De
terror
por Mariana Enriquez
Cortázar fue
para mí una lectura de pasaje, cuando abandoné la colección
juvenil ilustrada Mis Libros de Hyspamérica y me aventuré
hacia la biblioteca adulta. Bestiario, Las armas secretas y Final del
Juego estaban en la biblioteca de casa en ediciones de los años
60, pero en aquel entonces yo sentía un rechazo extraño
por las hojas amarillentas y me incliné por una recopilación
de Bruguera, El perseguidor y otros relatos, que lucía casi flamante.
El comienzo fue bastante decepcionante: no me gustaron ni me gustan
ahora sus cuentos ingeniosos, y pasé con indiferencia Continuidad
de los parques y No se culpe a nadie. El tercer cuento,
sin embargo, me dejó boquiabierta y aterrada. Leí Casa
Tomada sin mediación alguna: con el tiempo, supe que la invasión
podía interpretarse como el peronismo y tantas otras lecturas,
pero entonces fue sólo un cuento de terror, mi género favorito,
el menos visitado por la literatura argentina.
Julio Cortázar me sigue gustando sobre todo como escritor de género,
con esa pasión que desata la lectura absolutamente placentera.
No es extraño que, por lo general, se considere los cuentos de
terror de Cortázar como fantásticos, categoría menos
menor, un poco más respetable. El terror nunca fue
zona central de la literatura canónica, a diferencia de lo fantástico.
Pero los límites entre fantástico y terror
son francamente difusos y quizá se le aplique el primer género
a gran parte de los cuentos de Cortázar sólo para conservar
su respetabilidad.
Por supuesto, allí están Rayuela, su obra maestra El
perseguidor, los cuentos realistas-costumbristas, los cronopios
y las famas y su última etapa militante para derrumbar la teoría
de que el terror fue el tema central de su obra, pero todo lo anterior
no basta para minimizar la importancia del género en su literatura.
Y Cortázar no es tímido en absoluto a la hora de aplicar
los trucos en sus cuentos. Los finales, por ejemplo. Circe
(de Bestiario) y La Puerta Condenada (de Final del Juego)
utilizan casi el mismo remate efectista: hiciera callar a Delia
que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia, termina Circe;
No se había mentido al arrullar al niño, al querer
que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse,
cierra La puerta condenada. Éste sencillo cuento, con
carnadura de leyenda urbana, es uno de mis favoritos justamente por el
desenfado de su ejecución: un niño fantasma que llora detrás
de las paredes de un hotel, escenario terrorífico por excelencia
pensar en Hotel Comercio de Bernardo Kordon o El resplandor de Stephen
King; un espectro que llora, símbolo atávico del horror.
La puerta condenada y Circe toman también
la histeria femenina, como Otra vuelta de tuerca de Henry James, en la
tradición gótica de las mujeres locas y encerradas. No son
cuentos ambiciosos ni pretenden deslumbrar con desbordes imaginativos,
pero son tan originales porque ni un hotel uruguayo ni un barrio suburbano
de Buenos Aires fueron utilizados jamás como geografía del
horror con tanta eficacia.
Otros grandes cuentos de Cortázar se inscriben dentro del terror.
Las armas secretas, a pesar de sus lecturas políticas,
habla de una posesión y del infierno de la repetición; El
otro cielo, con su barrio parisino de prostitutas asoladas por un
asesino serial cita claramente los asesinatos de Whitechapel a manos de
Jack El Destripador. Verano toma los elementos clásicos
de la pareja encerrada, el animal que acecha en la oscuridad y la niñez
maligna, como Bestiario. El ídolo de las cícladas,
con sus arqueólogos posesos por el poder de una estatuilla y
por el poder del deseo está en la línea de Poe y Lovecraft,
sólo que sin la morosidad ni la escritura ripiosa de los norteamericanos.
Las Ménades, con una velada teatral que acaba en aquelarre
desenfrenado precedido por El Maestro que acaba consumido por la
furia que desata tiene otro de esos remates repetitivos que subrayan
la marca de género: Pero la mujer vestida de rojo iba al
frente, mirando altaneramente, ycuando estuve a su lado vi que se pasaba
la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por
los labios que sonreían. Las babas del diablo
fue adaptado por Michelangelo Antonioni en su extraña película
Blow Up, y su ignorada novela Escuela de noche podría ser adaptada
hoy por Wes Craven, porque se trata, sin mayores rodeos, del terror
adolescente que reina en el cine de género norteamericano.
