El canon, explicado a los niños
› Por Diego Bentivegna
El vértigo que produce la lectura de los manuales de literatura se parece al que nos invade cuando recorremos las grandes librerías. Autores, géneros, fotos, secuencias, secciones, epígrafes se mezclan en un caos excitante y, a veces, patético. Sin embargo, como las librerías y los museos, los manuales no son solamente caos y angustia: son, al mismo tiempo, una hipótesis acerca del modo en que en un determinado momento de su historia una sociedad ordena el conjunto de material cultural pasible de ser transmitido. Todo manual dibuja un estado de la literatura que supone la puesta en funcionamiento de operaciones críticas que se instalan en el cruce de disciplinas (la teoría literaria, el análisis del discurso, la didáctica de la literatura), de prácticas culturales (lectura, escritura) y de opciones teóricas (la literatura comparada, la historia literaria, los estudios culturales). Aun cuando se los considere como el lugar de simplificación, de aplanamiento de la literatura, la historia o la ciencia, los manuales son máquinas de elaboración y de reproducción de la memoria colectiva y, en consecuencia, son instancias de intervención en el campo cultural.
Es casi imposible diseñar un mapa estable del territorio en mutación permanente de los libros de texto pensados para el área de Lengua y Literatura del Polimodal (los últimos años de la escuela media en Argentina). Con todo, un recorrido por este pantanoso terreno pone en evidencia hasta qué punto, entre fines de los años 80 y comienzos de los años 90, se produjo una revisión radical de la concepción de literatura elaborada a lo largo del siglo XX. En efecto, el concepto de literatura puesto en funcionamiento en la escuela secundaria era, hasta fines de los ‘80, el producto de las disputas y transacciones entre hispanismo y nacionalismo cultural.
El punto de partida de este canon nacional e hispanizante debe buscarse, sin duda, en los debates culturales suscitados en torno del Centenario, sobre todo en obras monumentales como la Historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas, con sus diatribas contra los libros de texto extranjeros y su reorganización del canon nacional en torno de dos grandes textos: el Facundo de Sarmiento y el Martín Fierro de José Hernández. Eran los años en los que, en consonancia con las grandes historias nacionales de las literaturas europeas leídas con avidez en el Río de la Plata (De Sanctis, Lanson, Menéndez y Pelayo), el modelo retórico de literatura, centrado en la poesía de corte clásico y en la elocuencia parlamentaria (concepción materializada en viejos manuales como la Teoría literaria de Calixto Oyuela, editado por Estrada hasta bien entrado el siglo XX), estaba perdiendo la batalla frente a una concepción idealista, evolutiva e historizante desplegada en manuales como los de Giusti, Estrella Gutiérrez o Loprete, editados durante años por Estrada, Kapelusz y Plus Ultra.
Hoy, ese mundo cerrado, evolutivo y autosuficiente está definitivamente enterrado. En principio, de acuerdo con los lineamientos muy genéricos y confusos emanados del Ministerio de Educación, con la reforma menemista la Literatura ha dejado de existir como asignatura. Se habla de Lengua y Literatura para todos los niveles (cambio de denominación que plantea consigo un conjunto de interrogantes acerca de la condición y el estatuto de los estudios literarios) y se sugiere, desde los organismos oficiales, una serie de contenidos poco articulados y particularmente vagos en lo que se refiere a qué literatura enseñar y cómo.
Frente a la confusión programática, algunos de los manuales que hoy ofrecen las editoriales para el Polimodal proponen criterios formales que permiten articular contenidos literarios y no literarios en torno de algunos conceptos teóricos fundamentales. Por ejemplo, los manuales de AZ, coordinados por S. Marsimian, trabajan en torno de un conjunto de”tramos”, organizados sobre la base de las diferentes secuencias textuales (narrativa, descriptiva, argumentativa, etc.). La opción de trabajar por tramos representa una manera articulada y coherente de pensar a la literatura como experiencia que involucra la apertura a otros universos culturales, como el cine (que los manuales de A-Z trabajan con particular rigor), las artes plásticas y el arte escénico (más allá de la lectura de textos de obras teatrales que tradicionalmente se practicó en la escuela). El problema mayor con materiales de este tipo reside en las dificultades, por un lado, para pensar la especificidad de la enseñanza de la literatura. Ésta, en efecto, se ve subsumida en el seno de prácticas discursivas no literarias que, en algunos casos, ocupan la mayor parte de los capítulos. Por otro lado, se tiende a naturalizar una concepción de literatura cuyos presupuestos se presentan, pero no se discuten. En pocas palabras, son manuales que proponen una concepción formal de literatura, pero no una concepción histórica.
En el otro extremo, materiales como los cuadernillos de Kapelusz dedicados a la historia de la literatura argentina y a la historia de los grandes movimientos de la literatura universal (ambos a cargo de A. Fraschini) recogen el historicismo y la secuenciación de los viejos manuales aunque resultan mucho más interesantes en lo que se refiere al modo en que se retoma y se reelabora la tradición clásica (griega y latina) a lo largo de la historia, cuestión que el autor de los materiales, profesor de Latín en la UBA, trabaja de manera apasionada.
