Dom 11.01.2004
libros

Él y su hombre

Por J. M. Coetzee

Pero volvamos a mi nuevo compañero. Yo estaba encantado con él, y me encargué de enseñarle todo aquello que lo hiciera útil, hábil, y servicial; pero especialmente le enseñé a hablar, y a entenderme cuando yo hablaba, y no hubo en todo el mundo alumno más apto.
Daniel Defoe, Robinson Crusoe.

Boston, en la costa de Lincolnshire, es una ciudad hermosa –así lo dice su hombre–. Aquí se encuentra la iglesia más alta y empinada de toda Inglaterra; los pilotos se guían por ella desde el mar. Los alrededores de Boston son tierra de fens: de pantanos y de fangales. Abundan los avetoros, esos pájaros ominosos que profieren un sonido pesado, quejoso, y que se pueden oír a más de tres kilómetros, como el eco de un arma.
En el campo encuentran también su hábitat otros tipos de pájaros, por ejemplo patos y ánades silvestres; para capturarlos, los hombres de los fens crían patos domésticos, a los que llaman patos de camuflaje, patos camuflados.
Los fens consisten en trechos de tierra húmeda. Hay trechos de tierra húmeda en toda Europa, en todo el mundo, pero no se los llaman fens, pues es una palabra inglesa, y es una palabra que no va a migrar.
A estos patos camuflados de Lincolnshire –escribe su hombre– se los cría en estanques camuflados, y se los domestica alimentándolos con la mano. Luego, cuando la temporada por fin llega, se los envía a Holanda y Alemania. Allí se encuentran con otros de su especie, y al ver la miseria en que esos patos holandeses y alemanes viven, y cómo los ríos se hielan en invierno y cómo las tierras se cubren de nieve, nunca dejan de hacerles saber, en un lenguaje inteligible para ellos, que en Inglaterra, de donde vienen, todo es muy distinto: los patos ingleses encuentran comida en las orillas del mar, y las mareas inundan las lagunas interiores; gozan de lagos, fuentes, estanques abiertos y estanques protegidos; también de tierras pletóricas de mieses dejadas por los cosechadores; y no hay ninguna escarcha ni nieve, y sí verdadera luz.
Gracias a estas representaciones –escribe su hombre–, que son formuladas en el lenguaje de los patos, ellos, los patos camuflados, reúnen grandes cantidades de aves, y por decirlo de algún modo, las secuestran. Las guían de vuelta a través de los mares desde Holanda y Alemania, y las amontonan en sus estanques camuflados dentro de los fens de Lincolnshire, charlando todo el tiempo en su propio idioma, contándoles que ésos son los estanques de los que les han hablado, donde vivirán, en fin, sanos y salvos. Y mientras se los ve ocupados, los hombres camuflados, los amos de los patos camuflados, se escurren dentro de escondrijos de maleza y de arbustos que construyeron en los fens, y desde allí, sin que nadie los vea, arrojan cereal al agua; y los patos camuflados los siguen, guiando a su vez a aquellos huéspedes extranjeros. Y así, durante dos o tres días los conducen por canales cada vez más estrechos, proclamando lo bien que se vive en Inglaterra, hasta llegar a un sitio en donde se encuentran las redes extendidas.
Entonces los hombres camuflados sueltan a su perro camuflado, que está perfectamente entrenado para nadar y alcanzar a las aves, ladrando mientras nadan. Terriblemente alarmados por esta criatura horrible, los patos levantan vuelo, pero se ven forzados a descender pues chocan contra las redes, y deben nadar o perecer bajo la red. Pero la red es cada vez más angosta, como un embudo, y allí están los hombres camuflados, que los apresan uno a uno. A los patos camuflados los acarician y encomian, pero a sus huéspedes los matan a garrotazos ahí mismo, y los despluman, y los venden por cientos y por miles.