Julio Cortázar fue el primero y el único escritor
argentino que me asustó. En la adolescencia, me debatía
entre la ansiedad por terminar el cuento y las ganas de arrojar el libro
hacia la otra punta de la habitación como hice alguna vez
con Cementerio de animales de Stephen King, convencida de que si
continuaba leyendo esa bruja de barrio resultaría ser mi vecina,
la vuelta de la esquina me depositaría en los callejones del East
End, y escucharía llorar al bebé espectro en pena ni bien
apagara la luz. Ya adulta, intenté copiarlo sin éxito ¡qué
difícil es el cuento de terror! y seguí encontrando
indicios siniestros en el barco maldito de Los premios, la muñeca
rota de 62 Modelo para armar y hasta la muerte de Rocamadour en Rayuela.
Además, los cuentos de terror de Cortázar pueden ser leídos
una y otra vez, pasada ya la primera sorpresa, porque el secreto de su
eficacia no es el golpe de efecto, sino su escritura hermosa, poco explícita,
que planta anuncios en un clima sobrecogedor.
Moderno
por Daniel Molina
El 28 de noviembre
de 1967 era un martes anodino. Yo estaba a punto de terminar el primer
año del secundario en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda.
A media mañana, durante el recreo más largo, uno de mis
compañeros se me acercó con un paquetito en la mano. Se
descubría fácilmente que era un libro. Varios más
se le sumaron y entre todos me cantaron el Happy Birthday: inauguraba
mis 14 en un día que no tuvo casi nada de memorable salvo por el
contenido del paquetito. Estaba allí el primer libro de Cortázar
que leí, Todos los fuegos el fuego, que había sido publicado
por Sudamericana un año antes. Todavía recuerdo su tapa
roja, el papel grueso y blanco de las páginas, la tipografía
moderna que caracterizaba esa colección (tan distinta de la de
los libros de Losada, Fabril o Peuser, que parecían de décadas
anteriores).
Esa misma noche terminé el libro. Era, para mí, toda una
hazaña, porque todavía me costaba leer. Había sido
un alumno excelente (y lo seguiría siendo), pero aprender a leer
me costó muchísimo. Esos cuentos de Cortázar me destrabaron
para siempre. Me ingresaron de golpe y con una aceleración
que sólo el tiempo iba a ir disminuyendo en el territorio
de la literatura, de la ficción como mapa del mundo, como sentido
y garantía de lo real.
Era 1967. El Che ya había muerto en Bolivia y su gesta todavía
no había convocado la ordalía de sangre que hoy reivindican
las remeras de los jóvenes que no vivieron esa época. Desde
hacía un año y medio, Juan Carlos Onganía gobernaba
tranquilamente un país que aún no añoraba el gobierno
de Arturo Illia. No había Internet y la TV transmitía en
blanco y negro, se necesitaba una antena para verla y la imagen era de
muy baja calidad. Sólo existían cuatro canales. Estábamos
condenados al cine (íbamos casi todos los días) y a los
libros y revistas. Ya habíamos leído Cien años de
soledad (la moda fue instantánea y éramos jóvenes
muy enterados) y a Borges (maravillas de la escuela pública de
entonces). Pero el colombiano era demasiado folklórico, aunque
simpático, y Borges estaba demasiado distante. Exigía un
Virgilio que nos guiara a él. Y Cortázar fue mi Virgilio.
Ese verano leí todo lo que encontré de él: otros
tres libros de cuentos y la novela Los premios a Rayuela, si bien
ya publicada, la leería un par de años más tarde.
Todavía había poco Cortázar y todo era bueno, por
eso tuve mi primera experiencia adulta con la literatura: lo releí.
Además de mi Virgilio, Cortázar fue mi biblioteca. Hasta
entonces yo había sido un dichoso lector omnívoro y nada
selectivo. Un lector cabal, que leía los libros que se comentaban
en Primera Plana y Confirmado, y los autores de los que se hablaba. En
mi promiscua mesita de luz estaban uno sobre otro Sobre héroes
y tumbas de Ernesto Sabato, Mañana digo basta de Silvina Bullrich,
La peste de Albert Camus, La náusea de Jean-Paul Sastre, Lolita
de Vladimir Nabokov y El incendio y las vísperas de Beatriz Guido.
