Dom 19.10.2003
libros

RESEñA

La casa de la prostitución literaria

Pajaritos
Anaïs Nin

Trad. Adriana Fernández
Emecé
Buenos Aires, 2003
168 págs.

por Ignacio Miller

El sustantivo colectivo “Erótica” designa, en inglés, una categoría que resulta difícil definir, pero bastante sencilla de reconocer. Son productos para un consumo popular que, a diferencia de lo pornográfico, pueden circular sin el lastre de la clandestinidad (real o imaginaria, según los lugares y las épocas) y, a semejanza de lo pornográfico, parecen coquetear con difusas fronteras de lo prohibido. El género “Erótica”, en contraste con el arte que aborda temas o motivos eróticos, parece ser un invento reciente, un resultado del gran mercado pop, que necesita ser cada vez más diversificado. El signo de la “Erótica” es una especie de escándalo inocuo, consentido, aprobado y lucrativo, como el libro Sex de Madonna. Nada que se parezca a la turbulencia real que plantearon Charles Baudelaire y D. H. Lawrence entre sus contemporáneos.
Los tiempos cambian y el mercado se sirve sagazmente de esos cambios. Por eso, no es extraño que esta edición de cuentos de Anaïs Nin empiece con una puesta en contexto del editor, que suena imprecisamente a pedido de disculpas. Se trata de la reproducción de un texto autobiográfico de la autora donde se evoca, no sin cierta vaguedad, el momento de composición de estas piezas. Bajo la presión de la pobreza, ella habría coordinado el trabajo de otras personas para producir historias que, todo hace suponer, se vendían al circuito de la literatura “erótica”. Un circuito que, posiblemente, en esa época fuera el de las revistas pornográficas. Si los textos de Pajaritos son los que ella personalmente escribió o si son el resultado del trabajo colectivo, eso no se aclara y, en realidad, poco importa.
En todo caso, parece dudoso que alguien se hubiera tomado el trabajo de rescatar una serie de relatos como éstos, si la decisión no se sirviera del aura que se desprende de la figura de su autora. Sin embargo, las palabras que se citan en el Prefacio advierten: “En lo que hace a mí, mi escritura real queda de lado cuando me dedico a buscar lo erótico”. Uno debe deducir, por el contexto, que la autora de La casa del incesto usa “erótico” como un eufemismo para dar a entender “pornográfico”; principalmente, porque para referirse a la producción de estos cuentos, escritos para ganarse el pan, ella misma dice: “me transformé entonces en lo que podría llamar la ‘Madama’ de una poco común casa de prostitución literaria”.
Las leyes del relato pornográfico se definen por el logro de un efecto recreativo. A la búsqueda de este efecto se subordinan las pautas más básicas de la narración. Por eso no asombra que la estructura narrativa de estos cuentos sea endeble y huidiza, como el mismísimo deseo del que hablan. El objeto que buscan todos sus personajes, de más está decirlo, es el orgasmo, tan frágil y evanescente como la felicidad. Como suele suceder en este tipo de historias, en la busca del objeto preciado se conjugan azar e inventiva en proporciones variables, pero siempre altas. Ninguna otra cosa importa y, por eso, las exigencias de la verosimilitud y de la eficacia en la construcción del relato quedan relegadas a un último plano. A nadie le importa que una mujer trabaje como trapecista de un circo con un horario que va desde las diez de la mañana hasta pasado el mediodía: es muy conveniente para que su marido atisbe, desde una terraza, a lascolegialas que salen al recreo en una escuela aledaña. Ejemplos como éste se pueden extraer a montones de las escasas 150 páginas del libro.
Evidentemente, la finalidad de estas historias es la de poder insertar la descripción de escenas eróticas con la mayor frecuencia posible. El problema está en que, a medida que avanza, el lector descubre que los motivos se repiten inevitablemente y que, también inevitablemente, la coherencia del relato se desvanece para dejar lugar a la monotonía. Hay que agradecer, no obstante, que la traducción se haya hecho en la Argentina; sería insoportable imaginar el aluvión de “cachondeos”, “coños” y “pollas” que inundarían estas páginas en una traducción peninsular.

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