Todas estas noticias de Lincolnshire las escribía su hombre con una caligrafía firme y rápida, con plumas a las que sacaba punta todos los días con un pequeño cortaplumas, antes de comenzar de nuevo a escribir.

En Halifax –escribe su hombre–, se erguía una máquina justiciera, hasta que fue retirada por el reino de Jacobo I. Funcionaba así: se colocaba la cabeza del condenado en la cima del patíbulo, entonces el verdugo quebraba de pronto el clavo que sostenía la enorme cuchilla. La hoja descendía por un marco alto como una puerta de iglesia y decapitaba al hombre de un modo tan limpio como lo hubiese hecho el cuchillo de un carnicero.
Sin embargo, según la costumbre de Halifax, si entre el quiebre del clavo y la caída de la hoja de metal, el condenado podía ponerse de pie, bajar corriendo la colina, y atravesar el río a nado antes de que el verdugo lo atrapara, se lo dejaba en libertad: por supuesto, durante todos los años en que la máquina se utilizó, esto no ocurrió nunca.

Él (esta vez no es “su hombre”, sino “él”) está sentado en su cuarto junto al mar en Bristol, y lee estas líneas. Se lo ve entrado en carnes, y hasta puede decirse que está avejentado. La piel de su cara, ennegrecida por el sol del trópico antes de que él mismo se armara una sombrilla con hojas de palma, es ahora más pálida, pero continúa mostrándose apergaminada; en su nariz queda una herida que le produjo el sol; nada la curará. Tiene aún una sombrilla en su cuarto, en un rincón, pero el loro con el cual volvió ya ha muerto. “¡Pobre Robin!” –gemía el loro colgado en su hombro–. “¡Pobre Robin Crusoe! ¿Quién ayudará al pobre Robin?” Su mujer no toleraba el lamento del loro, “¡Pobre Robin!” todo el día. “Voy a retorcerle el pescuezo”, decía ella, pero le faltó siempre coraje.
Cuando volvió a Inglaterra desde su isla con su loro y su sombrilla y su cofre lleno de tesoros, por un tiempo vivió bastante tranquilo con su esposa en la propiedad que compró en Huntingdon, porque se había convertido en un hombre rico, más rico aun después de publicar ese libro acerca de sus aventuras. Pero los años en la isla, y luego aquellos años de viaje con su hombre Viernes (pobre Viernes, se lamenta él, prrr-prrr, pues el loro nunca pronunció el nombre de Viernes, sino el suyo), terminaron por lograr que la vida de gentleman terrateniente le resultase aburrida. Y si es necesario decir la verdad, la vida de casado con su esposa también fue una dolorosa decepción. Terminaba yéndose a los establos, al encuentro con los caballos que, benditos, no parloteaban sino que apenas resoplaban cuando él llegaba, para demostrarle que sabían quién era, y luego permanecían en paz.
Cuando arribó a la isla, en donde supo llevar una vida silenciosa hasta que de pronto llegó Viernes, creía que en el mundo se hablaba demasiado. Cuando descansaba en la cama junto a su esposa le parecía que un chaparrón de guijarros caía sobre su rostro. Y lo único que él quería era dormir. Así que cuando su esposa exhaló su último aliento, guardó luto, pero no estuvo triste. La enterró, y después de un tiempo prudencial alquiló este cuarto en El Calafate Alegre, en la costanera de Bristol, luego de dejarle a su hijo la administración de su propiedad, y de traerse apenas esa sombrilla que lo hizo famoso en la isla, y el loro muerto fijado a su percha, y unas pocas cosas, y vivió aquí desde entonces, vagando de día por los muelles y desembarcaderos, observando hacia el oeste sobre el mar, pues su vista es todavía aguda, y continúa fumando pipa. Se hace subir los alimentos a su cuarto; porque no halla alegría en sociedad. Se ha acostumbrado a una vida solitaria. No lee, perdió el gusto por la lectura, pero el hecho de redactar sus aventuras dejó en él un hábito por escribir algo; se trata de un recreo más o menos agradable. Por las noches, a la luz de la vela, acomoda papeles y afila plumas, y escribe una página o dos acerca de su hombre, del hombre que envía informes sobre los patos camuflados en Lincolnshire, y de esa gran máquina de la muerte en Halifax, de la que uno puede escapar si se pone de pie y baja corriendo la colina antes de que la terrible hoja descienda, y sucedan muchas otras cosas más. Desde cualquier lugar en donde esté, él le envía un informe, ésa es su principal función, de ese hombre que es de él.
