EN EL QUIOSCO
Lindas parejitas
Mujeres de dictadores
Juan Gasparini
Península
Barcelona, 2002
330 págs.
POR JORGE PINEDO
Una mezcla de impostura, recetas de mercadotecnia e infatuación conforman la pátina que recubre a políticos en general, gobernantes en particular y muy en especial a dictadores. Pequeños resquicios permiten cada tanto vislumbrar algo del hombre detrás de la figura y, sin dudas, una vía regia a fin de ingresar en ese recóndito más allá lo constituyen las partenaires con las cuales los hombres de la historia han compartido un trecho de su existencia. Es la solvente escritura de Juan Gasparini (Azul, 1949) la que procura develar aquellos vericuetos que en el entramado del poder enredan esposas, concubinas, amantes, compañeras e íntimas secretarias.
En Mujeres de dictadores, el periodista argentino residente en Suiza se ocupa de los déspotas más notorios de la segunda mitad del siglo pasado, no sin antes hacer pie en el paradigmático cuarteto de mandatarios criminales que enlutó al orbe en la primera mitad del siglo XX: el portugués Antonio de Oliveira Salazar, el gallego Francisco Franco, el cómplice de ambos Adolf Hitler y el georgiano conocido como José Stalin. Pantallazo introductorio que le sirve al autor a fin de establecer un marco teórico, tanto como para instalar al lector en un ritmo que apela “a la metodología de la novela sin vulnerar la verdad histórica”. Lograda con creces esa atmósfera, Gasparini –quien conoce en carne propia los tormentos dictatoriales– desenvuelve cada relato pivoteando sobre fechas clave en la existencia de sus protagonistas, de modo que la arbitrariedad cronológica se imponga a las tantas que pueden tentar a un cronista desprevenido.
Gasparini elige entonces al polígamo Fidel Castro para iniciar la saga propiamente dicha, no sin dificultad. Pues en tanto personaje, el cubano desentona con Pinochet, Ferdinand Marcos, Jorge Rafael Videla y Slobodan Milosevic. Encuadra al caribeño en la difícil categoría de dictador con un argumento más propio de las exigencias comerciales de la editorial que de la teoría política. Forzando el modelo, Gasparini distingue entre los sistemas políticos que apuntan a “precipitar la evolución en curso” (y allí ingresa Castro junto a Lenin y Nasser) y aquellos que se ocupan de frenar esos cambios (nazis que en el mundo han y siguen siendo).
Cumplido el cometido, el autor se lanza de lleno en la tarea de, a través de los hechos en lugar de la asociación especular, conocer a un cónyuge a fin de “esclarecer sobre el otro” a través suyo. Tarea que logra en forma transparente con Lucía Hiriart, una dama junto a la cual su esposo, Augusto Pinochet, parece Trotsky. A la misma altura pero por otra ruta, hacia la derecha, Imelda, la esposa del dictador filipino Ferdinand Marcos compite con la chilena en ignorancia, furia sanguinaria y veleidad, triunfando con holgura en frivolidad y pensamiento mágico. Entre lo siniestro y lo patético, Susana Higuchi, la ex del ex peruano y hoy ciudadano nipón Alberto Fujimori, ostenta una red de complicidades y denuncias que, por su proximidad histórica, Gasparini plantea con singular soltura, pese a que resten aspectos por develar.
Sumamente urticante para los argentinos es la figura de Alicia Raquel Hartridge de Videla, probablemente el retrato mejor perfilado del volumen. Allí se develan datos hasta el momento poco o nada conocidos: que las monjas francesas asesinadas en la ESMA, Leonie Duquet y Alice Domon, no sólo eran conocidas de la familia Videla, sino que además cuidaron a Alejandro, el hijo oligofrénico abandonado hasta morir en la colonia Montes de Oca. También, que el tirano Videla supo tener por amante a Lydia Lombardi, una artesana de plaza Dorrego, fallecida en enero de 2001.
Más desdibujada, la figura de Miriana Markovic se superpone al raid político del genocida serbio hasta tal punto que se torna difícil distinguir uno del otro, tanto como la historia oficial que pretendieron erigir se distancia de los datos que se cuentan para reconstruir semejantes pormenores.
Contundente investigación que se deja leer de corrido, solo salpicada por un extremo ahorro en correcciones de galera por parte de los editores, Mujeres de dictadores se suma al afán global por desentrañar una de las más absurdas constantes del fin de la modernidad.