De alguna manera, los cuadernillos de Kapelusz y los libros de A-Z plantean la tensión constitutiva que atraviesa, desde el momento de su configuración, la enseñanza de la literatura en la Argentina (y no sólo en ella): la literatura entendida como un objeto hiperformalizado (por la retórica, por la estilística, por el análisis estructural, por la gramática textual) y la literatura entendida como el proceso de desarrollo (por etapas, por movimientos, por autores) del espíritu nacional.
Formas de la historia
El desafío central de los libros de Lengua y Literatura del Polimodal es el de pensar un concepto al mismo tiempo formal e histórico de literatura. No una historia evolutiva y totalizante, sino una historia material, producto de una operación crítica y teórica que debería explicitarse. En este sentido, libros como los dos Literator de Daniel Link, publicados en los ‘90, sientan un precedente importante en la medida en que articulan historia de la literatura, género y temas literarios, entendidos estos últimos no como entidades ahistóricas sino como articulaciones complejas del imaginario cultural.
Los libros para Lengua y Literatura del Polimodal editados en los últimos años por El Eclipse, a cargo de Lescano y Lombardo, trabajan casi exclusivamente desde la categoría de género discursivo, entendido no sólo como un conjunto de enunciados relativamente estables, sino también como herramienta teórica que permiten recorrer históricamente la literatura, problematizando al mismo tiempo aspectos temáticos, estilísticos y composicionales. Por su lado, los libros de Aique –Introducción a la lingüística y a la teoría literaria (1 año), Géneros literarios y no literarios (2), Del uso a la reflexión sobre los lenguajes (3), todos de Atorresi y otros– presentan un programa de trabajo sobre la literatura altamente complejo (se trabajan, en el 1 año, categorías como “discurso”, “género” e “institución”; en 2, problemas relativos a la autonomía relativa de la literatura y en 3 la ardua cuestión del campo intelectual). El problema mayor de estas propuestas -.problema que se remonta a la indeterminación y vaguedad de los fundamentos teóricos y pedagógicos del área– radica, por un lado, en que la literatura aparece como un conjunto de contenidos separados y casi sin conexión con los de lengua (que se presentan al comienzo de los manuales) y, en segundo lugar,en un recorte del universo de lecturas excesivamente fragmentado. Los textos centrales para pensar la Argentina –El matadero, el Facundo, los Ranqueles– aparecen aludidos, pero no se los trabaja de manera sistemática.
La indeterminación y la falta de lineamientos precisos en lo relativo a los contenidos del área de Lengua y Literatura obliga a pensar formas alternativas al libro de texto tradicional. Es el caso de los cuadernillos publicados por Kapelusz y Longseller. Estos materiales ofrecen un conjunto de entradas posibles a los contenidos de Lengua y Literatura que permiten armar diferentes recorridos conceptuales. Entre los cuadernillos de Longseller que trabajan temas de literatura encontramos El mundo del sentido (Furgoni), La maquinaria literaria (Cuesta) y el contundente La construcción del imaginario nacional (Allegroni), que recorre desde un punto de vista histórico-temático específico la producción literaria argentina desde Echeverría hasta Aira y Fontanarrosa. Recurriendo a los cuadernillos, se evita por segmentación el desfasaje conceptual que aqueja a los libros, aun cuando el precio de los textos, que equivalen casi al de un manual tradicional, limite las posibilidades de elección.
Otras propuestas, en cambio, apuestan a la centralidad de los contenidos literarios en el marco del formato ofrecido por el libro de texto tradicional. Entre estos materiales, la serie de libros de Literatura (y no de Lengua y Literatura) publicada entre 1998 y 1999 por Santillana constituye uno de los intentos más serios de articular una historia formal de la literatura a partir de dos categorías centrales: género (Bajtín) y mimesis (Auerbach). Se trata de tres libros que obligan a pensar los alcances didácticos de la literatura comparada. Así, el primer volumen (a cargo de Diego Di Vincenzo, Gabriel De Luca y Martínez Casanova) trabaja temas de literatura argentina “conectada” con literatura universal. El segundo, a cargo de López Casanova y Gandolfi y pensado para el antiguo 4 año del bachillerato, se presenta como una historia de la literatura española, y el tercero, que corresponde al antiguo 5 año, como una historia de la literatura argentina e hispanoamericana (Di Vincenzo y De Luca). Los libros de Estrada incluyen fragmentos y actividades de lectura sobre fragmentos El Cid campeador, El lazarillo de Tormes y La celestina, textos apasionantes que, por motivos arcanos o inconfesables, son irresponsablemente dejados de lado por la mayor parte de los manuales, como si la Edad Media, el Renacimiento, el género épico, la novela o la hoy archifamosa El señor de los anillos pudieran pensarse seriamente sin ellos.