Ahora camina perezoso por el puerto, reflexiona sobre la máquina de Halifax y él, Robin, a quien el loro llamaba “pobre Robin”, arroja un guijarro y alerta sus oídos. Un segundo, menos de un segundo, y el guijarro golpea el agua. La gracia de Dios es eficiente, pero la gran hoja de acero templado –que es más pesada que un guijarro y a la que se engrasa con sebo–, ¿no sería más eficiente? ¿Cómo podremos escapar de ella? ¿Y qué tipo de hombre puede ser ese que se apresurará tan diligentemente de aquí para allí a lo largo del reino, de un espectáculo de muerte a otro (garrotes, decapitaciones), enviándole informe tras informe?
Un hombre de negocios razona consigo mismo. Que sea un hombre de negocios, un comerciante de granos o de cueros, digamos; o un industrial y proveedor de tejas, en algún lugar donde abunde la arcilla, en Wapping, digamos, que debe viajar mucho debido a sus negocios. Queramos que sea próspero, y démosle una mujer que lo ame y que no hable mucho y que le dé hijos, o sobre todo hijas; démosle más bien una felicidad razonable; después hagamos que esa felicidad súbitamente se interrumpa. Durante un invierno, el Támesis se desborda, y los hornos en los que se hornean las tejas son arrasados por la corriente, o los depósitos de grano, o los talleres de cuero; está arruinado, este hombre que es de él, y los acreedores caen como moscas o cuervos; él tiene que huir de su hogar, de su mujer, de sus hijos, y busca esconderse disfrazado en el lugar más desvencijado del Callejón de los Mendigos, bajo un nombre falso. Y todo esto –la creciente del río, la ruina, la huida, la miseria, los andrajos, la soledad– todo esto es, o sería, una imagen del naufragio y de la isla donde él, el pobre Robin, estuvo recluido sin contacto con el mundo durante veintiséis años, hasta casi enloquecer (¿y quién puede decir si no enloqueció en cierto modo?).
O si no, entonces, que el hombre sea un talabartero con una casa y un taller y un depósito en Whitechapel y admita un lunar en su mentón y una mujer que lo quiera y que no edifique con monólogos y que le dé hijos, sobre todo hijas, y mucha felicidad, hasta que la peste descienda sobre la ciudad, pues es el año 1665, y el gran incendio de Londres todavía no ocurrió. La peste desciende entonces sobre Londres: diariamente, parroquia tras parroquia, el recuento de muertos crece, de ricos y pobres, porque la peste es democrática y no hace distinciones de status, y ninguna riqueza en el mundo va a salvar a este talabartero. Envía a su mujer y a sus hijas al campo, y hace planes para huir él, pero no lo hace. No le temerás al terror de la noche, lee al azar en la Biblia, ni a la flecha que vuela de día; ni a la pestilencia que se encamina en la oscuridad; ni a la destrucción que asuela al mediodía. Mil caerán a tu lado, y diez mil sobre tu mano derecha, pero nada de ello se acercará a ti. Con el valor que le otorga este signo, que es casi un salvoconducto, permanece en Londres y comienza a redactar informes. Llegué a la calle en donde había una multitud –escribe–, y una mujer señala el cielo. ¡Vean –grita ella–, un ángel vestido de blanco blandiendo una espada flamígera! La multitud asiente. ¡Es cierto –dicen–, un ángel con una espada! Pero él, el talabartero, no puede ver al ángel ni a la espada. Todo lo que puede veres una nube de forma extraña, más luminosa de un lado que del otro, por el brillo del sol. ¡Es una alegoría!, grita en la calle la mujer; pero él no puede ver ninguna alegoría. Así consta en su informe.
