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El aleph cibernético
Imposible de ser publicada en soporte tradicional (léase papel), la obra de Leibniz encontró en las ciberediciones al mejor aliado. Hartmut Hecht, el editor de los cientos de miles de páginas de Leibniz que hasta ahora no habían conseguido aparecer públicamente, explica por qué el filósofo alemán fue un precursor de Internet.
POR ARIEL MAGNUS, DESDE BERLIN
Hacia el final de la Teodicea de Leibniz se cuenta que Teodoro, guiado por la diosa Pallas, es introducido en una pirámide hecha de habitaciones, cada una de las cuales es a la vez un mundo. Cuando ingresa a la primera habitación, Teodoro ve un libro y la diosa le explica que éste contiene la historia del mundo que están visitando. “Pon el dedo sobre el renglón que te plazca –le dice la diosa–, y verás representado efectivamente y con todos sus detalles lo que la línea en cuestión sólo indica a grandes rasgos.” Teodoro hace clic y, en efecto, aparecen todas las particularidades de una parte de la vida de una persona. El texto de principio del siglo XVIII, en el que ya Deleuze creyó ver un precursor velado de El Aleph de Borges, parece hacer referencia a un invento al que se sólo se llegaría casi 300 años después: el hipervínculo. Así por lo menos creen poder interpretar el pasaje los encargados de la edición de algunos tomos de las obras completas de Leibniz, quienes decidieron actuar en consecuencia. Los primeros resultados de esta pequeña revolución en el arte de editar filosofía ya pueden verse, algunos clics mediante, en www.gwleibniz.de
LA EDICIÓN
“La idea de hacer una edición histórico-crítica de toda la obra de Leibniz surgió a principios del siglo pasado”, explica Hartmut Hecht (55) de la Academia de las Ciencias de Berlín-Brandeburgo, coordinador de la así llamada Serie 8 (Escritos sobre ciencias naturales, medicina y técnica). Por ser Leibniz el último pensador europeo, el proyecto involucraba originariamente a otros estados de Europa, además del de nacimiento del filósofo. “Cuando terminó la Primera Guerra Mundial nadie quería seguir trabajando con los alemanes, por lo que Prusia tuvo que sacar el primer tomo sin ayuda externa.” Eso ocurrió en 1923, y desde entonces ya aparecieron 34, cada uno de 500 a 1000 páginas, en idioma original, con comentarios y con el detalle de todas las variaciones que presentan los distintos originales almacenados en Hannover (alrededor de 200 mil folios y 15 mil cartas en total). A esta altura de su edición, los bártulos, cuyo precio no baja de 100 euros y alcanza en algún caso los 700 (no extraña, pues, que a pesar de tener una tirada de 500 ejemplares muy pocos hayan alcanzado la segunda impresión), ya superan en número a los que engloban las obras completas de Kant, Hegel o Nietzsche. Se calcula, sin embargo, que lo ya editado no es más que un cuarto del volumen total que tendrá la biblioteca una vez que se termine. Si es que eso ocurre alguna vez.
“Hay quienes hablan de que en 50 años podría estar lista, pero ya ahora se está discutiendo si tiene sentido seguir imprimiendo los libros”, dice Hecht. Como se trata de una edición cronológica y estrictamente total, “habría que poner, por ejemplo, todos los cálculos matemáticos que Leibniz hizo mal, que son muchísimos”. Pero no es sólo por eso que la serie coordinada por Hecht, que trabaja junto con la Academia Rusa de las Ciencias en San Petersburgo y en Moscú, busca abrirse a nuevos medios.
“Leibniz fue el primero en empezar a pensar en las computadoras. Él desarrolló la primera máquina de calcular analógica, que se puede ver acá en la Academia y que funciona como las de la actualidad, sólo que en forma mecánica: el 1 es una esfera y el 0 es un agujero. Pero lo interesante es que esas computadoras con las que él soñó toda su vida hoy nos dan la posibilidad de presentar verdaderamente lo que él tenía en la cabeza al escribir. Leibniz era un pensador del movimiento (su mónada no es otra cosa que eso), pero le faltaban los medios para representarlo adecuadamente. Editando sus manuscritos inéditos descubrimos que para vencer este obstáculo hay dibujos donde él inserta distintos estadios de un movimiento en el mismo esquema espacial. El dibujo es muy confuso, por lo que recién con la animación por computadora estamos en condiciones de mostrar exactamente lo que él quería representar con ellos.” La animación por computadora, nada nuevo en otros rubros, es algo inaudito en este tipo de ediciones. Los textos de Leibniz (y de otros filósofos) que ya están en Internet simplemente reproducen lo que se puede ver en un libro. “Con las ediciones digitales pasa lo mismo que con los autos”, explica Hecht. “Los primeros automóviles se veían como carruajes, no como autos modernos. Nuestra idea es cambiar el concepto de edición digital, pasar de la carreta al Porsche, por así decirlo.” La otra ventaja de este tipo de ediciones es que constituyen verdaderas herramientas de investigación: el formato digital permite establecer correlaciones entre los dibujos o partes de los dibujos que aparecen a lo largo de toda la obra de Leibniz, además de que facilitan la constitución de índices de dibujos, algo prácticamente imposible en el papel. “Mediante vínculos, ese otro sueño de Leibniz –agrega Hecht–, se pueden enlazar sus textos con las fuentes filosóficas de los mismos, y así crear una red que muestre el crecimiento de la ciencia, que ciertamente no fue lineal.”
La propuesta es tan novedosa que muchos colegas ya han advertido sobre los peligros que podría acarrear para la edición tradicional. Para Hecht, sin embargo, los temores son infundados: “No se trata de que un medio desaparezca sino de aprovechar cada uno al máximo y reelaborar la relación entre ambos”.
LA ACADEMIA
La Academia encargada de editar los escritos del filósofo fue fundada por el mismo Leibniz en Berlín en 1700. “Leibniz nunca pudo verla en verdadero funcionamiento –cuenta Hecht–, pero se trata de uno de sus emprendimientos más tempranos.” Ya con veinticinco años surgen los primeros esbozos escritos para la creación de una institución universal que, a diferencia de la Royal Society de Londres o de la Académie des Sciences de Paris, abarcara absolutamente todos los aspectos de la actividad humana. Fiel a su universalismo y al igual que sus mónadas, reflejos del universo entero, la Academia fue concebida por él como un estado dentro del estado, donde tuvieran cabida todos los individuos de la sociedad, incluidos los carentes de educación y los presidiarios. A fin de conseguir el permiso para lograrlo, Leibniz no tuvo empacho en adular a cuanta persona de rango se dignara a escucharlo, ni en pergeñar los negocios más abstrusos a fin de conseguir el dinero para ponerla en funcionamiento. Ideó un seguro contra incendios, se agenció el monopolio sobre los calendarios (un negocio muy lucrativo en un tiempo donde lo que ocurría en el cielo era imprescindible para el trabajo de la tierra) y hasta llegó a intentar suerte con la crianza de gusanos de seda. “Plantó árboles alrededor del muro que en ese entonces rodeaba Berlín –relata Hecht–, pero el clima era demasiado frío y los gusanos no sobrevivieron. Todavía se pueden ver los morales en algunos lugares de la ciudad. Yo tengo uno justo delante de casa. Los que saben dicen que es anterior, pero a mí me gusta pensar que es uno de los que plantó Leibniz.”