Dom 21.12.2003
libros

ENTREVISTA

Entre Puán y Constitución

Filo, la última novela de Sergio Olguín, mezcla dos mundos que parecen antagónicos en un cóctel explosivo y desaforado. A continuación, el autor explica a Radarlibros lo que significa su novela dentro de su obra.

› Por Mariana Enriquez

Sergio S. Olguín escribe sus novelas a toda velocidad. Lanús, editada hace un año, le llevó apenas un mes. Ahora está más lento, dice, porque Filo, que acaba de publicarse, le llevó dos meses. Quizá sea ese ritmo frenético el que le imprime a su prosa agilidad –aunque no liviandad– y un claro dinamismo. En cualquier caso, a él le encanta que sus libros se lean rápido. “Es un efecto que busco. Me esfuerzo en conseguir una prosa que sea atrapante, como una buena historia contada cinematográficamente, pero con elementos que no tienen nada que ver con el cine, porque el cine tiene una forma de narrar muy diferente. Quiero que mis libros se puedan leer de corrido.”
Ése es un primer efecto de Filo, una novela influenciada por Boris Vian y Simenon –héroes del autor–, que comienza con un tono realista y termina en un festivo apocalipsis erótico-policial, pantagruélico. Desde el título amenaza con ser una novela ácida, que hinca el diente en la literatura argentina, la Facultad de Filosofía y Letras y los críticos. Sobre todo teniendo en cuenta que uno de los personajes principales es Santiago Pazos, alter ego de Olguín, crítico corrosivo que se hizo famoso –y temido, por lo menos para los que no tenían sentido del humor– desde las páginas de V de Vian, la revista cultural que el autor dirigía. Pero, aunque aquellas referencias existen, Filo está lejos de ser una novela crítica. La inclusión de Santiago Pazos es un cierre, dice el autor, de la estética que él personalmente defiende, y que llegó a su máxima expresión en V de Vian.
¿Por qué eligió a su alter ego como personaje?
–Santiago Pazos nació como personaje literario. Dentro de V de Vian no era un pseudónimo, era un crítico de la literatura y de la propia revista, divertido y ácido. La novela tiene mucho que ver con lo que fue V de Vian, una culminación de esa propuesta estética. Así como La Selección Argentina, la antología de relatos que edité, fue una culminación ideológica de lo que yo consideraba los escritores más importantes de mi generación desde mi actividad como escritor, el cierre de V de Vian es esta novela. Combina todo lo que tenía la revista: alta y baja cultura, lo barrial, el policial, el erotismo, la cultura pop. Es un personaje que siempre me divirtió mucho, algo esquizofrénico, que me permitía una mirada crítica incluso hacia mí y hacia mis amigos. Además, Santiago se llamaba mi viejo, que falleció el año pasado y es el nombre de mi hijo. Quería escribir sobre un viejo que se estaba muriendo y un hijo que estaba creciendo. Y quería escribir una novela optimista, donde a todos les fuera bien, donde se ganaran el Prode. No quería muertos: solamente podían morir policías, rugbiers y dealers.
Cuando pensó la novela, ¿iba a ser mucho más crítica?
–Es cierto, iba ser una novela que hablaba de la crítica en la literatura argentina y cómo se manejaba eso en la facultad, y terminó siendo sobre triángulos amorosos, una bolsa de cocaína y dos viejos ladrones. En algún punto, Filo es una novela frustrada. Quería retratar la facultad de los años ochenta, quería meter como personajes a Beatriz Sarlo, Daniel Link, Jorge Panesi, pero después lo dejé atrás. Escribir algo sobre las cátedras de teoría o literatura te obliga a tomar una posición; hubiera terminado con una novela muy moralista, cosa que no quería hacer. Sí está la voz de David Viñas: si hay algo que rescato es la Facultad de Viñas, esa postura crítica que nos enseñó a nosotros como alumnos. Y es el tipo que terminaron echando de la Facultad. Obviamente Filo es el tipo de novela que Viñas tiraría al inodoro a los cinco minutos de empezarla, no es el tipo de literatura que él reivindicaría. Pero no soy un discípulo aplicado.
¿Cómo se ubica Filo en la narrativa argentina actual?
–Me cuesta incorporarla en un corpus de textos. Es una novela alejada de todo. En un sentido trabaja con un género que es la novela de universidad, que acá nadie trabaja; David Lodge o Javier Marías tienen muchas novelas de ese género, por ejemplo. Aunque un personaje como Pajarito, ladrón sexagenario que vive en Constitución, tiene elementos de los personajes frustrados de Bernardo Kordon o Roberto Arlt, carece del sentido trágico de estos autores, y es más bien un personaje que vive en un Buenos Aires de otra época. Lo mismo ocurre con Simone, que está tomado de una novela de Simenon, El hombre del banco, pero no tiene dramatismo. Quise ir en contra de los lugares comunes. Me resulta más fácil pensar en una tradición literaria, de Kordon, Viñas, Soriano y Sasturain, que en un corpus de textos contemporáneos.
El final se aleja bastante del realismo, y entra en un clima casi desaforado...
–Sin abandonar el realismo, quería exacerbar las posibilidades de los personajes. Quería que al final fuera otro discurso, ni el de Puán ni el de Constitución. Sabía que el riesgo era que se fuera el carajo. Y creo que en un punto se fue, pero eso me gusta. Prefiero irme al carajo y equivocarme antes que no animarme a escribir. Yo sabía que quería una escena final erótica muy fuerte, y lo hice sin pensarlo mucho. Es lo que sentía que era la culminación de esa historia. Por suerte pude hacer aquello que siempre propuse cuando era crítico: me enojaba mucho con las novelas constipadas y contenidas que no se animaban a ir más allá. Estoy contento de haberlo hecho. Si lo hice bien o mal, no depende de mí.

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