Otro día, al caminar en Wapping por la orilla del río, este hombre que supo ser talabartero pero que ahora no tiene ocupación observa cómo desde la puerta de una casa cierta mujer llama a un hombre que rema en un bote pescador: ¡Robert, Robert!, lo llama ella, y este hombre rema hasta la orilla, y descarga una bolsa depositando su contenido sobre una piedra en la costa, y se aleja de nuevo; y la mujer llega a la orilla y levanta la bolsa y la lleva a su casa con una infinita expresión de pena.
Él se acerca por la orilla a este hombre de nombre Robert, y le habla. Robert le cuenta que aquella mujer es su esposa y que en la bolsa guarda las provisiones para una semana, que es para ella y para sus hijos, y que contiene carne y harina y manteca; pero que él no se atreve a acercarse más, porque todos ellos, esposa e hijos, están apestados; y esto le parte el corazón. Y todo esto –es decir, este hombre Robert y su esposa que conserva la unión a través de gritos, la bolsa abandonada en la costa– vale por sí mismo, por supuesto, pero también vale como una imagen de la soledad de él mismo, de Robinson, en la isla, donde en los momentos de mayor desesperación gritó que aquellos que amaran Inglaterra viniesen a salvarlo, y que otras veces nadó hasta el barco naufragado en busca de provisiones.
Existen más informes acerca de aquellos tiempos desdichados. Aquel hombre del bote, incapaz de soportar el dolor –tiene hinchada la ingle y las axilas, signos de la peste–, corre por la calle a los gritos desnudo, a través de Harrow Alley en Whitechapel. El talabartero es testigo de sus saltos y alarmas, de sus mil gestos inquietantes, mientras la esposa e hijos corren detrás de él gritando, llamándolo para que vuelva. Y esos saltos son una alegoría de sus propios, intransferibles saltos. Luego de que haya ocurrido la desgracia del naufragio y que hubiera rastrillado la playa en busca de sus compañeros y no hubiera encontrado nada, salvo zapatos que no conseguían formar pares, y comprender al fin que estaba solo en una isla salvaje, en donde probablemente perecería sin ninguna esperanza.
Un año atrás, él, es decir Robinson, pagó con dos guineas a un marinero por un loro que, según el marinero, era de Brasil –un pájaro no tan magnífico como su propia y bien amada criatura pero sin embargo espléndido, con plumas verdes y una cresta escarlata y también muy parlanchín, si es que se le daba crédito al marinero–. Y, realmente, el pájaro descansaba en el cuarto de la posada junto a él, con una cadenita en su pata por si trataba de volar, y decía estas palabras: ¡Pobre Poll! ¡Pobre Poll! Las decía una y otra vez hasta que él se veía forzado a taparle la cabeza con una capucha; sin embargo, no podía enseñarle a que dijera otra palabra, por ejemplo ¡Pobre Robin!, quizá porque era demasiado viejo para eso. Pobre Poll miraba a través de la estrecha ventana más allá de los mástiles, la gran extensión del Atlántico: ¿Qué isla es ésta -preguntaba Pobre Poll– en la que me arrojaron, tan fría y terrible? ¿Dónde estás, mi Salvador, en la hora de mis grandes necesidades?
