Un clásico argentino
por Beatriz Sarlo
Este libro de Raymond Williams es un clásico. Categoría congelada que es preciso rescatar de la inercia, cubre a las obras con una delgada capa de metal, trabajada por los años, como si fueran objetos de Helmut Kieffer, esos papeles, aviones, vestidos y fotografías que el pintor alemán celebra y critica, muestra y oculta, todo al mismo tiempo.
Cuando en 1961 apareció The Long Revolution, Williams era, todavía en ese momento y en Inglaterra, una figura conflictiva ya que algunos de los que luego se convirtieron en sus defensores fervorosos, como Terry Eagleton, lo cuestionaban desde la “teoría francesa”; y otros, como Perry Anderson, aunque lo interrogaron a lo largo de las 450 páginas de Politics and Letters (1979), lo examinaron con la desconfianza con que se encara a un intelectual que no les parecía lo suficientemente marxista. En el resto de Europa y en Estados Unidos, no exageraría quien pensara que era un desconocido.
En los años sesenta, Williams iba en contra de las modas académicas, sobre todo en crítica literaria. Y, además, su exploración –paralela a la de la literatura– de las instituciones culturales era vista como una injerencia de la sociología sobre las artes, algo de muy mal tono para la época.
La recepción no fue entusiasta. Para quienes Cultura y sociedad (1958) había sido una intervención novedosa en la historia de las ideas estéticas y de las ideologías, The Long Revolution era un libro demasiado teórico (considérese que la crítica británica juzgaba como “demasiado abstracto” cualquier cosa que no se atuviera a los textos y se permitiera abrir discusiones teóricas). Un concepto original, provocativo y, sin duda, impreciso que trae The Long Revolution, el de “estructura del sentir”, resultaba a veces paradójico, a veces enigmático. Una década después, las cosas habían cambiado tanto que todo, y en primer lugar Raymond Williams, parecía demasiado poco abstracto, es decir, pobre en términos de teorización.
En estos años que no se avenían con Williams, su obra fue siempre incómoda, hasta que, en los ochenta, su consagración masiva (y su muerte) lo ubican en un lugar probablemente más incómodo: el gran marxista inglés (que había sido poco marxista), el teórico de la cultura (al cual se le había echado en cara su pobreza conceptual), el historiador de la cultura (cuyas omisiones y generalizaciones venían de su comercio con la sociología).
Pese a todo, el libro es un clásico. En primer lugar, por su desmesura. Williams recorre varios siglos de historia cultural moderna y termina con una intervención sobre la más inmediata actualidad. El movimiento es grandioso, casi imposible. Hace lo que ya nadie se planteaba como proyecto: una historia de la modernidad, del público, de las instituciones culturales, de la lengua inglesa en sus usos de clase, del teatro, de la novela y del concepto de realismo. Así dicho, parece que hablamos de un libro que bordea lo imposible. Williams quiso una visión global de la cultura inglesa moderna, justamente en una época en que esos frisos habían perdido tanto su legitimidad como su atractivo. Cuando comenzaba el auge de la perspectiva monográfica, Williams intervino con una historia de larga duración. De esa materia un poco indómita, por cierto, están hechos los clásicos, que tienen, casi siempre, algo de monstruoso en la ambición que mueve el proyecto.
El libro también es un clásico por la firmeza con que se sostiene contra el aire de los tiempos. Basta leer el citado reportaje de Perry Anderson para descubrir de qué modo las posiciones de Williams le despiertan todas las desconfianzas: tanto por el proyecto abarcativo como por las elaboraciones conceptuales. Como Williams subraya que las tres revoluciones de la modernidad (la industrial, la política y la cultural) deben ser tomadas en conjunto, y se resiste a establecer un lugar (la economía por ejemplo) desde donde los demás procesos reciban una organización o una jerarquía, Anderson lo acosa con la necesidad de reconocer allí una “determinación en última instancia”. Williams resiste, admite, vuelve a resistir.
El diálogo hoy es tan inusual que resulta irónico, porque Anderson cree interrogar, desde un pensamiento de punta, a Williams, colocado en un rincón anticuado y culturalista. Cualquier lector se da cuenta de que las cosas han cambiado y que, si este libro puede suscitar objeciones, no vienen desde donde las planteaba Perry Anderson.
The Long Revolution colocaba a sus lectores en una situación incómoda también para juzgarlo: materialista en su idea de la cultura, a la que Williams piensa siempre en su red lingüística, institucional y económica, al mismo tiempo obstinado en no fijar un lugar desde donde la dominación simbólica y económica se ejercería de modo indefectible. También es intranquila su visión de la hegemonía cultural, a la que, en polémica con el espíritu de la época en que el libro fue escrito, no le reconoce la potencia de dirigir todos los procesos, sino que señala que esa hegemonía está carcomida por el conflicto, la emergencia de nuevas hegemonías y la persistencia activa del pasado y las tradiciones. Pocos años después, Williams le dará forma teórica a estas observaciones en Marxismo y literatura.
Mucho de lo que este libro dice ha pasado al sentido común de los estudios de historia cultural (de los que es un fundador no siempre reconocido con franqueza). Eso, transferir elementos al sentido común, también es el don de un clásico: estar allí, incluso para quienes no saben del todo que allí está. Algunas posiciones de Williams hoy son aforismos sin dueño.
Dos palabras todavía: Williams no hubiera podido sospecharlo, probablemente ni siquiera hubiera podido entenderlo, pero él estuvo sobre la mesa de discusión cuando, en los años de la última dictadura, algunos de nosotros empezamos a pensar rompiendo los cercos ideológicos dentro de los que nos habíamos movido. Para quienes éramos entonces jóvenes marxistas, Williams fue algo así como un interlocutor lejano pero intensamente presente. Hoy, esos mismos de entonces no dudaríamos en reconocerlo como el clásico que habilitó el cambio en una zona del pensamiento de izquierda argentino. En algún sentido, yo desearía que La larga revolución no fuera un clásico, porque aunque la consagración ya había comenzado a tocarlo cuando lo leí por primera vez, en los años clandestinos e intensos del setenta, el libro tuvo para mí y para algunos otros en Argentina (por ejemplo para Carlos Altamirano, que varias veces escribió sobre su autor) el sentido de una obra militante.