A partir de leer a Cortázar me hice moderno. Discriminé.
Comencé a creer que la lectura era una causa (este pensamiento
me preparó para la peor de las causas, la militancia política,
que estaba esperándome, agazapada, a la vuelta de la esquina).
Los autores que Cortázar citaba, los libros que nombraba, inmediatamente
ingresaban a mis lecturas. Así leí en el glorioso 1968 a
Lezama Lima, Joseph Conrad, Franz Kafka y otros autores magníficos,
pero también muchos olvidables y, por suerte, olvidados.
De a poco, con el correr de los años, con la acumulación
de lecturas que el mismo Cortázar habilitaba, fui comenzando a
desencantarme. Ese espíritu lúdico, esas referencias contemporáneas,
esa habilidad de orfebre para narrar, todo lo que me había seducido
en su escritura, se fue resquebrajando. Al mismo ritmo que él iba
atentando contra sí mismo, escribiendo en la vorágine de
la fama, sin poder detenerse, libros cadavez menores, desnudando a la
vez lo pequeño que son algunos de sus grandes libros (Rayuela,
especialmente), yo daba un salto zen y ahora sí leía a Borges,
con una intensidad que me transformó la vida. Y descubría
de paso cuán borgeano era el mejor Cortázar, el que me gustaba,
y cuán poco interesante el militante en el que los setenta lo habían
transformado.
Casi al fin de su vida intercambiamos unas pocas cartas. Allí comprobé
lo que muchos decían: era por sobre todas las cosas un buen tipo.
Hacía varios años que yo estaba preso cuando él entró
en contacto conmigo a través de mi familia. De todas esas cartas
sobresale en mi memoria la última, apenas tres párrafos,
que escribió un par de días antes de morir. Recuerdo mi
sorpresa cuando el demorado correo de entonces me la entregó. Hacía
ya más de un mes y medio que los diarios habían anunciado
su muerte.
Quizás porque los muertos no suelen cometer errores, ahora se lo
ensalza de manera casi unánime. Y se lo elogia sobre todo por lo
menos interesante de su obra: su compromiso político. Es un típico
homenaje al pasado. Es ese amor por los despojos del sentido del tiempo
que se llama memoria. A eso no me sumo. El Cortázar que me interesa,
el que quiero, el que propongo, está en sus primeros cuentos. Es
sólo literatura, pero me gusta.
Antipatía
por María
Moreno
Si la consigna es
Cortázar y yo, lo más indicado sería
escribir simplemente yo no. Pero la columna de sesenta líneas
exige detalles. A una edad en que se lee para autoproducir una personalidad,
y a todos los géneros como si fueran guiones optativos para la
propia vida, los textos de Cortázar no me gustaban, sin argumentos.
Recuerdo las risotadas que me causaron frases como o vendrás
lentamente hacia mí con las uñas manchadas de desprecio,
la información de que las muñecas duermen bien entre camisas
y guantes, y la r transformada en g del Cortázar oral, que yo asociaba
al afrancesamiento y no a una imposibilidad de dicción. Que escribiera:
Ahora mi paredro está en Londres con los muy no me
parecía un desafío a la lengua ni una monada vanguardista
sino mero idiotismo, juicio que hacía desde un existencialismo
fashion que consistía en usar la boina ladeada y morleys negros
sobre cuyos hombros me hubieran gustado unos toques de caspa si este elemento
hubiera podido alquilarse en las casas de vestuarios teatrales. Sin embargo,
adopté la palabra paredro para definir amistades relevables,
más basadas en la complicidad que en la reciprocidad. La Maga me
provocaba desprecio en nombre de la Ivich de Sartre que se pedía
un pepermín sólo para mirar el color verde adentro de la
copita, reprobaba exámenes a propósito porque le daba asco
que el profesor mencionara a los celenterados, llamaba a un intelectual
escritor de domingo y se abría la mano con un cuchillo
para poder sentir el propio cuerpo.
