Dom 07.12.2003
libros

POR LAS CALLES

Si Wilde viviera...

El jueves 27 de noviembre, en el Centro Cultural Ricardo Rojas, ocho escritores reunidos por María Moreno participaron del ciclo “De hombre a hombre (una invocación a Oscar Wilde)”. El público quedó con ganas de más y ahora se prepara un maratón de 24 horas.

Por Cecilia Sosa y Jonathan Rovner

Si, atendiendo a la letra de la invitación, alguien esperaba encontrarse con una cofradía de hombres con las manos enlazadas, invocando al fantasma del genio inglés, probablemente se habría ido de allí con el pelo un poco más revuelto y la sonrisa algo más encendida. Porque lejos de la histeria espiritista, la ceremonia encontró al espectro de Wilde entregado al desprejuiciado abrazo de las más esquivas musas del mundillo bohemio local.
Fue el jueves 27, cuando narradores y poetas como Ariel Schettini, Pablo Pérez, Carlos Moreira, Daniel Molina, Miguel Angel Lens, Héctor Latrónico, Roberto Jacoby y Daniel Link se sentaron a una mesa dispuesta por María Moreno en la sala Sosa Pujato decididos a entregar, para regocijo de un público ávido y expectante, sus mejores piezas de literatura varonil. Y, como si el mismísimo Wilde hubiera estado allí presente, más que un mudo homenaje, el encuentro resultó ser una velada cargada de sensualidad y alusiones políticas, en la que el humor y la autoironía fueron los invitados sorpresa, mientras que brillaron, por su ausencia, la solemnidad y el miedo al ridículo que, ¡ay!, tantos estragos suelen causar en los salones de lecturas poéticas. Esta vez, y ya desde las dedicatorias, la invocación a Wilde se alternaba con la estridente carcajada de Gabriela Bejerman, especie de rozagante Gertrude Stein para las nuevas generaciones de poetas, que acompañó, atenta desde la primera fila, las ocurrencias y los versos que cantan al “amor que no osa decir su nombre” (aunque esta vez sí osó).
La anfitriona, María Moreno, inició el intercambio de fuegos florales con un poema dedicado a Edward Carpenter, socialista utópico, como Wilde, y a su amante George Merril.
Entre esa pulida versión de refinamiento proustiano y los desenfrenos confesionales de Jacoby, con sus poemas “de rencor” y sus canciones de amor, quedó delimitado un eje que entrelaza literatura, homoerotismo y argentinidad bajo un abanico de formas diferentes y territorios distantes, sostenido por afinidades electivas, entre Genet, Barthes y Pasolini, entre la poesía, el diario íntimo y la anécdota.
Hubo de todo: crónicas de amores urbanos, fragmentarios, que se deslizan entre la mirada cómplice o sufriente, coplas del amor longevo del maduro al infante, juegos de braguetas, correccionales de menores y confesiones personales en las que se filtraba la historia. “En la primavera democrática del ‘84 al ‘86 hice el amor varias veces al día, casi cada día: en esos más de mil días conocí también a más de mil hombres”, exageró Daniel Molina, mientras que Pablo Pérez, hábil en el arte de hundirse hasta el fondo en situaciones aparentemente cotidianas, mencionadas en tono casual, comenzó su tramo con una anécdota. “Cuando venía caminando para acá me encontré a un viejo conocido. ¿Cómo anda el perro? –me preguntó. –¿Qué perro? –El chupapijas.” Pero, se sabe, en el fondo ninguna situación es inocente: las anécdotas de Pérez esconden y desnudan una crudeza un tanto macabra, que nos pone ante la opción de la risa o el llanto, aunque no por mucho tiempo. Los cuentos de Pérez son, ante todo, desopilantes. Su texto para esa noche, Fiebre en la prisión, parte de una iniciación homosexual en la cárcel de menores del Instituto Agote, para despuntar en la vernissage de una muestra colectiva en la galería Belleza y Felicidad, con la obra de Marcelo Pombo, Fiebre en la prisión, justamente: un collage sobre la caja de un video porno. El elíptico recorrido encuentra al autor, a punto de partir para su clase de capoeira, sentado en la casa del artista deseado. Momento exacto para plantear el ardid amoroso digno de las indagaciones filo-artísticas de El retrato de Dorian Gray: “Cuando salga de acá tengo que ir a capoeira, pero me olvidé el slip, ¿no podrías prestarme uno tuyo?”, o bien “Cuando salga de acá tengo que ir a capoeira, pero me olvidé el slip y no tengo tiempo de pasar por mi casa a buscarlo. ¿Podrás prestarme cinco pesos para que me compre uno?”. En lo que por momentos era algo muy parecido a una charla entre amigos, un fragmento de Amor de hombre, Daniel Molina reflexiona sobre el objeto de deseo: “Los jóvenes bellos viven en una especie de limbo del que se despiertan ya viejos y cansados (a los baby face les va peor: después de los 40 todos se transforman en la abuela de Caperucita Roja: Paul McCartney, por ejemplo)”.
Entre el calor vaporoso del primer piso del Rojas y la música incidental que entraba por una puerta-ventana, abierta lo justo para evitar la asfixia, la idea de sonar “grasa” o “cursi” fue perdiendo toda posibilidad y la jornada pudo alcanzar ese estado maratónico que tienen los grandes encuentros confesionales. Los estilos múltiples, los tonos diferenciales, pretendidamente lúdicos algunos, crudos otros, se mostraron entre abanicos y flashes de fotógrafos. Durante el entremés de vino y frutas de estación, público y poetas se apiñaron en el balconcito del Rojas y pugnaron por llegar a las frutas abrillantadas seleccionadas por la anfitriona. “Hasta ahora leyeron las locas buenas, ahora vienen las malas”, se relamió un panelista apurando el vaso de vino tinto.
Jacoby, con look explorador de bermudas y remera, presentó como primera obra a un Adonis viviente de sonrisa pícara que, con una leve inclinación, aceptó los aplausos con los que el público coronó el exabrupto. El mentor de ramona presentó poemas y hasta se animó al canto. “Me corrí en tu boca y tú no quisiste tragar”. En ese momento, caldeadas, dos señoras de edad aferradas a la primera fila tuvieron que retirarse como advertidas ya de que no quedaba espacio para simular confusión alguna.
“No me sé reproducir”, había rezongado Schettini, apenas minutos antes de que Miguel Angel Lens cerrara su lectura con una especie de haiku criollo con inspiración pasoliniana que se dejaba leer a modo de manifiesto existencialista: “¡Che... flaquito! ¿De qué barrio sos? ¿Te copan Pink Floyd, Hendrix, los Stones? ¿Nos echamos un polvo?”. Pequeños grafismos culturales sacados de Quince breves poemas de seda y de verano que, además, llegaron con epígrafe: “Sos como el 60, andás por todos lados”.
Luego, Latrónico presentó algunos de sus conmovedores poemas, preciosistas, cargados de simbolismos helénicos y peludos faunos. “Fetiche de su boca, su piel, sus labios rosados... el vello de sus piernas, su abrazo bajo la lluvia”, leyó con voz profunda y temblorosa.
Por contraste, la jornada mostró lo curioso que resultan los intentos de agrupar a escritores de acuerdo con criterios cronológicos y/o geográficos, cuando ha llegado a ser evidente que mucho mejores resultan las constelaciones en torno de cuestiones específicamente literarias, en especial cuando lo “genérico” logra desplegarse en su sentido más intimista.
Cerrado el panel, expositores e invitados continuaron la juerga en Masamadre, un reducto integralista en pleno Villa Crespo (que ahora se pronuncia a la italiana, con la doble ele bien larga), en el despuntante Palermo Queens, donde entre platos hindúes, armenios, cilantro y panes artesanales, Oscar Wilde siguió sumando estampas. Hasta que alguien pidió “whiskería”.

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