Un hombre, ya borracho porque es de noche (y éste es otro de los informes de su hombre), cae desmayado en las puertas de Cripplegate, el llamado Portal de los Lisiados. El carro de los muertos avanza (seguimos en el año de la peste), y los vecinos piensan que el hombre está muerto, y lo echan al carro, entre los cadáveres. Finalmente el carro llega a la fosa de los muertos en Mountmill y el carrero, que se tapa la cara por los efluvios, lo sujeta para arrojarlo allí dentro; y el borracho se despierta y lucha en su asombro. ¿Dónde estoy?, dice. A punto de ser enterrado entre los muertos, dice el carrero. ¿Pero entonces estoy muerto?, pregunta el hombre. Y esto, en cierta forma, es también una imagen de él mismo en su propia isla.
Algunos londinenses continúan con sus negocios, porque se piensan saludables, piensan que la peste no los alcanzará. Pero la peste ya se encuentra secretamente en su sangre: cuando la infección llegue al corazón, caerán muertos en el acto, o es lo que dice el informe del hombre. Y esto es entonces una imagen de la vida, de la vida entera. Una preparación adecuada. Debemos contar con una preparación adecuada para la muerte, o el relámpago nos golpeará allí donde estemos. Como él mismo, Robinson, tuvo que advertir cuando vio, súbitamente, sobre la arena la huella del pie de un hombre. Aunque esto era un signo de mucho más. No estás solo, decía el signo; y también, no importa cuánto navegues, no importa dónde te escondas, te encontrarán.
Durante el año que duró la peste –escribe su hombre–, otros, por el terror, abandonaron todo, sus hogares, sus mujeres e hijos, y huyeron tan lejos como pudieron. Cuando la peste se extinguió, la huida fue tachada de cobardía. Pero, escribe este hombre, ya olvidamos qué tipo de coraje se necesitaba para enfrentar la peste. No era el coraje de un soldado, el coraje necesario para cargar un arma y disparar al enemigo: era como cargar contra una caballería desde un pálido caballo.
Incluso el loro, en su mejor momento, aquel loro que era el mejor de los dos, no decía ninguna palabra que no hubiera aprendido de su amo. ¿Cómo podía ocurrir entonces que este hombre de él, que era una especie de loro y no muy amado, escribiera tan bien o mejor que su amo? Porque su pluma es hábil, la de este hombre que es de él, y de eso no hay duda. Como cargar contra una caballería desde un pálido caballo. Su destreza, que aprendió en el despacho, constaba en llevar cuentas y contabilidades sin tornear frases. Sólo cuando él se entrega a su hombre surgen estas palabras.
Y los patos camuflados: ¿Qué sabía él, Robinson, de patos camuflados? Nada, absolutamente nada, hasta que su hombre empezó a enviar estos informes.
Acerca de los patos camuflados de los pantanos de Lincolnshire, acerca de la gran máquina de ajusticiamiento en Halifax: informes del gran tour que este hombre de él parece que hace respecto de la isla de Gran Bretaña, que es una imagen del tour que él hizo de su propia isla en el esquife que construyó, el tour que demostró que existía un lado más alejado en la isla, escarpado, oscuro e inhóspito, que por otra parte él siempre evitó, aunque si en el futuro llegaran colonos tal vez lo exploraran y lo habitaran; esto también es una imagen, del lado oscuro del alma, y de la luz.
Cuando las primeras bandas de plagiarios e imitadores se abalanzaron sobre esta historia de la isla e impusieron al público sus propias historias de la vida de los náufragos, a él no le parecieron ni más ni menos que una horda de caníbales que se abalanzaban sobre su propia carne, esto es, sobre su vida; y no tenía escrúpulos en decirlo de ese modo. Cuando me defendí contra los caníbales, que buscaban derribarme y asarme y devorarme, escribió, pensé que me defendía contra la cosa misma. No podía prever que esos caníbales eran más que la imagen de una voracidad más demoníaca, que mordería la sustancia misma de la verdad.