Cánones y archipiélagos
Los cánones de lectura tienen una valencia predominantemente pedagógica. Más allá del “canon crítico” y del “canon personal”, el canon es el producto de una serie de luchas y de transacciones acerca de lo que se decide leer en términos de literatura y lo que se dice transmitir institucionalmente, sobre todo a través de la escuela. Los libros de texto actualmente en uso en Polimodal pueden ser leídos como un síntoma de hasta qué punto la literatura argentina se presenta más como un archipiélago, donde las conexiones son en muchos casos impredecibles, que como un orden canónico estable y afianzado. Cada manual es, en este sentido, la puesta en circulación de un canon de textos y autores y de protocolos de lectura. Se trata, claro, de un canon fragmentado, donde los autores nacionales que parecen definitivamente consagrados son Sarmiento y Hernández para el siglo XIX y Borges y Cortázar para el siglo XX y donde Darío, Mansilla o Vallejo quedan sometidos al arbitrio de esa cosa rara y siniestra pero definitivamente antipática y poco rigurosa llamada a veces “mercado”, a veces “placer”, a veces “demandas de los docentes”. Los cánones nacionales están en estado de agonía. La literatura que se enseña en la escuela no es ya exclusivamente la literatura hispánica. Esta apertura del canon ofrece muchos más beneficios que pérdidas. En efecto, resulta por lo menos raro pensar que se pueda leer a Darío sin conocer a Verlaine, a Garcilaso sin el petrarquismo o a Borges y Puig sin Joyce o sin Beckett, pero tampoco sin Proust o Mann, que son ignorados en casi todos los manuales de manera sistemática. Los manuales despliegan, en este sentido, una concepción universal de literatura, donde por universal, como señala de manera honesta el manual de Literatura universal de Santillana, se entiende el producto de un proceso histórico en el que opera la hegemonía de un grupo de lenguas, de géneros y de registros por sobre otros.
Leídos desde las tensiones suscitadas por la literatura comparada, el desafío planteado por los manuales es el de la puesta en evidencia de los autores y textos seleccionados y de los fundamentos teóricos de las operaciones. En la mayor parte de los manuales (Aique, Puerto de Palos, Del Eclipse) el género se utiliza como categoría que organiza recorridos históricos y conexiones entre tradiciones literarias nacionales. Entre estos materiales, los tres libros de Literatura y Lengua de Puerto de Palos (con un equipo de autores que incluye al medievalista Leonardo Funes) merecen destacarse tanto por la pertinente selección de textos como por la relevancia de los modos en que articulan literatura y cultura, sin perder de vista la centralidad del texto literario y el estudio de los nudos del canon. Cada uno de los libros se organiza sobre la base de un riguroso recorte espacial (literatura universal, el primero; literatura europea y norteamericana, el segundo; literatura argentina y latinoamericana, el tercero) y, al mismo tiempo, “temático” (literatura y sociedad, el héroe, la identidad). Los libros privilegian absolutamente la experiencia literaria por sobre otras prácticas culturales. En esto reside su compromiso más rescatable y, también, su mayor eficacia pedagógica: no hay que olvidar que el que ha desarrollado la capacidad de leer críticamente una novela de Flaubert o de Pérez Galdós (desarrollo que compete, casi exclusivamente, a la escuela) ha puesto en juego un conjunto de habilidades cognitivas y una serie de herramientas retóricas que le permitirán posicionarse críticamente frente al guión de, supongamos, Resistiré, mientras que la inversa es, al menos, poco probable.
La lectura del Otro
o el goce del texto
Apropiándonos de algunos aspectos de esa a veces irritante koiné, para decirlo con Vattimo, que es la hermenéutica contemporánea, podemos entender el acto de lectura, en principio, como el choque con el discurso del otro. Como el choque de dos series de sentido (del texto y del lector) que se inscriben en lugares y momentos diferentes. En principio, una lectura material de los textos literarios debería ser particularmente sensible a la alteridad (verbal, histórica, geográfica) del texto. Con todo, la literatura, forma e historia, es, también, discurso del Otro: es un complejo histórico no subjetivo que articula sentidos, experiencias, afectos, perceptos. Entendida como modo de relación política con el Otro, la lectura se acercaría más al goce (que no tiene nada que ver con la diversión) que al placer.
Quizá sea demasiado obvio, pero no hay que olvidar que la pregunta que acompaña a “¿qué hacen los sujetos con la literatura?” es “¿qué hace la literatura con los sujetos?”. De alguna manera, la literatura, que hoy no sabemos muy bien qué es, estaba allí antes de que nosotros llegáramos. Y nos configura, nos descifra, nos deletrea (con su insistencia en la contraposición entre bárbaro y civilizado, con su fijación por la carne y por la sangre, con su obstinación en leer la tradición occidental desde un rincón del mundo: con su capacidad para procesar obsesiones y traumascolectivos), aun cuando el contacto con ella sea raro y esporádico, en la mayor parte de los casos limitado estrictamente a los años de escolarización.
Las zonas de condensación del canon nacional (de Echeverría a Aira) deberían leerse por estrictas razones políticas: si no se despliega en la escuela, lo más probable es que el canon literario (o, a secas, la Literatura) no se despliegue de manera manifiesta en ningún otro lado, aun cuando nos siga, desde los lugares menos previsibles, interpelando.
Hacer accesible el canon: es lo mínimo que podemos pedir a los libros de texto.
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