RESEñA
Escenas de la lucha de clases
Historia natural de los ricos
Richard Conniff
Trad. María Conor
Taurus
Buenos Aires, 2003
390 págs.
Por Rubén H. Ríos
Quizá ninguna más bella alegoría acerca del dominio mundial de los ricos británicos durante el siglo XIX que las legendarias novelas de Edgar Rice Burroughs sobre Tarzán, rey de los monos e hijo de los aristocráticos Lady Alice y Lord Greystoke. Como sabemos, los nobles fueron asesinados en la selva africana y el pequeño bebé, salvado por una gorila que había perdido a su cría. De modo que la superioridad del vástago de Greystoke sobre los simios, y en realidad sobre todos los animales, no sólo representaría el predominio de los humanos en la evolución de las especies, sino también el de los ricos ingleses sobre el resto de los hombres. Al menos algo así se concluiría de la irónica hipótesis de Richard Conniff: los ricos son una subespecie cultural humana, y en tanto tales se comportan como chimpancés o babuinos poderosos.
Machos o hembras alfas (los betas son los dominados, según los biólogos), monos con navaja y vestidos de seda, los ricos habrían aparecido en la historia con las sociedades agrícolas y las primeras acumulaciones de alimentos. Por eso las fiestas pantagruélicas, la ostentación, el consumo de marcas selectas y caras, los relojes de siete mil dólares (por ejemplo, los David Yurman), los diamantes de Van Cleef & Arpels, los vinos de precios siderales (Romanée-Conti, Armagnac, Château Mouton Rothschild, etc.), los yates de ochenta o noventa metros, las mansiones, las colecciones de autos o de obras de arte, las donaciones o las fundaciones filantrópicas no serían más que recursos de dominación, exhibiciones de fortaleza ante una muchedumbre de simios betas deslumbrados y deseosos de imitación o de servilismo por algunas migajas.
A ninguno de los millonarios entrevistados por Conniff le interesa –dicen– el dinero o las propiedades, sino otra cosa: el prestigio social, el poder, el dominio de un territorio por medio de la riqueza.
Animales solitarios y extravagantes, endogámicos, tacaños y arrogantes, sexualmente fríos o adictos al sexo, los millonarios y multimillonarios (es decir: a partir de tres o cuatro mil millones de dólares) de nuestra época conforman una especie de club (o de circo) internacional itinerante que se reúne en Mónaco, Mallorca, Palm Beach o Cayo Lyford en Bahamas a través de un circuito exclusivo y carísimo de hoteles, restaurantes, bares nocturnos, tiendas de alta costura, etc. El ranking de fortunas Forbes 400, por lo menos para los magnates norteamericanos, es como un campeonato de ricos que pugnan por alcanzar la cifra en dólares más alta. No hay, por supuesto, límite. Ted Turner y Rupert Murdoch han bajado y subido varias veces en esa lista, y Bill Gates (su fortuna se calculó en un momento en unos treinta y cinco mil millones de dólares) al parecer está agarrado con uñas y dientes de la liana pese a las acusaciones de monopolio. Juego vertiginoso si lo hay que George Soros (que lo ha practicado) no recomienda y que (a juzgar por sus elevadísimos gastos de divorcio) Mick Jagger tampoco recomendaría.
Pero no a cualquier primate alfa le queda bien un vestido de Gucci o un encendedor de Cartier. Nuevos ricos como Bill Gates (con su mansión automatizada y un yate kilométrico) o Silvio Berlusconi (una excepción entre los ricos, según Conniff, por su baja estatura) carecen de toda gracia en comparación con familias dinásticas que hace mucho disfrutan del encanto de ser ricos: los Goelet, los Ford y los Rockefeller en EE.UU.; los Grosvenor en Inglaterra; los Rothschild en Inglaterra y Francia; los Porsche/Piech y Haniel en Alemania; los Agnelli en Italia; los Mitsui en Japón. Muchas dinastías, cumpliendo con los principios darwinistas, se han debilitado para dejar paso a otras, como la de los Kennedy en relación con la de los Bush. Otras, como la de los Grimaldi, que gobierna Mónaco desde el siglo XIII cuando un antepasado entró a traición en la fortaleza del pequeño principado, parecen eternizarse como las antiguas dinastías chinas.
Utilizando su experiencia como periodista de National Geographic y mucha información biológica sobre el comportamiento de los monos (sobre todo chimpancés, babuinos y los orgiásticos bonobos) y otros animales (libélulas, ratones, patos), Conniff consigue una inquietante y no siempre divertida objetivación de los ricos en sus hábitat naturales, como simios peligrosos capaces de cualquier cosa, y no necesariamente por la fuerza (aunque no la descartan), con tal de dominar sobre los demás. Donald Trump y el banquero J. L. Morgan, Peggy Guggenheim o Courtney Sale Ross –la viuda más rica de EE.UU.– no disimulan sus cualidades de animales dominadores, su voracidad sexual o su apetito de poder, que se expresa en sus posturas, las cejas o la mirada directa del cazador. Bestias que acumulan millones de dólares como sus ancestros acumulaban alimentos, que fascinan a la clase media y al personal de servicio, que dominan en la jungla de lo real.
Lo mejor de Historia natural de los ricos radica en esa aplicación extrema, y por lo tanto absurda o paródica, del darwinismo social que desde el malthusianismo hasta la ideología neoliberal y su teoría del derrame pretende explicar y dirigir la economía y la sociedad. Porque si los ricos fueran esos simios alfa que dominan sobre betas disminuidos, no se trataría más que de un orden animal, biológico, inhumano. El grado cero de la política.