CARO LIBRO › LIBROS DE MUCHO(S) PESO(S)
› Por María Gainza
No es suficiente, decía Voltaire, estar muy loco, ser un fanático o un desenfrenado para hacerse acreedor de una gran reputación; es necesario, además, llegar a la escena en el momento justo. El fotógrafo Usher Fellig, más conocido como Weegee, sobrenombre que a su vez hacía alusión a la tabla “Ouija”, ya que se suponía que éste tenía poderes de adivinación que le permitían ser siempre el primero en aparecerse en la escena del crimen, hizo del timing una firma. Capturaba incendios endiablados antes que llegaran los bomberos, registraba accidentes automovilísticos antes que la ambulancia retirara los cuerpos y fotografiaba ejecuciones mafiosas bañadas en charcos de sangre minutos antes que la policía cercara la zona. Encontraba cantantes desafinados tirados en los lobbies de hotel y adolescentes sospechados de crímenes acuchillados en vagones malolientes. Los fotografiaba en su mayor vulnerabilidad o, como solía decir él, en su mayor humanidad. Donde quiera que fuera robaba imágenes de personas durmiendo: borrachos en bancos de plazas, familias enteras de los barrios bajos de Manhattan, roncando en los cines. Weegee, con su traje gris arrugado, un sombrero de ala de donde colgaban las acreditaciones de prensa y un cigarrillo tambaleándose de su labio inferior, era el cronista supremo de la ciudad por la noche.
Nacido en lo que es hoy Ucrania, pero en ese momento Austria, Weegee llegó a Nueva York en 1910; tenía once años de edad. Se ganó sus primeras monedas como retratista de niños en los parques y durante los años ’20 vivió en los dark-rooms de The New York Times, donde pronto comenzó a reemplazar a los fotógrafos que se negaban a cubrir el turno noche. Para los años ’30, sus crónicas de desastre, tanto naturales como creadas por el hombre, eran publicadas en PM, Life y Popular Photography.
Muchas de ellas se pueden espiar en Weegee’s World. Pero lo que distingue a este libro de previas publicaciones son los textos críticos escritos por Miles Barth, probablemente la persona que más de cerca siguió la obra del fotógrafo en los últimos veinte años; Alain Bergala, un crítico que traza las influencias recíprocas entre Weegee y películas del cine negro como Gilda, The Big Sleep y El Halcón Maltés, amén de sus intentos como actor en Hollywood; y Ellen Handy, que considera por primera vez los trabajos del fotoperiodista desde la mirada de los ’90. Además, el libro está lleno de anécdotas, de frutillitas de torta que iluminan la historia de un fotógrafo demente. Cuenta, por ejemplo, la historia de The Critic, probablemente una de sus imágenes más reproducidas del fotógrafo. Dicen que Weegee mandó a buscar a una buena conocida suya al Sammy’s Bar y le pidió que se parara justo donde intuía que Mrs. George Washington Kavenaugh y Lady Decies bajarían de la limusina rumbo a la Opera. Ahí están ellas, dos pasas de uva envueltas en martas cibelinas, violetas y redondos rizos rubios que parecen tintinear en el aire. Hecha un despojo humano, la entonada amiga de Weegee las mira con desaprobación. El diario se negó a publicar la imagen porque no consideró apropiado mostrar semejantes joyas en épocas de guerra. Pero en esos desvíos de la vida, la foto fue utilizada por los nazis como propaganda: durante la invasión al Anzio en 1943, Charles Kavenaugh estaba escondido en las trincheras cuando del cielo llovieron panfletos reproduciendo The Critic, y debajo se podía leer la inscripción: “¿Es esto por lo que están luchando?”. Kavenaugh estaba demasiado avergonzado para confesarles a sus compañeros de batallón que una de las ricachonas de la foto era su abuela.
Se mire donde se mire, siempre hay algo que llama la atención en las fotografías en blanco y negro y flashazos violentos de Weegee, y es que, aun bajo los efectos del sensacionalismo, sus imágenes están impregnadas de una risa que se tironea entre el gag de película muda y la comedia slapstick. En lugar de informes forenses o serias fotografías periodísticas, las imágenes de Weegee parecen una broma. Un hombre ha sido arrojado sobre el escritorio del cuartel de policía como un pedazo de carne, su cara tensa con vergüenza, su saco abierto revela un muslo cubierto por ropa interior femenina, los policías lo rodean mientras sonríen para el pajarito; la mujer llora a su amante ahogado, pero no se olvida de revolotear las pestañas y sonreír cuando Weegee dispara. No importa cuán trágico sea el evento, Weegee tiende a verlo como una farsa. Es difícil saber cuál es la gracia: después de todo, esos cuerpos como sacos de papas no se van a levantar. Quizá fuera imposible soportar la Nueva York de los ’40 sin ese humor; era un arma de supervivencia, un reflejo ante la vida. Y así son las cosas: hasta en los peores momentos, el tono tragicómico y el duro claroscuro de una fotografía de Weegee parecen tan desconcertantes como imaginar a Abbott y Costello subidos al ring con Caravaggio.
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