Sin embargo tuve largos períodos adolescentes de viajes a Montevideo
donde vagabundeaba en busca de no sé que huella de La Maga, venida
del tango como La Uruguayita Lucía. Sitiada por la mitología
cortazariana, me sorprendía que algunos amigos militantes que hablaban
en siglas como la COP (clase obrera peronista) o la LA (lucha armada)
matizaran el elogio de los fierros con el uso del gíglico, esa
lengua infantil que cultivaba Oliveira con La maga. Sin embargo rescato
todavía la potencia de la palabra petiforro. Por mis
mocedades en los bares se seducía diciendo si se prefería
La autopista del sur o Las babas del diablo y hasta en las disquerías
de la calle Corrientes sonaba la voz de Cortázar redundante con
esa erre enrulada con que repetía soporíferamente: Bebé
Rocamadour, bebé, bebé. Entonces yo callaba o impostaba
un respingo de escándalo calcado del que sentía Violette
Ledouc cuando Cocteau ponía panza arriba a su perra y, entre balbuceos
mimosos, le acariciaba el sexo. Habría que aclarar que en esas
mitologías el niñismo era crucial y quizás la divisa
antiborgeana de Cortázar, una exploración de los signos
emitidos por los llamados perversos polimorfos, aunque la muñeca
compartida por él y Alejandra fuera la autómata de la condesa
Bathory. Porque habría que reconocer que hay un niñismo
a lo Arturo Carrera, otro a lo Belleza y Felicidad, pero que el primero
fue el de Cortázar. Y tan popular que ayudó a muchas parejas
de lectores, que no tenían nada en común y nada que decirse,
al firmar que lo importante era la inventiva en cómo se decía
aquello que nada tenía que decir. Yo a ese niñismo lo criticaba
con mi pesado tomo de La edad de la razón y siempre, al leer el
ritornello de las calles de París esparcido por Rayuela, tenía
en la punta de la lengua la palabra comodín: colonizado. Y cómo
me molestaba que Cortázar mencionara con insistencia en Rayuela
y en 62, modelo para armar la calle 24 de Noviembre donde quedaba su colegio,
cuando yo vivía en la misma calle y veía el colegio pedante
enfrentado a las pensiones llenas de cabecitas negras y, obvio,
pensaba que Casa tomada era una alegoría gorila.
Con el tiempo pude entrever entre los pliegues algo anticuados de Rayuela
su aventura radiante, el espesor de un estilo. Pero eso no tiene casi
nada de Cortázar y yo. Hugo Vezzeti, al advertir que
en las grandes novelas argentinas de la generación del ochenta
siempre hay un niño quemuere de crupp en Sin rumbo de Eugenio
Cambaceres, durante un incendio en La gran aldea de Lucío V. López
y así siguiendo, interpretó que eso era menos un dato
realista que el aborto de un sueño: el nacimiento de un ser nacional
producto de la fecundación por un ego europeo de la pampa virgen.
¿Habrá en la muerte de Rocamadour el fantasma de un fracaso
semejante?, ¿el de un belga criado en Buenos Aires y anclao por
la lengua en París, pero nunca francés? Qué sé
yo.
Fechado
por Alan Pauls
Nunca entendí
muy bien cuál era la enfermedad de Cortázar. ¿No
podía envejecer? ¿Había envejecido demasiado rápido?
¿Ya de joven era viejo? A veces se me daba por poner en orden cronológico
las fotos que tenía de él para desentrañar el misterio,
y la sensación era siempre la misma: cuando se parecía a
Malraux, cuando se fidelcastrizaba (dejándose crecer la barba y
usando esas chaquetas horribles), cuando se esforzaba por impostar el
aplomo de un viejo sabio o la magnánima agresividad de un sacerdote
tercermundista, Cortázar era siempre el mismo. Si se le sacaban
uno por uno los accesorios con que lo habían ido maquillando a
lo largo del tiempo sus fotógrafos (anteojos, ropa, barbas postizas,
cigarrillos, impermeables), se llegaba siempre a una especie de cara básica,
primordial, un Cortázar grado 0 que, liberado de sus sucesivos
afeites históricos, no cambiaba jamás. Esa cara se podía
fechar, digamos, en alguna zona entre fines de los años 40
y mediados de los 50. Muy bien. Pero ¿qué edad tenía?
