Dom 21.12.2003
libros

RESEñA

Los años locos

El París de Man Ray
Herbert R. Lottman

Trad. Daniel Najmías
Tusquets
Barcelona, 2003
310 págs.

Por Daniel Molina

Para los habitantes de América, durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, París fue la imagen pagana del Paraíso. Ese sueño asociaba la libertad sexual con la experimentación artística, en medio de un clima de fiesta perpetua que sólo las dos guerras mundiales lograron opacar. Burlándose de ese deseo de recién llegado al mundo de la cultura, Borges dijo: “Los argentinos buenos, cuando mueren, van a París” (no es casual que esta frase, aunque referida a los norteamericanos, haya sido dicha por Oscar Wilde en su conferencia “Impresiones de Yanquilandia”: muchas de las mejores frases de Borges ya las había dicho medio siglo antes el escritor irlandés). Pero más allá de las ironías, para muchos París realmente fue una fiesta. En especial, en el período de entreguerras, los años locos. Y en esa época intensa, el París de París, el centro brillante de la ciudad faro, era el barrio de Montparnasse, tal como lo cuenta Herbert Lottman en su libro El París de Man Ray (cuyo título original en inglés se puede traducir como “El Montparnasse de Man Ray”).
¿Cómo contar la historia de un centro espiritual en el que confluyeron artistas de las más diversas tendencias y nacionalidades, en el que confrontaron estéticas y políticas, a veces hasta el punto de la pelea a tiros o con cuchillos, como sucedió más de una vez en los cafés del bulevar Montparnasse entre surrealistas ortodoxos y los expulsados del movimiento por el Stalin de las letras francesas, Andre Breton? Lottman se pasó una década buscando la respuesta. Y Man Ray fue su hilo de Ariadna. El artista norteamericano era el punto en que convergían todos los movimientos artísticos que convivieron en la ciudad francesa entre las guerras. Miró, Dalí, Matisse, Picasso, Breton, Chagall, Soutine, Peggy Guggenheim y Sylvia Beach, Gertrude Stein y Ernest Hemingway, René Crevel y Meret Oppenheim, Gala y Lee Miller, Eluard y Braque, Kikí y Pound, Joyce y Cocteau, Duchamp y Fitzgerald, todos ellos y muchos más sólo tienen en común su relación con Man Ray, el artista que, además, los retrató a todos.
Nacido en 1890 en Filadelfia como Emmanuel Radnitsky, Man Ray descubrió muy joven que quería ser artista y en 1911 hizo una primera escala en Nueva York. Allí concurrió al taller de Alfred Stieglitz, el único lugar en el que se podían ver los cuadros de Picasso y de los vanguardistas europeos sin salir de los Estados Unidos. Allí conoció a Marcel Duchamp y a Francis Picabia. Allí adscribió primero al cubismo, pero muy rápidamente adoptó el humor extremo de Dadá y festejó el gesto iconoclasta y a la vez místico de Duchamp, quien envió un mingitorio, su primer ready made, al Salón de Artistas Independientes de 1917, bajo el título de “Fountain”. En 1921, Man Ray cruzó el Atlántico y vivió las próximas dos décadas en París. En esa ciudad se vio obligado a vivir de la fotografía, arte al que al principio consideraba menor, y a través de ella descubrió una nueva forma de intervenir en el mundo. Creó técnicas nuevas y construyó una mirada tan original que a siete décadas de tomadas, sus fotos siguen deslumbrando. Pero Lottman no escribe una biografía de Man Ray sino que narra la vida artística de París, que giraba en torno del artista norteamericano. Y su relato es vertiginoso.
Lottman es un buen divulgador de la historia cultural francesa. Sus biografías de Flaubert y de Camus son memorables y su libro La depuración, sobre el tratamiento que recibieron después de la Segunda Guerra Mundial los acusados de colaborar con los alemanes, es estremecedor. Entre muchos otros libros importantes ha escrito sobre la elite intelectual y política francesa un texto ya clásico: La Rive Gauche. Y si bien El París de Man Ray es un libro muy entretenido y documentado (y la buena traducción de Daniel Najmías permite olvidar que fue publicado en España), se nota que en el mundo del arte Lottman se siente menos cómodo que en el de las ideas. Con un material tan gigantesco como interesante Lottman hace un libro en el que se extraña esa impronta de fresco monumental que les dio a sus grandes trabajos. No es tan chismoso como para resultar encantador, ni tan serio como para ser un estudio imprescindible. De todas formas, no hay que ser injusto: se lo lee de un tirón y se lo disfruta casi en cada página. En un mundo en el que abundan los improvisados, hay que reconocer que Lottman tiene oficio.

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