Pero ahora, al reflexionar más y más, comienza a sentir simpatía por sus imitadores. Porque ahora le parece que sólo existe un puñado de historias en el mundo; y que si a los jóvenes se les prohíbe adueñarse de las de los viejos entonces deberían quedarse sentados para siempre en silencio. Así, al narrar sus aventuras en la isla, él cuenta cómo despertó aterrorizado una noche convencido de que el Diablo estaba en su cama encarnado en un enorme perro. Y entonces se puso de pie y tomó un cuchillo y cortó a diestra y siniestra para defenderse mientras que el pobre loro chillaba alarmado. Sólo varios días después se dio cuenta de que no hubo perro nidemonios, sino que había sufrido una parálisis pasajera, y que, incapaz de mover una de sus piernas, creyó ver una criatura. La lección parece ser que todas las afecciones, incluida la parálisis, tienen su origen en el Diablo y son el demonio mismo; que el castigo de una enfermedad puede parecer el castigo del demonio, o de un perro que es la imagen del demonio, y viceversa, el castigo puede tomar la imagen de una enfermedad, como en la historia de la peste por el talabartero; y que por lo tanto nadie que escriba historias de uno u otro, el demonio o la peste, debería ser subestimado en términos de falsificador o de ladrón.

Cuando años atrás se decidió a fijar sobre papel su historia en la isla, él descubrió que las palabras no le venían, que la pluma no fluía, que sus dedos se encontraban rígidos, acaso reluctantes. Pero día a día, paso a paso, dominó el oficio de escribir, y cuando llegó a los momentos de sus aventuras junto a Viernes, las páginas comenzaron a sucederse con facilidad, casi sin deliberación. Esa antigua facilidad de composición, ay, ya ha desertado de él. Cuando se sienta en el pequeño escritorio delante de la ventana que mira al puerto de Bristol, su mano se ve torpe y la pluma se vuelve un instrumento tan ajeno como antes.
El otro, su hombre, ¿encuentra más fácil el oficio de escribir? Las historias que escribe sobre patos y máquinas de muerte y Londres bajo la muerte fluyen con suficiente facilidad; pero así le sucedió a él una vez con sus propias historias. Quizá lo está juzgando equivocadamente, a aquel hombre pequeño y apuesto de paso rápido, con un lunar en el mentón. Quizá en este momento se encuentre sentado solo, en un cuarto alquilado, en alguna parte de este ancho reino, mojando la pluma y volviéndola a mojar, lleno de dudas y de hesitaciones y de arrepentimientos.
¿Cómo hay que imaginárselos, a este hombre y a él? ¿Como amo y esclavo? ¿Como hermanos, como hermanos mellizos? ¿Como camaradas? ¿O como enemigos en armas? ¿Qué nombre se le puede dar a este compañero sin nombre con quien comparte la primera parte de la noche, y a veces las noches enteras, que está ausente sólo de día, cuando él, Robin, camina por los muelles inspeccionando los barcos que llegan y su hombre galopa por el reino realizando inspecciones?
¿Vendrá este hombre, en el curso de sus viajes, a Bristol? Él ansía encontrar al hombre en su carne, estrechar su mano, vagar con él por el malecón, y oír con atención mientras él le cuenta su visita al lado norte de la isla, o sus aventuras en relación a lo que implica escribir algo. Pero teme que ya no haya ningún encuentro, al menos en esta vida. Si tuviera que decidir una comparación en cuanto a la pareja que forman –él y su hombre–, escribiría que son como dos barcos que zarpan hacia direcciones opuestas, uno hacia al oeste, otro hacia al este. O mejor, que son marineros que trabajan en dos barcos, y uno zarpa hacia el oeste y el otro hacia el este. Sus barcos pasan cerca, lo suficiente como para que se saluden. Pero los mares son duros y el tiempo es tempestuoso; la espuma golpea en los ojos, las cuerdas les hacen arder sus manos, pasan muy cerca, pero están demasiado atareados como para saludarse.

(c) The Nobel Foundation (2003).
Trad. Sergio Di Nucci

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