¿Era la cara de un joven prematuramente avejentado? ¿Era
la cara de un viejo con hormonas juveniles infatigables? No lo voy a saber
nunca. Todos los escritores que son importantes para otros escritores
se llevan a la tumba el secreto de esa importancia. Ése la
relación entre el cuerpo y el tiempo es el secreto que Cortázar
se llevó para mí. Y no hay minucia biográfica ni
parte médico que puedan consolarme.
Tal vez el problema sea mío. Obviamente el problema es mío.
Y el problema es que no tengo lectura adulta de Cortázar. Por un
lado, intacto, está el efecto extraordinariamente permisivo que
me produjo su literatura, en especial sus cuentos, los de Bestiario, los
de Las armas secretas, cuando yo empezaba a escribir; por otro, la incomodidad,
la decepción, incluso el fastidio que me produjo releerlo de grande,
cuando ya escribía y, supongo que suponía, no lo necesitaba.
Entre una y otra cosa esto es lo extraño, nada: ninguna
transición, nada que se pareciera a un cambio, una erosión
o una despedida paulatina. Entre la euforia de la autorización
Cualquiera puede escribir y el malestar del desencanto
¿Este tipo me dijo que cualquiera puede escribir?,
una gran laguna de años: un hiato.
Descubro ahora que en esa palabra, hiato, sigue estando para mí
todo Cortázar. La aprendí de él, leyendo Las
babas del diablo, donde la usa para designar el lapso oscuro, inevitable,
que separa siempre doscristalizaciones fotográficas, no importa
lo cerca en el tiempo que estén una de la otra. Es fácil
imaginar el impacto que ese uso podía producir en mí, artista
cachorro. Yo estaba en la escuela secundaria: hiato era el
partenaire macho de sinalefa, con la que formaban la diabólica
pareja de baile que me atormentaba en las clases de versificación.
Y Cortázar que al fin y al cabo era maestro deportaba
la palabra de ese ghetto técnico y la dejaba caer en otra dimensión,
en un reino sin reglas conocidas, plural, donde en vez de exigir, como
hacía cuando era la vedette de los ejercicios de métrica,
sólo abría.
Esa operación significó todo, todo de un golpe, de manera
fulminante: cargando de radioactividad una palabra hasta entonces completamente
inofensiva, un escritor me enseñaba que lo que había entre
las cosas podía ser mucho más interesante que las cosas
mismas. A los doce, trece años, eso es todo. Pero así como
apareció, con la misma instantaneidad con que me deslumbró
y se apoderó de mí, el influjo de hiato palideció,
perdió vigor, se estancó, y terminó convirtiéndose
en la parodia exangüe de lo que alguna vez había sido: la
versión denodada de una modernidad fatalmente pasada de moda. (Tal
vez la modernidad de Cortázar siempre haya sido una modernidad
un poco paranoica, preocupada, demasiado atenta a calcular todos los riesgos
y recaídas que encierran los saltos al vacío. Pienso en
su famoso trabajo con las voces sociales en Los premios, por ejemplo,
tan custodiado por el higienismo del entrecomillado, y cuando lo comparo
con el de Puig en La traición de Rita Hayworth no lo puedo creer:
Cortázar parece un escritor de pequeñoburguesía provinciana
y Puig un demente llegado del futuro). Es a menudo el problema de los
escritores que flechan: inoculan un veneno sublime pero conservador,
que prefiere aferrarse a su identidad antes que cambiar, antes que transformarse
con el tiempo en la sangre nueva que acaba de infectar. Y de un día
para el otro, cuando menos lo pensamos, el veneno está vencido.
Dudo que haya en la literatura argentina un libro tan vencido es
decir: tan históricamente moderno como Rayuela. De ahí,
creo, el malestar extraño, sin duda singular, que me produce releer
a Cortázar. Sus libros, aún los mejores, parecen ahora exigirme
lo imposible: que vuelva a ser joven. Como si sólo así,
rejuveneciéndome, pudieran ejercer sobre mí algo parecido
al efecto de audacia y de aventura que ejercieron alguna vez.
