfacción que sólo se consigue con la trash food de cinco tenedores y mis felicitaciones al chef.

INFIERNO GRANDE
Más interesante es Fugitives and Refugees: A Walk in Portland, Oregon –librito por encargo para la colección de literatura viajera Crown Journeys– en el que Palahniuk recorre la ciudad de sus amores y, con modales sutilmente autobiográficos, enumera las para él numerosas virtudes de lo que muchos consideran el sitio de Estados Unidos con mayor concentración de freaks por metro cuadrado. Esta guía –escrita con el inconfundible estilo espasmódico de quien la firma– se las arregla para incluir en 175 páginas todo un anecdotario bizarro, mapas con sitios inevitables para todo palahniukiano de ley, cafés y sex clubs (gay y straight), recetas de cocina y –como quien no quiere la cosa, tal vez sin darse cuenta– varias de las claves para apreciar o detestar con mejores argumentos el credo existencialista y estético de alguien que siempre reconoció que sus libros no son suyos, que están construidos con partes de amigos, con cosas que escuchó en la calle, con anotaciones de diarios propios o ajenos, y que –cerca del final de esta guía íntima para fans– apunta que “lo mejor que puedo hacer es ponerlo todo por escrito. Recordarlo todo. Y a todos. Honrar a unos y a otros de algún modo. Si esto es amor o inercia, no lo sé, no podría precisarlo”. A sus legiones de fans no les importa semejante disyuntiva. Después de todo a Jesucristo tampoco se le entendía muy bien por qué y para quién hacía ciertos milagros.

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