SIDRA EN EL TORTONI › CONVERSACIONES, RECUERDOS, LECTURAS Y OTRAS TRIVIALIDADES LITERARIAS
Piromanía peronista
Mi jornada parisina empieza en Internet, revisando mientras me desayuno los títulos de los diarios de Buenos Aires. En esta época del año, a las 8 de la mañana en París son las 4 en la Argentina y las ediciones virtuales ya están puestas al día; a partir de abril serán cinco las horas que me separen del Plata. No se lea nostalgia alguna en esta práctica. Es más bien el síntoma de una pertenencia inerradicable, que hasta no hace mucho me halagaba como algo visceral, signo de que no me he afrancesado más allá de lo indispensable para la vida cotidiana. Hoy he pasado a aceptarlo como algo siempre activo, oscuro, sin nombre, o cuyos nombres, si los sospecho, me dan miedo.
Las noticias porteñas me permiten comprobar una vez más que lo propio de las tradiciones es decaer, o transformarse hasta volverse irreconocibles. Su aparente desgaste no implica invalidez alguna; más bien, el triunfo de una menguada supervivencia. Pero no siempre el resultado es algo “rich and strange”, como los corales en que, según Shakespeare, se transforman los huesos. Pienso, por ejemplo, en la tradición pirómana del peronismo. Las recientes hazañas del senador Barrionuevo en Catamarca me rejuvenecen. Me veo en 1953, apenas adolescente, llevado por mi padre a ver los escombros de la Casa del Pueblo, las ruinas humeantes de la biblioteca Juan B. Justo. A mi padre –clase media, hijo de inmigrantes– le importaban más que las contemporáneas del Jockey Club, en la calle Florida. Dos años más tarde fueron quemadas las iglesias más antiguas, y su destrucción me llenó de asombro y pavor: había, por lo tanto, gente libre de todo supersticioso miedo a una eventual represalia divina... Más cerca, hace “sólo” veinte años, un tal Herminio Iglesias quemó en público un pequeño ataúd de papel con el nombre del adversario electoral, y así le regaló a éste la elección.
La crisis exige limitar ciertas ambiciones: hoy no se queman libros ni altares ni arte ni objetos simbólicos sino unos míseros neumáticos, víctimas –supongo– del arrebato que llevó a robar urnas e impedir comicios. También leo que el Senado vacila en sancionar a un “correligionario”. Me pregunto: después de años en que el radicalismo imitó servilmente al justicialismo, ¿le toca ahora el turno a éste de remedar el suicidio de aquél? En vez de expulsar rápidamente al patotero catamarqueño con un gesto (aun inconvincente, pero todo lo teatral que fuera necesario) de dignidad ultrajada, se buscan escaramuzas reglamentarias, se demora el trámite. Una vez más, el carácter de espectáculo, de mero show business, de la vida política argentina me parece más fuerte que toda prudencia: como los “Titanes en el ring” de mi juventud, todo es teatro, nadie se lastima de veras ni queda permanentemente fuera de la arena, todo es un eterno retorno de “números vivos”, como los que demoraban la proyección del film principal en los cines de barrio en tiempos del peronismo original.
No me extraña que en otra esfera –la de la vida intelectual– asistamos al imprevisible retorno de Martínez Estrada y, sobre todo, de Murena. La quiebra del marxismo como epistemología ha abandonado a quienes hubiesen podido hallar en él una herramienta útil, inermes e inertes, huérfanos confiados al atrio de una parroquia, a la ambigua protección de una metafísica negativa que –”retour du refoulé”– reluce hoy con el prestigio de lo postergado, de lo excluido y rescatado.
Recuerdo algunos encuentros con Héctor Murena a final de los años 60, en la calle Viamonte o en la esquina de Florida. Le hacía gracia que la incipiente canonización del “Che” me dejara indiferente. Me instaba a leer a la escuela de Frankfurt, sobre todo la Minima Moralia de Adorno, no comofilosofía sino como literatura. Me prestaba libros de Ellemire Zolla y me encargaba para Sur la traducción de algún texto abstruso sobre medicina chamánica. Sabía que la literatura me interesaba más que las ideas, y creo que veía en mi precoz escepticismo una sombra frágil de su propia negatividad, menos nihilista que nietzschiana. Murena estaba condenado precisamente por las ideas que flotaban en el aire y se posaban más o menos pesadamente sobre las cabezas de los intercambiables maîtres à penser de la hora. Era, para aquel momento, el hombre inaceptable por excelencia. Su soledad iba a hacerse aislamiento, su vida una ardua resistencia silenciosa.
“Si las palabras no hubiesen cambiado de sentido, si el sentido no hubiese cambiado de palabras....” (Jean Paulhan). En este marzo de 2003, en medio de una guerra de aniquilación que invoca el evangelio democrático, pienso al mismo tiempo en el iletrado senador que hace robar urnas y quemar neumáticos, actor acaso inconsciente de una liquidación folklórica de la noción de democracia, y en el amigo literato que prefirió desaparecer antes que se realizaran sus profecías. Una vez más, la Argentina persigue su destino de escenario precursor, donde la ruina de sociedades menos endebles es puesta en escena más temprano, y radicalmente.
Edgardo Cozarinsky