Enamorado
por Guillermo Piro
Lo siento, no puedo
escribir sobre Julio Cortázar. ¿Por qué? Supongo
que porque creo en la sentencia barthesiana: de que no se puede hablar
de lo que se ama. ¿Por qué? Porque creo, y porque para hablar
haría falta empezar desde el principio, y no hay principio. Mentira.
Debe haberlo. No sé cómo empezó todo, pero sí
cuándo. ¿Cuándo? En el 78, cuando leer un libro
de Cortázar era en cierto modo ejercer al máximo un don,
no el don de la lengua, o no solamente el don de la lengua, sino el don
de sentirse libre, de portar con uno un libro de alguien mal visto, de
un demonio que a la distancia parece bastante inofensivo, pero que en
ese momento no lo era. ¿Y qué libro era ése? Rayuela.
Como Don Quijote con el Amadís de Gaula, llegué a convertirme
en un caso clínico por culpa de esa novela. Llegué a aprenderme
capítulos de memoria (hay testigos), y todavía no conseguí
olvidarlos. ¿Y después? Los cuentos, de los que apenas,
a veces, puedo recordar una línea. Sus cuentos, que siempre han
sido lo más cortazariano de la producción cortazariana,
nunca me movieron un pelo. O tal vez alguno. Rayuela misma, ahora, significa
poco, salvo por esa plaza eterna que tiene reservada en mi cabeza, en
mi memoria sentimental. Todo eso está muerto, más muerto
que la carne fría. Pero quedan otras cosas: poemas y textos menores,
misceláneas perdidas, de los que apenas recuerdo el título.
Son textos que afloran como posibles soluciones cada vez que escribo,
como atajos y coartadas a la hora cerrar ciertas frases (Cortázar
era un maestro en los anhelados golpes de conejo de los que
Borges es especialista y de los que todos los demás somos aprendices).
¿Por ejemplo? No, no quiero dar ejemplos. Sí, voy a darlos.
No sé cuántas veces escribí, después de una
enumeración cualquiera: cosas así, siempre tan tristes.
El uso recurrente del para dar un ejemplo perfumado, que Cortázar
desenfundó en la mitad de Me caigo y me levanto, una
pieza brevísima que muchos recuerdan recitada por su propia voz.
Aquí mismo, ahora, estoy recurriendo a él, lo estoy llamando
todo el tiempo.
Lo que trato de decir es que no puedo hablar de él, porque para
mí es idéntico a hablar de mí mismo. Sepan disculpar,
pero no puedo. Lo que puedo decir es demasiado poco. Le debo mucho más
de lo que le debo a tanta gente y debo mucho. Bien, pero entonces,
¿qué queda? ¿qué se salva? La vuelta al día
en 80 mundos, Ultimo round, Pameos y meopas, no mucho más, pero
demasiado si se entiende que convivo con ellos desde hace 25 años.
Lo que quiero decir es que ningún otro autor resistió tanto,
sobrepasó todas las edades, todos los conjuros y todas las pruebas.
Y sin embargo él queda. Y no sólo él. Quedan también
todos aquellos que él me hizo conocer. Son nombres que desde entonces
menciono hasta dos veces por día, pero con los que me topé
por primera vez en La vuelta al día...: Raymond Roussel, Marcel
Duchamp para dar sólo los ejemplos más perfumados.
Es sorprendente. Cortázar me hizo comprender que Julio Verne, a
quien me había saltado en el momento apropiado, era un autor que
merecía la pena ser visitado. Los autores, incluso los mejores,
tienen la vida de los perros: nos acompañan durante un período
determinado de la vida; después su presencia se apaga, o mejor
se diluye, se disipa, los olvidamos. Recordamos haberlos leído,
pero no podemos dar cuenta de qué hicieron por nosotros, su presencia
en la memoria no es mensurable en términos mnemotécnicos,
no recordamos nada. Viajé a París sólo para verlo.
No lo vi. Emprendí una cruzada que nadie me había ordenado
que emprendiera, fui más cortazariano que nadie, milité
por él, llevé su voz, transmití su legado. No lo
acompañé a ningún lado, y sin embargo fui su Sancho.
Lo siento, pero no puedo escribir sobre Julio Cortázar.
