Dom 19.01.2003
libros

EN EL QUIOSCO

Nos habíamos amado tanto

La sombra de Naipaul
Biografía de una amistad
Paul Theroux

Trad. Carlos Abreu
Ediciones B
Barcelona, 2002
463 págs.

› Por Juan Forn

Los relatos de una decepción, para llamarlos de alguna manera –se deba dicha decepción a lo que le pasó a su “víctima” con un sistema político, una institución o una relación privada o pública con otra persona– se caracterizan por una idealización excesiva del inicio de esa relación y una demonización equivalente de la etapa final. Cuanto más “en caliente” están escritos, más probable es que se tiñan de esa falta de equilibrio, no sólo a la hora de la “purga” sino también en la añoranza de los viejos buenos tiempos, y en esos casos sus méritos dependen exclusivamente de la potencia y agudeza con que dicha pluma ejerce la infidencia, el strip-tease emocional.
Theroux tenía en este libro una oportunidad enorme para mixturar, en clave de no-ficción, la novela del dictador con esos escalofriantes cuentos de escritores que, para muchos, son lo mejor que hizo en su vida Henry James. Los elementos estaban todos ahí: el cándido aspirante a escritor norteamericano y su encuentro con el atrabiliario y vanidoso escritor tercermundista consagrado en Inglaterra, el paisaje africano como fondo (y luego esa otra selva: el ambiente literario y editorial a partir de los años 70), el éxito inesperado que consigue el novato (en gran medida merced a su pragmatismo yanqui) contra el prestigio (escasamente acompañado de ventas) del veterano; la errancia impenitente del que menos conflicto tiene con sus orígenes contra el sedentarismo comodón del que construyó su obra sobre la falta de patria y hogar; el progresismo bohemio de uno contra el fundamentalismo intemperante del otro...
Theroux construye un fabuloso personaje con Naipaul: lo muestra más fatuo y recalcitrante de lo que podía esperarse (lo que ya es mucho), pero también poseído de una pasión por la literatura, por la verdad y, especialmente, por sí mismo que despierta en todo momento una reacción intensa del lector. Tan intensa es esa reacción que, durante las primeras ciento y pico de páginas, uno se conforma con ese escuálido epítome de la bonhomía que encarna el personaje que Theroux construye a partir de sí mismo (en gran parte porque el obediente pupilo muestra una notable avidez sexual que se contrapone con eficacia al asco por todo lo carnal que exhibe el vegetariano y casto tutor). Pero a medida que el joven aprendiz ingresa en el mundo literario y deviene escritor, en lugar de erigirse en cómplice o rival de su maestro, Theroux comienza a mezquinar información: prefiere congelar a su personaje en esa bonhomía que supuestamente representa su carencia de egocentrismo y vanidad. Ni el éxito editorial ni el matrimonio ni el afincamiento en Inglaterra lo cambian (salvo en el terreno de la concupiscencia, es decir en el único aspecto en que su personaje era mínimamente atractivo).
Como Naipaul tampoco cambia mucho, nada prenuncia variaciones en la naturaleza de la relación. Sin embargo, todo aquello que a Theroux le resultaba hasta entonces magnéticamente atractivo de su maestro y amigo ahora comienza a incomodarlo (aunque falten años todavía para que Naipaul ponga a la venta, a través de una librería on-line, todos los ejemplares de primeras ediciones de Theroux que éste le dedicó a lo largo de tres décadas). Pese a hacernos saber que Naipaul lee diarios y biografías de escritores como atisbando por una ventana de hospital, “comparando la evolución de sus dolencias con las de los otros pacientes” (gran definición de un hábito bastante universal en el gremio de los escritores), Theroux muestra una disposición de lo más escasa a revelar no sólo el efecto que tienen sus sucesivos “triunfos” en el volátil temperamento de Naipaul (desde las inesperadas cifras de ventas de su libro Pasajero en los trenes del mundo a la millonaria venta al cine de La Costa Mosquito) sino las consecuencias de ese cambio de status en él mismo.
En lugar de escenificar con solvencia literaria ese momento decisivo de su amistad, procede a la previsible purga: aquella “agudísima pluma capaz de construir una maqueta de una ciudad entera con el material más humilde, como fósforos usados, pero de tal manera que un hombre de tamaño normal pueda pasear por sus puentes” se convierte en “casi todo lo que escribía parecía un ejercicio consistente en encontrar defectos a las cosas” y “el temor angustioso que le provocaba la mugre era una revelación de su compulsión anal”. El intento del joven Naipaul de suicidarse con gas antes de publicar su primer libro ahora es motivo de burla: “Su mezquindad le había salvado la vida, ya que falló en su intento porque se quedó sin monedas para alimentar el contador”.
La gran ironía de este libro es que Theroux termine malográndolo no por el escarnio con que retrata a su víctima sino por no saber retratarse a sí mismo con pimienta equivalente. Uno casi puede imaginarse al antillano llegando a la última página del libro y pensando: “Este inútil..., le doy el tema para el mejor libro de su vida y lo termina arruinando porque no sabe estar a la altura ni siquiera como personaje”.
La versión en castellano de La sombra de Naipaul incluye un epílogo que el autor incorporó a la edición en paperback en inglés (lamentablemente, anterior al Nobel de Naipaul). Allí, Theroux se defiende de las “malinterpretaciones” de la crítica anglosajona y dice que no es correcto emplear la palabra enemistad, ni revisionismo, ni traición (“¿Qué enemistad? La belleza de mi libro residía en su desenlace... un final feliz en el que quedé libre para contemplar en retrospectiva esas tres increíbles décadas”). Poco antes, en las últimas páginas del último capítulo, relata un inesperado encuentro callejero que tuvo con Naipaul luego de que éste se negara a contestar por qué se había desembarazado en forma tan conspicua de los libros dedicados. Han pasado meses delepisodio. Theroux acaba de llegar a Londres, sale caminando del hotel con su hijo, hablando obsesivamente del silencio inexplicable de Naipaul, cuando se topan de golpe con él. “¿Tenemos algo que discutir?”, dice Theroux. Naipaul dice que no. “¿Qué hacemos entonces?”, insiste Theroux. “Aguantársela y pasar a otra cosa”, sentencia ese formidable villano que es el Naipaul de este libro, y sigue impertérrito su camino. Theroux, en cambio, concluye el capítulo con las siguientes palabras: “Todo había terminado. No se me pasó por la cabeza perseguirlo. No habría nada más. Comprendí que el final de una amistad era el principio de su comprensión. Él me había hecho suyo al elegirme; su rechazo me convertía en mi propio dueño, me dejaba en libertad, me abría los ojos”. Y agrega, falsamente cándido, pragmático y mediocre hasta el final: “Me daba un tema”. Ay, Theroux.

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