RELECTURAS
De profundis
La reedición de Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato permite mirar en perspectiva uno de los más espinosos textos de la novelística argentina.
› Por Claudio Zeiger
“La literatura ha dejado de pertenecer a las Bellas Artes para ingresar en la metafísica.” Esta afirmación que Sabato suscribe hacia 1951 en Hombres y engranajes bien podría ser la gran divisa de su segunda novela, convertida en uno de los textos más leídos y discutidos de la literatura argentina del siglo XX. Efectivamente, Sobre héroes y tumbas vendría a ser la puesta en práctica de esa tesis sabatiana, un desplazamiento del que cuesta discernir si en realidad no es una regresión. Vuelta a la metafísica –a las angustias metafísicas del romanticismo más atormentado–, cuando el realismo (primero) y las vanguardias (después) ya habían cambiado los ejes de la novela moderna. Pero la postulación de esta vuelta atrás en verdad no renegaba de los aspectos materiales, densos, de la vida física. “Nunca como hoy el amor carnal ha sido descrito con tanta crudeza. Y sin embargo adquiere un carácter metafísico porque a través de él, en sus intensos pero fugaces éxtasis, el hombre se enfrenta con el trágico problema de la comunicación y del sentido de la vida”, escribió Sabato en ese ensayo.
El maestro del futuro maestro es Dostoievsky y por traslación a la literatura argentina, Roberto Arlt. Sabato lee en Arlt casi exclusivamente al Astrólogo, la tensión metafísica y religiosa de sus soliloquios y monólogos. Y en el autor ruso lee el gran paradigma de la nueva literatura en la que busca insertarse: “Desde Dostoievsky nos fuimos acostumbrando a la contradicción y a la impureza que caracterizan la condición humana: sabemos ya que detrás de las más nobles apariencias pueden ocultarse las más villanas pasiones, que el héroe y el cobarde son a menudo la misma persona”.
Entre la enunciación del programa (1951) y su realización literaria unos diez años después (si tomamos la fecha de publicación), Sabato fue muy coherente. Sobre héroes y tumbas es sin dudas el libro que entre líneas puede conjeturarse en los ensayos de Hombres y engranajes. Sus personajes guías en el universo de locura y destrucción de los Vidal Olmos –Martín, el tortuoso adolescente, y Bruno, nítido alter ego de Sabato– viven la vida filosóficamente: existencialmente la sufren; racionalmente la interrogan aunque las respuestas no llegan porque siempre hay un más allá inaccesible.
La “profundidad sabatiana” (objeto de burla para futuras generaciones de escritores y críticos apenas preocupados por la filosofía y las Bellas Artes) es real y no hay que menospreciarla. No por nada el libro abunda hasta la saturación en metáforas de abismos insondables, profundidades debajo de lagos aparentemente tranquilos, pantanos de turbios fondos. No por nada es un libro para la edad más profunda y seria del hombre –la adolescencia–, y menos accesible en la adultez, cuando el amor por Alejandra ya se ha extinguido en el corazón de los lectores y los paralelismos entre la historia de la familia venida a menos y la decadencia de la Argentina se vuelven bastante obvios.
El libro registra además algunos logros nada desdeñables. Sabato llevó a cabo en Sobre héroes y tumbas una impecable operación de romantización. Romantizó (reinventó, realzó, mitificó) el sur de la ciudad: La Boca, Barracas, el Parque Lezama; el parque viene a ser el lugar de cruce del amor y la muerte, locación por excelencia del romanticismo a la Novalis. Siguiendo los pasos del desventurado Martín, la novela nos pasea además por la zona portuaria, estancada, fétida, con sus inmigrantes italianos frustrados y piadosos, la zona de la ciudad que más puede asociarse a un destino trunco, un fracaso nacional. La vieja casona de la familia Vidal, con su cabeza disecada del bisabuelo soldado de la independencia, el loco que toca el clarinete y el mirador donde moraba Alejandra, vendrían a aportar su dosis gótico-romántica.
