RESEñA
La hermanita perdida
LA HERMANA
Paola Kaufmann
Sudamericana
Buenos Aires, 2003
224 págs.
POR LAURA RAMOS
La hermana (Premio Casa de las Américas 2003) habla de la hermana de la poeta norteamericana Emily Dickinson (1830-1886), como falsificadora o fantasma de su hermana excéntrica y genial, como doble fallido y mediocre que con respiración contenida espía desde la cocina de la mansión familiar de los Dickinson en Amherst, Massachusetts, a Emily, que a su vez espía desde la escalera trasera a los invitados que están en el salón.
Como forzada cualidad que deforma un timbre conocido, la voz de Lavinia Dickinson, hermana menor de una de las poetas más grandes de Nueva Inglaterra, toma la forma de un largo manuscrito que no desmiente la leyenda familiar que trata a la pequeña con condescendencia. Según decisión de la autora, el tono general del manuscrito (el documento apócrifo que compone la novela) se rige por ciertas leyes de la traducción, por un lenguaje ambiguo, neutro, que procura ser intermediario, como la traducción misma, de una lengua a otra. Fijar la fecha de la escritura del manuscrito en el siglo XIX fue la menor de las preocupaciones del texto; era preciso además adoptar una inflexión adecuada para un documento escrito en español que reflejara la vida de una poeta de lengua inglesa en una pequeña ciudad norteamericana. Al adoptar el tono plañidero de la hermana como narradora de la vida de Emily Dickinson, el texto se adapta perfectamente al tono de copia de mala calidad que a su modo la vida de Lavinia operó en relación a E., una copia que tiene demasiada conciencia –y casi se vanagloria, a fuerza de repetición– de su torpeza e ignorancia frente al oscuro genio lírico, y (hecho que resalta la descripción de la vida cotidiana de los Dickinson) al formidable temperamento de E.
La prosa, entonces, se muestra tan torpe y vacilante como Lavinia pretende ser: una prosa que parece sentir lástima de sí misma; y ése es su mayor acierto en las descripciones de las dos o tres visitas que reciben en la casa, los horneados de galletitas de jengibre, las muertes de los animales o de los miembros de la familia, los atisbos a la escritora enigmática y extraordinaria encerrada en su cuarto. Como si se tratara de un deseo contenido y muy ardiente, insatisfecho y avivado sin pausa, así queda el lector con el deseo de penetrar en el cuarto de Emily; un deseo que no logrará saciar (E. se encerró a los treinta años para casi no volver a salir hasta su muerte).
Pero ésas son las reglas de este libro: la mirada de Lavinia no logra transponer los límites del cuarto de la escritora en momento alguno, ni las conversaciones entre ambas girar alrededor de otra cosa que las galletitas de jengibre. En ese sentido, la novela es absolutamente estricta (a propósito, la autora es bióloga, además de escritora). Aunque el libro parte de una interesante impostura –los falsos manuscritos de Lavinia–, la autora luego parece desoír el consejo que Kurt Vonnegut le dio en el Smith College: “Miéntase, miéntase como una chiflada, ¿o cómo se imagina que escribimos todos?”, y a excepción de dos o tres pequeños embustes a lo largo del texto, la novela se ciñe prolijamente a los hechos documentados de la vida de la poeta.
Una pena, ciertamente, para los nabokovianos que creen que la literatura es poco más que un hato de mentiras. Pena acrecentada para los nabokovianos empecinados en leer cien veces un texto para terminar de comprenderlo, en el hecho de que la lectura sea de tan sincera linealidad (el siglo XIX escrito desde el XXI, la mentira inicial y los secretos entre las dos hermanas, brindaban un prometedor material para la falsificación).
Pero la novela brinda una segunda, tal vez involuntaria impostación: lo que la vieja Lavinia susurra, desde el vano de la puerta, no es más que su propia biografía, y la sombra decimonónica que el libro acierta en proyectar es su propia sombra encorvada sobre la cerradura del oscuro cuarto de su hermana.