Punk
Por Claudio Zeiger
Varias veces durante
estos años me prometí una relectura total de la obra de
Cortázar. Empezaría por Rayuela como una especie de muro
divisorio (más de París que de Berlín), el lado de
acá y el lado de allá. Seguiría con los cuentos más
clásicos desde Bestiario a Las armas secretas y luego
saltaría de las misceláneas de Ultimo round a textos políticos,
a Teoría del túnel, su ensayo sobre las vanguardias. En
fin: leería todo lo posible, saldaría cuentas. En rigor,
nunca lo releí todo como tampoco releí entero a mi otro
gran deslumbramiento juvenil: Juan Carlos Onetti. Hice, finalmente, lo
que razonablemente hacemos todos: intentar volver a los lugares en los
que fuimos felices, en los que nos sentimos colmados, desesperados pero
encendidos, vivos.
Entonces, hablando de Cortázar, volví a Las armas secretas
(quizás, integralmente, el mejor libro de cuentos de la literatura
argentina), a El otro cielo, Casa Tomada, Circe,
Carta a una señorita en París, La señorita
Cora, La autopista del sur, parcialmente volví
a Rayuela y 62 Modelo para armar, a cuentos gloriosos de la última
etapa como La escuela de noche o Usted se tendió
a tu lado. No necesitaba ya alimentar ese afán totalizador,
que suele ser más bien una fantasía de descubrir algo nuevo
del Todo de un escritor cuando en verdad conocemos más por la pausada
suma de las partes.
A pesar de mi educación sentimental psicobolche y a una marca iniciática
nada desdeñable (fui al Mariano Acosta, el colegio de Cortázar,
el del cuento de la escuela de noche), nunca me engancharon especialmente
los derroteros militantes pro Cuba y Nicaragua de Cortázar y los
debates de allí derivados. Desde que empecé a leerlo (antes
de cualquier forma de militancia) fue más bien una experiencia
literaria intensa, casi me animaría a decir que en mi vida leer
a Cortázar fue la primera experiencia estética.
Cortázar me sirve de antídoto cuando al escribir mis propias
ficciones noto que tiendo a ponerme excesivamente racional o sociológico.
Su literatura, además de abrir puertas a fantasías literarias
que casi nunca me permití (la literatura fantástica, concretamente),
tiene una enorme, demoledora sensualidad, sensualidad de la palabra, terciopelo
de las frases espiraladas (releer ya mismo Las babas del diablo),
la pátina de una escritura melancólica, lenta, sepia, de
jazz y tango, esfumada. Lamentablemente, ese estilo generó como
efecto no deseado mucha mala literatura cortazariana. En mi
caso, si quedé a salvo de ese mal fue, primero, por la época,
por no haber sido un escritor de los sesenta y los setenta (cuando se
extendió el cortazarismo), y segundo gracias al otro escritor que
llevo en el código genético, el ya mencionado gótico,
dark y depresivo Onetti. Onetti pasado por Cortázar atempera
la acidez. Cortázar pasado por Onetti atempera el dulzor.
Se exageró mucho con Cortázar, en varias direcciones. Tanto
desde la apropiación sentimental de parte de muchos lectores que
en cierto modo erosionaron el espesor de su literatura, hasta la excesivamente
dura revisión anti-cortazariana emprendida por algunos críticos
y escritores durante los años noventa. Claro que cuando uno trata
de ser menos afectivo o emocional con sus libros, la dificultad vuelve
a surgir. Siempre hay un resto por el que se escurren la pasión
y el afecto. Cortázar no es sólo literatura. Siempre hubo
y hay algo más con él. Quizás, en el futuro ya insinuado
donde preponderen los lectores europeos de su obra a los lectores argentinos
(aunque por el momento es indudable que Cortázar sigue siendo una
lectura de pasaje juvenil) eso no suceda o suceda de otra manera.
Cortázar y yo como consigna demuestra que todavía
estamos los dos y todos nosotros, en una misma constelación
de sueños adolescentes, jazz, misterios de París, parques
y niños jugando a las estatuas. Cortázar, en gran medida,
fue un capítulo de nuestro punk: la mezcla de la eterna juventud
(Cortázar como el hombre que no envejecía) y la tragicidad
de ser jóvenes románticos en tiempos decididamente no románticos.
Como en Las babas del diablo, como en la señorita
Cora, como en El otro cielo, y como en los entretelones
de ciertas revoluciones políticas y estéticas.
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