RESEñA
La pura verdad
EL TREN DE LA VICTORIA
Cristina Zuker
Sudamericana
Buenos Aires, 2003
284 págs.
› Por Jorge Pinedo
“¿Y qué?”, responde Mario Eduardo Firmenich con una pregunta que cierra cualquier interrogación, clausura el discurso del interlocutor, impide la requisitoria crítica, claudica ante la revisión de las páginas de la historia. “¿Y qué?”, entonces, la muerte, el heroísmo, la desaparición, la orfandad, la tortura, la derrota. Así recusa “el que fue comandante del ejército montonero hasta quedarse sin tropa”, en su persistencia por aniquilar con un latiguillo la abismal distinción entre responsabilidad y culpa. Marca de estilo, el lugar común de Firmenich queda plasmado en un memorable reportaje publicado por Página/12 a fines del invierno último, extractado de El tren de la victoria, donde su autora, Cristina Zuker, reconstruye la trágica saga de su familia.
Tan lejos de la férrea moral militante como de la arrogancia del historicismo o la frialdad de la ciencia política, Zuker se sitúa en un plano ético –spinoziano, se diría, si ése fuera el propósito– en el que una hermana acierta a usufructuar la primera persona en la construcción de un mosaico capaz de tramitar el dolor insepulto. Recuerdos, testimonios, cartas, documentos, evocaciones, resultan no menos necesarios que (siempre) insuficientes, imposibles, a fin de componer ese fresco que va del luminoso histrión adolescente al opacado brillo del miliciano dispuesto a la inmolación.
Es Ricardo Marcos, El Patito, su hermano, quien ofrenda una vez más su cuerpo al oficio de la memoria para que Cristina borde la filigrana de un relato que es el de una generación, el de un país. Secuestrado en febrero de 1980 en El Campito de Campo de Mayo hasta ser allí fusilado en diciembre del mismo año, el Patito Zuker fue uno de los casi ochenta militantes montoneros que por esos años regresaron del exilio en la llamada “contraofensiva popular”, una “operación en exceso triunfalista planificada por la conducción montonera desde el exterior, donde el país pasaba a ser un mapa con más intrigas que certezas”. Junto a él, idéntico destino siguió su propia compañera, Marta Libenson, y con ellos sus hijos depositados en una guardería en La Habana, sus deudos, su país.
Así, El tren de la victoria excede la saga familiar de los Zuker y se transforma en el testimonio de un siglo de vida argentina, desde la llegada de los inmigrantes polacos que inauguran la rama local hasta que ésta es tronchada y esparcida por la represión dictatorial. En ese rumbo Cristina Zuker se expone con tanta crudeza como con cuidada prosa: “Yo había cruzado el océano sobre la cáscara de nuez de un espejismo, la reconstrucción imposible de nuestra familia, para encallar contra la decisión de Ricardo de regresar al país a jugarse la vida”. A riesgo de ser dura con ella misma, la autora realiza su apuesta crítica sobre los datos históricos no menos que en la vibración subjetiva: “El pibe de Boedo había dejado de ser razonable en aras del misticismo. No hablaba de la resurrección de los miles de muertos preexistentes, sino de un reencuentro con el pueblo, y lo que más lo atraía era la alegría que iba a sellar ese abrazo fraterno”.
Entre las múltiples heridas imposibles de cicatrizar, las pendientes reflexiones de los ex militantes sobrevivientes sumadas a una justicia que nunca llega, surge una visión crítica acerca de los hechos que se torna acuciante. Si llega, ha de ser plural y, en sus antecedentes, el libro de Cristina Zuker se torna uno de los primeros pasos que quiebran tanta inercia. Sin ninguna ambición de ser vanguardia.