El general Lavalle, en este contexto, viene a ser la figura emblemática del héroe romántico. “Una espada sin cabeza”, lo llamó Esteban Echeverría: pura pasión, poca razón, mucha contradicción. En la novela, Lavalle viene a ser el ser puro manipulado, usado y tirado a la basura por la elite ilustrada, emblema de una argentinidad perdida y que finalmente habrá que ir a buscar en dirección contraria a la que tomó Lavalle, al sur. De paso, a la decadencia de la aristocracia vernácula se la busca entroncar con la tradición unitario-liberal. De hecho, se habla de la muerte de Lavalle (o más precisamente de lo que segrega esa muerte: descomposición del cadáver, exilio) como el mito de origen de la desgracia nacional. Con la muerte de Lavalle (un autocrimen cometido por el ala liberal contra sí misma al soltarle la mano, más allá del brazo ejecutor rosista), y no con la de Dorrego asesinado por la insensatez de Lavalle, se empezó a pudrir todo en este país, además de su cuerpo.
Tratado sobre la patria
¿Cómo leer en este contexto el celebrado y famoso “Informe sobre ciegos”? ¿Más locura romántica, esta vez bajo la contundente forma de la paranoia? ¿Libro insertado dentro del libro como astuta maniobra que vendría a ser equivalente a haber metido El túnel (relato primo del “Informe”) para lograr mayor espesor de texto? Ya estamos en los sesenta y un libro necesitaba lomo (un ladrillo, se diría ahora: cada escritor debe generar al menos un ladrillo para validarse como Autor) para jerarquizar su presentación como “novela de ideas”. El túnel era otra cosa, una novela corta y contundente. Pero el “Informe sobre ciegos” –relato autónomo al fin y al cabo dentro de la novela– también entronca con una tradición de literatura fantástica que Sabato, con originalidad, hizo derivar hacia el género de terror, poco y nada frecuentado en la literatura nacional.
No podía faltar –entre horrores carnales y terrores metafísicos– el peronismo. Sobre héroes y tumbas es un libro apenas tardío de los años cincuenta. Había que decir algo. De pronto, a mitad del libro, antes de dar comienzo el “Informe sobre ciegos”, Martín se encuentra a la deriva, penando por Alejandra, cuando se topa con las masas de cabecitas vengativos tomando por asalto las iglesias. En media página, como si no tuviera demasiada importancia, el narrador liquida el incómodo bombardeo sobre Plaza de Mayo. Claro, a Sabato lo atraía mucho más la posibilidad de volver al tópico de la locura (en este caso una mujer que trata de rescatar imágenes de Cristo y la Virgen de los incendios) en la irresistible escenografía de una iglesia en llamas. El punto de vista es el clásico antiperonismo de la época de los sectores medios intelectuales, no hay mucha novedad al respecto.
Llegados al final de Sobre héroes y tumbas, nos topamos con un doble plano narrativo. El cadáver de Lavalle viajando hacia el norte, Martín viajando hacia el sur, donde el aire es más puro, y “el cielo transparente y duro como un diamante negro”. Después de tanto sufrimiento, sinsentido y dolor, la memorable escena final: Martín va a unir su chorro de orina a la del camionero Bucich, presunto representante de la Argentina profunda, tan ignorante de las honduras metafísicas como de las complicaciones de la pasión, y tan ajeno a Lavalle como a los rojo-punzó. La hidalguía del simple, la simplificación del paisaje, la hombría exaltada (los dos varones horadando la tierra juntos con sus orines) vienen a cerrar el círculo: Sobre héroes y tumbas consuma una metafísica de las cosas simples de la vida. Pero la metasimpleza es lo que queda después de haber visitado los profundos abismos del mal, un destilado de simpleza que empieza a tener sabor a nada.
Sabato sacó a su literatura de las Bellas Artes y, consecuente, la sumergió en el bronce de la filosofía y en el barro de las pasiones bajas. La depositó robusta en las arenas de la literatura argentina que andaba a la pesca de la Novela Total, la novela de Ideas, la novela en Abismo. Sabato dio en Sobre héroes y tumbas su versión de la patria, que podríamos encerrar en otro lema simple: Argentina es un país metafísico, inexplicable, angustiante. Por eso, la novela metafísica se convirtió con el tiempo en algo tan naturalmente argentino como Borges o como Piazzolla. Y con el tiempo como el propio Sabato, definitivamente erigido en GranViejo Sabio del país metafísico que cíclicamente entra en crisis y busca explicarse a sí mismo.