EL REVÉS DE LA TRAMA
La vida de la escuela
Si la escuela es un edificio que alberga (protege, promueve y condena) literaturas, también puede invertirse la hipótesis y pensar que la literatura, como de tantas otras cosas, también es la casa de la escuela. ¿Cómo son las escuelas que las novelas nos legaron? A continuación, una monografía sobre el tema.
› Por Rodrigo Fresán
Una cosa es la escuela de la vida y otra es la vida de la escuela. Y como es en la escuela donde se aprende a escribir, es también allí donde muchos saben que serán escritores. De ahí la abundancia de aulas y recreos en la literatura; de ahí la potencia totémica de ese edificio diurno pero muchas veces depósito de las más oscuras pesadillas; de ahí que una de las más recurrentes y universales fantasías sea la de fantasearla –como lo hace Cortázar en La escuela de noche– “con la luna llena, los patios de abajo, las galerías altas, imaginaba una claridad de mercurio en los patios vacíos, la sombra implacable de las columnas”. De ahí que los escritores que no pueden volver a casa, sí vuelvan una y otra vez a la escuela: toda ficción escolar es verosímil, próxima, cómplice. Siempre hay alguna nueva lección que aprender ahí, siempre hay algo más para contar sobre ese santuario peligroso.
Todos estuvimos allí.
Por eso –no es casual la abundancia de materia y materias en este sentido– el miedo es alumno aplicado a la hora de meterse ahí adentro: John Wyndham la pobló con aliens rubios y de ojos azules en The Midwich Cuckoos; Dan Simmons la hizo pasar al frente como sede de culto casi lovecraftiano en Summer of Night y Stephen King la recitó una y otra vez en nouvelles como Alumno aventajado y meganovelas como Eso, aunque posiblemente sea Carrie el manual definitivo sobre la crueldad adolescente y la venganza del nerd.
Los franceses, claro, tienen los libros de la pequeña Madeleine; los germánicos los padeceres de Jacob von Gunten y Toërless; y los ingleses tal vez sean los más obsesionados con el asunto porque para pocos pueblos la escuela funciona como un rito de paso tan sádico y masoquista y, claro, didáctico en el sentido más extremo del término. Ahí están el sufrido David Copperfield llegando a Salem House y Mr. Chips jubilándose; y ahí está la educación como trama diciendo “presente” en las novelas de Evelyn Waugh y Anthony Powell, y en esos dos guiones para TV que escribió el tradicionalista William Boyd. Y ya saben lo que sucede cuando se deja sueltas a estas bestias supuestamente disciplinadas por la célebre y probada educación británica: El señor de las moscas de William Golding y A High Wind in Jamaica de Richard Hughes, y esa película titulada If. Y –last but not least– a no olvidarse de la concurridísima Escuela Hogwarts, alma mater de un tal Harry Potter.
Los norteamericanos suelen ser más autodidactas y consideran el pupitre como ese sitio al que se mira de lejos, de más lejos todavía. Desde el principio, Tom Sawyer brilló por sus ausencias y –mientras en París Antoine Doinel encendía velas a Balzac y mentía a su maestro la muerte de su madre– fue digno y eficientemente sucedido por el salingeriano Holden Caulfield, expulsado de Pencey Prep, y por John Cheever desterrado de la Thayer Academy por motivos nunca aclarados y quien a los diecisiete años escribe y publica Expelled, su primer relato, que prácticamente termina con las siguientes palabras: “Todos se preparan para regresar al colegio. Yo no tengo colegio donde regresar. No estoy triste. No estoy para nada contento... Es extraño ser tan joven y no tener un sitio donde ocuparse a las nueve de la mañana. Eso es lo que siempre ha sido la educación. Cortesías de encaje y perfumadas puntualidades”. Después de esto, Cheever jamás volvió a ensuciarse los dedos con tiza.
Sin embargo, John Irving –colega de Cheever en la Iowa University– califica una y otra vez la escuela como territorio literario y es así como resultan inolvidables los momentos escolares de El mundo según Garp, El Hotel New Hampshire y Oración por Owen, donde sus héroes –un poco santos y bastante freaks– siempre libran sus primeras batallas. Otro cheeveriano, Jeffrey Eugenides, inventó a las mártires hermanas Lisbon para lujuria y obsesión de sus compañeritos de clase en Las vírgenes suicidas y Donna Tartt convirtió a estudiantes de griego antiguo en criminales snobs por amor a las artes en El secreto.
Ultimamente, el fantasma ominoso de los caídos en la batalla de Columbine ha invocado novelas con chicos con mala conducta y buena puntería: a mencionar Vernon God Little del australiano DBC Pierre (ganadora del último Booker), Hey Nostradamus! de Douglas Coupland y Project X, del formidable y tan poco conocido Jim Shepard. Menos extremos, más líricos, siempre nostálgicos son Richard Yates en A Good School, John Knowles en el díptico A Separate Peace y Peace Breaks Out, y recientemente Tobias Wolff en la magnífica Old School. Los tres presentan a la escuela como lo que en realidad es: un micromundo, un planeta a escala, un ensayo más o menos general, un anticipo imperfecto pero aplicado –con todos sus placeres y tormentos– de lo que vendrá, de lo que nos espera afuera con los brazos y las mandíbulas abiertas. Como bien canta Bob Dylan: “Veinte años educándote para que después te pongan en el turno de la mañana”.
Es curioso (o no), pero a la hora de lo argentino no puedo recordar una gran novela escolar. Lo primero que me viene a la cabeza es la aplicación perfecta y automática y patológica de Sarmiento (que no faltó nunca a clase, ni siquiera en feriado); el arroz con leche de Juvenilia, el sufrido y épico docente Almafuerte; las coartadas para no hacer los deberes de Felipe y las bestialidades ortográficas de Manolito en Mafalda; y, por supuesto, esa gran saga donde cambian los actores pero permanecen los apellidos que es Jacinta Pichimahuida. Pero seguro que enseguida me acuerdo. Lo tengo en la punta de la lengua. Un momentito. Pero si le juro que yo lo estudié, que estuve estudiando hasta las doce de la noche y, cuando me lo tomó mi mamá, yo lo sabía perfecto. En serio, de verdad... ¿Me repite la pregunta?